Por los cerros de Úbeda

16-05-2008.
Ya de noche lo descargó un tren somnoliento y sucio en un apeadero. La sala de espera, pringosa de papeles y latillas estaba. Los servicios, repugnantes, inservibles…

Con el alba comenzaron a pulular niños y mozos. Portaban bolsas y atadijos. Sus indumentos, ya tiempo que habían perdido el apresto. Pero a casi todos les bailaba el alma en el cuerpo.
Efectivamente, eran gentes de la Safa. El “Coli”, alias de E. Moreno, Mondragón, Castroviejo, Marcelo, Piña, Tarragó, Agui­lera… Ya no le dejaron hasta entrar en el patio de las columnas. Pero cuando luego vio en el comedor y recreos a toda la manada suelta sintió miedo, rechazo, repulsa. Suspiró por sus latinos y retóricos de Comillas. Y pensó que nunca podría hacerse con aquellas hordas. Menos mal que él sólo era una especie de “machacante” del maestrillo responsable, que era el padre Wenceslao. Literariamente, Burguillos era devoto de Wenceslao Fdez. Flores. Y ya por esto, no más, le caía bien su “sargento”. Era ambidextro. Y no dejaba que se le entumecieran…
La casa era hermosa, muy amplia, nueva y funcional. Nunca se sació de contemplar la fachada renacentista. Espléndido el patio de las columnas. Inmensa la huerta, con sus buenas dependencias ganaderas.
Burguillos llevaba la Pontificia de Comillas y todos sus aledaños en las entretelas. Y el reseco de la Safa le despertaba nostalgias cántabras, marineras. Algo le consoló descubrir desde las gradas otro mar: el valle del Guadalquivir. Un mar de olivos. Realmente Jaén tiene piel de olivo y corazón de plata.
El padre Prefecto reinante, un jesuita desmedrado de talla, le entregó un silbato de metal. Se lo dio en la primera comida con los profesores. Hablaba bajo y un andaluz incomprensible. Por más que Burguillos dobló cervicales y agudizó el oído, sólo le quedó su estricta dependencia del padre Wenceslao.
Compartía Burguillos espinacas y tortilla de patatas con don Francisco Díaz, don Isaac Melgosa y Eduardo Bangueses. Cordiales, llanos, informativos. Eduardo Bangueses, elegante, culto, gene­roso… ¡Un galaico sincero! Fue su amigo y mentor desde la llegada. Sin Bangueses, la Safa le hubiera resultado dura de roer, de asimilarla. Le pareció que ninguno de la “vieja guardia” la había metabolizado. No era un ideal vivificante. Apenas pasaba de ser un resignado modus vivendi. Quizá otras nóminas y otras políticas hubieran distendido algo los ánimos. Percibió en los pioneros nostalgias y desencantos nunca enjugados. A lo peor el padre Villoslada, en su extrañamiento, se llevó la ilusión y el coraje de estos hombres. Los Velasco, Maldonado… y tantos más, nunca dejaron caer su orgullo de cofundadores. Isaac Melgosa, llamado estuvo a ser delfín. Burguillos no había vivido aquellos tiempos agitados. Ni siquiera llegó a conocer al fundador, el padre Villoslada. Si por sus obras les conoceréis, este hombre se desbordó de madre. Llegó a pensar que los de la primera bandera nunca volvieron a ser rehabilitados. Y nunca dejaron de suspirar en voz queda por el hombre que un día les dijera: «Ven y sígueme».
Era alto y fuerte, sin sobrecargas. Lo suficiente para gozar de buen tono vital, y tener seguridad de sí mismo. Había sido figura dentro de la Orden. Provincial, visitador… “Vaca Sagrada”. Eran aquellos tiempos en que en la Compañía no se subastaban los puestos de mando. El canario padre Juan M.ª Ponce, en torno a los setenta, prestaba con ilusión sus servicios como Rector y Director de la Safa. Burguillos pasó a cumplimentarle. Respetable, cercano, cordial. Y además, se arrellanaba en el sillón, miraba a los ojos y hablaba sin titubeos. Le satisfizo el encuentro. Aun antes de recibir impositivamente un sobre con diez mil pesetas.
—Gracias, Padre. Pero tengo más de lo que necesito…
—Tómelo y adminístrelo bien. Que para ser austero no le han de faltar ocasiones.
En la puerta ya, le encareció su deseo de atenderle. Y le dio la mano. Una mano grande y cálida. Nunca experimentó la mano del padre Noguerol, pequeña e inquieta y seguramente fría.
Entre unas cosas y otras Burguillos se encontraba rico. ¡Cuarenta mil pesetas! Le aseguraban que, ahorrando mucho, mucho, no lo amontonaría en dos años.
Previendo que tardarían en sedimentarse sus primeras impresiones ‑más desánimos que agrados‑, escribió las cartas de obligación. A sus padres, a las de Villaluz, a la familia de Esther. También a sus maestrillos, a los Ruiz Vargas… Cartas figurativas en las que forzaba la pluma resplandeciendo satisfacciones y ánimos en alza. Un trabajo apasionante, unos jesuitas cultos, alegres y acogedores… Y todo en el soporte de un paisaje y una ciudad irrepetibles. Solamente en la carta privada para Paco Ruiz Vargas escribió con verdad:
«Querido Paco:
Aún no he conseguido acoplar huesos ni espíritu a esta nueva experiencia. Se me hace muy duro. No me va tanta pobreza, miseria, a palo seco. Te escribo en una clase desocupada. En mi habitación aún no tengo mesa ni silla ni armario. Duermo en una camarilla o nicho angosto, norteño y bien ventilado, velando maternalmente el sueño de ciento setenta chicos. Antes de acostarme, es preceptivo encerrarles con llave en su celda. Y vigilar… ne forte diabolus…
Lo de menos, no siendo poco, es la dieta, pobre e insuficiente. Los salarios, entre mil quinientas y dos mil quinientas ptas./mes. A esta austeridad suma el reposo intelectual. Hay una biblioteca con un par de cientos de títulos entre diccionarios y curiosidades.
Por más que reflexiono y hago actos de humildad no veo qué cosa de provecho puedo hacer yo aquí. Ni qué futuro me espera. Con esos dineros, quién se casa y tiene familia numerosa. Y gastar la vida arreando chicos, vigilando chicos… Y de noche y de día al rabo de los chicos… Y de propina frailes; y frailecicos en ciernes y pretenciosos. Es mucho tomate, Paco.
A pesar de estas penurias, la Institución es una obra social grandiosa. Dudo que en España haya algo semejante. Al fundador, la Compañía lo aparcó en Huelva lejana. Parece ser que la Obra se resiente de su ausencia. (Te dejo. Tengo que “vigilar” la cena, llevarles a la capilla a hacer examen de conciencia. Y cenar mientras se lavan los dientes. Mañana continúo).
De nuevo aquí me tienes el 23 de octubre de 1955. La comida de los chicos, de pura supervivencia. De toda la Institución, el tesoro más valioso son los chicos de la Escuela de Magisterio. En ella se prepara a los futuros profesores de toda la Obra. Son gente seleccionada. Durante ocho años cursan las disciplinas específicas. Y de regalo Latín, Francés, Inglés, Filosofía, Dogma, Moral… Por su coeficiente intelectual, muchos de estos chicos podrían codearse con los mejores retóricos de Comillas. A mí me toca dar picadero a unos cien de Magisterio. Y a cincuenta de segundo de Maestría Profesional. Son los nominados también “comanches”. Éstos, que andan ya por los dieciocho años, tienen menos formación. Los de Magisterio, procedentes del mismo estrato social, gracias a su inteligencia, a sus estudios y aspiraciones, manifiestan otra sensibilidad.
El profesorado, a juzgar por las reválidas y oposiciones de los maestros, excelente. En Magisterio, la mayoría, provenimos del clero. No quisiera minusvalorar a nadie… Pero no se puede pasar por alto la valía de los chicos. La Sagrada Familia sigue reclutando profesores como en sus orígenes. Un cesto de boca ancha, y a recoger cuantos “ex” caigamos del guindo de cualquier seminario.
Los jesuitas, pocos y de poco pelo. Pero en sustancia, buenos obreros en la viña del Señor. La formación religiosa, clásica, sentimental e impositiva. Castidad, muerte, juicio, infierno y gloria. Devoción a la Santísima Virgen y comuniones masivas.
Hay un jesuita burgalés, con toda la reciedumbre de Castilla encima. Entre voces y desgarros trae a los chicos en vilo. Pienso que más que su doctrina confusa, son el ardor y la sinceridad con que les habla. Y sobre todo les mueven la pobreza, el trabajo y amor con que todo lo subraya. Impositivo, disperso en ideas y quehaceres. Pero les habla del ideal… Y de un Cristo cercano. Me entiendo bien con él. Pero aún no me atrevo a sugerirle que no se desgañite tanto. Que nihil violentum duravit… El cura que llevo dentro no se me muere. Abrazos».
Burguillos tenía pánico de ser melifluo, cursi. Le dio vueltas y más vueltas y, por fin, escribió el sobre: “Olga María Mora Moreno”. La capilla estaba solitaria y lo depositó debajo del Ara. Por lo menos dos misas se celebraron sobre sus ilusiones.
Les extrañaba a los mozos que en tan poco tiempo supiera Burguillos los nombres, apellidos y pueblos de casi todos ellos. No atizaba a nadie. Muchas noches ya no les encerraba. Y a la derechura y orden de las filas le daba poca importancia. El padre Prefecto lo llamó al orden y le encareció el esmero y silencio de las filas. Según él, tenía un gran alcance formativo. Y Burguillos, de mala gana, obedeció. Gobernaba las filas sin una palabra, sólo con el tintineo de las llaves. A pesar de que los chicos se mostraban atentos, Burguillos se aburría. Aquello no tenía para él ningún aliciente divino ni humano. No cabía una iniciativa, ni siquiera un cambio de mesas en el estudio…
Bangueses, que conocía y trataba a las damas más distinguidas de la ciudad, le presentó a muchas: Carmen y Pili López Monteagudo, a María Jesús Gaspar, Conchita Rojas Navarrete… Todas encantadoras. Pero tan encopetadas que Burguillos, atado a su trabajo de inspección y con el simbólico salario, no se prodigó. Siempre ha recordado el trato dulce y distinguido de Carmen L. Monteagudo.
Sierra Mágina, muy a primeros de noviembre, le echó unas manotadas de frío. Burguillos se sorprendió y afligió. ¿No estaba en Andalucía? Hubo de pertrecharse de ropa de invierno. Lo que no le impidió presumir de su dureza mesetaria. Su habitación era soleada pero, salvo la cama de hierro pintada de azul descascarillado, estaba desnuda. Las horas en que no tenía clase o vigilancia cuartelera las echaba en callejear por la ciudad. Que tenía mucho que ver. Y cuando no, leía o corregía trabajos en la habitación de don Diego.
Don Diego era una institución en la Safa. Pío, arcangélico de nacimiento. Nunca, por más que le sedujera, analizó los factores precipitantes de su tipología. Burguillos, por entonces, le llamaba “Veda el Venerable”. Y se aprovechaba del calor de su camilla. Porque don Diego era el único que tenía mesa camilla con manteos y calentador eléctrico. Artilugio muy perseguido por el Administrador. Además, don Diego, bien o mal, se enteraba de todo. Otro mundo eran la habitación y el trato de Cayetano Aníbal. Noble, distinguido y siempre con algo bello entre las manos. Era escultor. Y ¡qué preciosa era su novia!
Burguillos perdió el hilo y el ritmo de la métrica rubeniana. Le entregaron la carta durante la clase de Literatura. Era de ella… El sobre color crema tostada. Reservó la lectura para hacerla a solas en la capilla. ¡Qué perjudicialmente sacralizado tenía Burguillos el vivir! Leyó, releyó y… leyó lo que no estaba escrito. ¡Qué letra tan sugerente y tan…! Y besó el papel perfumado… Contaba Olga que le había gustado su carta más que las flores, porque le decía cosas muy bonitas. Y añadía que «tampoco ella había estado enamorada y que en mayo cumplía dieciocho años, pero que para enamorarse había que tratarse mucho y ser muy sinceros… Y que cuándo volvía a Santa Cruz…». Días y días vivió Burguillos en esta carta. De ella le desalojó una llamada del padre Rector.
Serio, sin la cordialidad habitual… Sin trasteo alguno y sin ni siquiera cuadrarlo adecuadamente, le entró a matar. Tenía noticias de su actuación con los chicos. Y la consideraba seriamente reprobable. No esperaba este comportamiento de él. ¿No habría equivocado el anciano padre Ponce la información? Le dijo, para abrir boca, que sacrificaba el orden, la disciplina y el estudio a su afán de popularidad:
—No sanciona usted a los chicos y abusan de usted. Y está creando un ambiente de laxitud y desorden nada formativo. Y deja al padre Wenceslao en una situación comprometida: si no actúa, le comen vivos los chicos. Si interviene, él es el malo…
Y siguió reconviniéndole con más calderilla. Como por ejemplo, que no debía desautorizar al padre Wenceslao dando permisos que él negaba por sistema. Porque, al fin, su legítimo e inmediato superior era el padre Wenceslao. Y que no debía tener secretos con el padre Wenceslao en temas referentes a los chicos. Y severo, con la severidad de un padre Provincial de los de antes, le dio el descabello. Trataba de darle categoría de razón concluyente. Algo muy delicado:
—Ayer mismo, en el recreo de la tarde, abandonóusted laDivisión… Y subió usted a las camarillas con cuatro o cinco chicos… que tardaron mucho tiempo en reincorporarse al grupo general…
Burguillos, al principio de tantos alegatos, se irritó íntimamente. Y supo enseguida de donde venían los tiros. Luego, recobró la calma y miraba cara a cara al rector. Que por momentos se le empe­queñecía…
—Y bien. ¿Qué dice usted a todo esto?
Burguillos se ajustó las gafas, aclaró la voz y poniendo calor en ella, dijo:
—Reverendo Padre, que si Vuestra Reverencia lo cree, debo tomar la maleta y largarme al instante…
—Antes de nada, Burguillos, acláreme algo… Que yo pueda juzgar el caso… Se lo ruego, por favor…
—Ayer —respondió pausadamente—, durante el recreo de la tarde, no me correspondía la vigilancia. Y bajé a buscar a cuatro chicos mayores. Necesitaba cambiar mi camastro desvencijado. Y que me ayudaran a poner una colcha en el ventanal, a modo de cortina, para que no me dé el aire en la cama. Les indiqué que advirtieran al padre Wenceslao. Y así lo hicieron. Cinco mocetones subieron. Recuerdo sus nombres, por si le interesa fiscalizar los hechos… Burda, mezquina y pecaminosa me parece la acusación. No llevo dos meses aquí ¿y es tal mi capacidad de seducción que pervierto a los alumnos de cinco en cinco?
Y entonces empezó a meter resortes de oratoria :
—Con todos mis respetos, Reverendo Padre, me sorprende que Vuestra Reverencia, tan bregado en colegios y maestrillos, haya olvidado la enfermedad que suele aquejar a los menos dotados. La celotipia. Sinceramente, Padre, no tengo interés ni intención alguna de quedarme en la Safa. Paso frío, paso hambre. Ni una mesa tengo donde poder escribir una carta. La noche y el día estoy atado a unos chicos a los que no quiero. Todo a cambio de mil quinientas pesetas. Vine a la Safa por seguir junto a la Compañía… Y soy un sospechoso sometido a las lunas de un maestrillo voluble, inepto y acomplejado…
—¿Habla usted así, con este fuego, a los chicos?
—Padre, yo no sé cómo hablo. Me manejan las personas, las situaciones, los sentimientos… Puedo asegurarle que lo hago siempre con sinceridad y entusiasmo. Y que nunca humillo a los chicos. Y por supuesto, nunca doy un cachete a ninguno, aunque se acuerde de mi madre… Y guardo lo que me cuentan como un tesoro. Como un secreto natural.
Le extrañaba que el viejo Provincial le escuchara tan atento y sin interrumpirle. Y Burguillos cada vez peroraba con más ímpetu:
—Los chicos son excelentes, arcilla blanda, a punto. Y yo solo, aun sin quererles, ya habría cambiado la Segunda División. Y hasta la palabra castigo hubiera desterrado.
—Y ¿por qué no quiere usted a los chicos?
—Porque, como preveo que mi tiempo aquí va a ser breve, no quiero atarme afectivamente. Que soy muy sentido yo…
—Bien, hijo. Trabaja tranquilo. Sé comprensivo con el padre Wenceslao, que es joven. Pero es buena persona y aprecia tu trabajo. Y déjate ganar por los chicos y por la Institución, donde tienes mucho que hacer. Y se me ocurre que ¿por qué no te ordenas e inauguramos la iglesia con tu primera misa?
Ese mismo mes la nómina de Burguillos se incrementó en mil pesetas. Se amuebló su habitación. Y el padre Wenceslao depuso humos, se acortó las manos y dejó de repartir estopa.
Esto no fue para Burguillos más que un tentempié que rehacía sus ánimos tan en ayunas. Pero no lo vacunó de la vivencia deficitaria que lo iba acorralando. No eran la soldada enteca ni la insignificancia social del cargo: que le desmoralizaban cada vez que una chica le preguntaba por su profesión. Más le intranquilizaba ver cómo se pasaba el tiempo sin que un libro o un verso nuevo le dejasen un escozor. El horario apretado, monótono y trivial, así como el clima cultural inexistente le desertizaban la imaginación y la vida. Hasta se le estaba olvidando el lenguaje de los pájaros, el aroma de las flores, los paseos líricos… Por esas fechas, el jardín de la Universidad estaría alardeando de dalias pomposas y de flores rezagadas.
Otro sobre azul, de perfume conocido, le animó el momento que tan menesteroso de aprecios andaba. Isa volvía a la carga. Pero esta vez no lo enojaba.
«Tan a gusto te encuentras entre tus jesuitas que te olvidas de contarnos qué haces, cómo vives y cuánto ganas… Me gustaría saber qué te dan los jesuitas para que les sigas tan perruno. ¿Vives con ellos? Mi madre dice que si te habrán hecho mal de ojo, o será que te va el buen vivir. Buena mesa, poco trabajo y ninguna responsabilidad…».
¡Pobres mías! Si supieran el frío que estaba pasando. Que ni cortinas ni contraventanas tenía en aquel agujero de la “Siberia”. Que cuando veía pasar entre dos luces a los aceituneros, ya llevaba él una hora en planta… Ganaba menos que el hortelano de doña Angélica. Y lo peor de todo no eran los resfríos y remusgos de bronquitis. Ni siquiera las dietas. Más le dolía la inopia de vida interior.
Isa le decía que su madre quería hacerse un chequeo después de Navidad. Que se lo haría en Valladolid o Madrid «donde mejor te venga a ti. Quiere, necesita, tenemos derecho a verte. En Madrid tenemos un familiar, primo carnal mío, médico de prestigio».
—Señor Burguillos —pensaba—, ya la tiene usted liada otra vez…
La Navidad se venía encima. Burguillos reconsideraba, con la dedicación de siempre, si echarse a errar, vagabundear los madriles o ahorcarse en la huerta de los Bastida. Solamente a Bangueses le comentaba todas estas cosas. Y él le contaba todas las suyas.
A la puerta de su habitación encontró un paquete. Venía de Valencia y lo enviaba Rubén Granollers. Dos pares de espléndidos zapatos. Artesanía pura. Desbordada en letra, alegría y noticias, una carta. ¡Qué buena gente era…!
La noche anterior a la suelta navideña, los chicos revueltos y animados lo abordaron en las camarillas. Algunos le pedían su dirección postal. Y, al día siguiente, ¡cuántas despedidas espontáneas! Algún profesor se admiró. Yo también. Las había en todos los tonos… Manos flácidas, enérgicas, cálidas. Ojosque apenas lo miraban. Ojosbrillantes. Algunos le pusieron la mano izquierda en el hombro. Más de uno le preguntó si volvería…
La indecisión de Burguillos crecía con los caminos del aire. Cada posibilidad era una opción a tener en cuenta. A la Safa, hosca y sin panoramas, se oponía el sacerdocio recidivo. Porque se le había alebrado y súbito saltaba como una solución digna y ajustada. Madrid… ¿Por qué no periodismo? O tantas otras cosas… Por ejemplo, Olga le instaba a volver a Canarias… ¡Y estaba Isa… Isadora Téllez de la Bastida! En los gélidos madrugones de cada día, por los pasillos congelados de cada hora, trasegando críos, malcomiendo en el comedor. ¡Cuántas veces se resolvía a tomar en serio a Isadora! Ella le solucionaba todas, todas las papeletas. Que si no, se iba a pasar los restos dudando y malviviendo. Y por mucho que husmease no iba a dar con mujer alguna como Isa. Ni tan hermosa de cuerpo y de espíritu… Tan discreta… Ni tan dispen­diosamente dotada… Y que nadie le había de amar como ella.

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