Piedad y flirteo

06-05-2008.
El ocho de agosto a las doce de mediodía, atracaba Burguillos en Santa Cruz de Tenerife. A pesar de los trece años interpuestos, reconoció enseguida a la familia Herrera Vera. Elegantes. Más señores. Esther, que cuando la despidió en Güímar aún no había hecho la primera comunión, estaba hecha una pibita fragante como una rosa de Alejandría. Desde el abrazo de bienvenida se sintió acogido en sus vidas.

Con la transfusión de los Ruiz Vargas cambió de planes. Ya que Dios no le había ahogado en su mar Cantábrico, decidió abandonar Comillas pasado San Ignacio. Era una fiesta bonita. Muy concurrida de antiguos sacerdotes comilleses.
En Santander se vistió en un pret a porter. Sin sotana se sentía desarropado, inseguro… El último desaliento de su vida en Comillas lo dejó junto a la Virgen del Pilar. Aquella pequeñita, perdida entre buganvillas, junto a la entrada principal. Así, con pena y sin gloria, cerró su paradisíaca estancia junto al Cantábrico. En un mastodonte de la Trasmediterránea salió; haciendo cabotaje, hasta Santa Cruz de Tenerife.
Se encontraba Burguillos muy a gusto. La ciudad, el clima, las gentes, el paisaje, de nuevo le sorprendían y alegraban. Más le hubiera gustado trabajar en las Islas que no allá, en los cerros de Úbeda… Que por el nombre y el dicho se le hacía lugar duro e inhóspito.
Esther, diez años más joven que Burguillos, tenía dulzura de fruta y aromas de flor. Era un regalo de la vida. Enseguida se hicieron grandes amigos y no hubo secreto ni reserva alguna entre ellos. En nada se parecía a Isa. No era abiertamente rubia, pero de cutis blanco, rosado. De textura sedosa y esponjada. La voz, la risa, los gestos, pausados, dulces, melosos a veces. A pesar de ser hija única y tan bonita, no era caprichosa ni egocéntrica. Su madre había sabido llevarla. Ya estaba comprometida.
Seguía Burguillos con su vida espiritual a rajatabla. De mañanita la misa en el Pilar. Se cruzaban al ir o volver de comulgar: Burguillos siempre le daba con el codo… Y se miraban. Un día se arrodilló junto a ella. Y al Ite, misa est la invitó a rezar algo juntos. Accedió. Y juntos salieron de la iglesia. Ya en la calle le dijo que se llamaba Rosaura y que no tenía novio. Y él, como un doctrino, le dijo que era tan guapa que, por mirarla, había dejado de mirar a la Virgen. Se le coloreó la cara y se fue sin despedirse. Antes de torcer la esquina volvió la mirada y él le sopló un beso. Volviendo a casa se sentía cómico, ridículo.
Burguillos ojeaba por su cuenta. Rara vez de atardecida se perdía el paseo por la Avenida Anaga. Era como un ferial de mujerío. Unas emparejadas. Otras en grupo. Allí cada día encontraba a Rosaura con otras tres amigas. Nada más verlo, se colocaba entre sus acompañantes… Pero sin dejar de sostenerle la mirada. Burguillos se hizo el indiferente. Ni miradas, codos, ni oraciones conjuntas. Y Rosaura volvió a pasear en las orillas. Un buen día se colocó junto a él en la iglesia. Una lástima, porque Burguillos, husmeando como un perdiguero, había dado ya con su Beatriz.
Revivió el flechazo de Josefina, reforzado por los años y las hambres reprimidas. Lo más llamativo era el azul de sus ojos grandes, ligeramente achinados. Y su cola de caballo rubia como la miel… Curvas suaves, sugerentes, sin afirmarse todavía. Manos ojivales de largos dedos, muy bonitas. Tenía diecisiete años y era como una porcelana preciosa y frágil. Le parecía a Burguillos que un beso o un apretón apasionado podrían romperla. O cuando menos, dejarla ajada como una flor. Se llamaba Olga y no tenía novio. Hasta tres ramos le envió: gladiolos, rosas, margaritas y claveles, acompañados con sendos tarjetones ocre dorado, sin firmar. Y a la hora de escribirle algo bonito Burguillos se devanaba las neuronas. Todo lo hallaba cursi: «Olga, no te entretengas mirándolas. Las flores son muy sensibles. Un poco envidiosas. Puedes marchitarlas. Te adoro».
Tan pueril le parecía todo que ni a Esther se lo comentó. Burguillos visitaba con frecuencia el establecimiento del padre de Olga, en la calle Comercio. Siempre descaradamente, forzaba que le atendiese ella. Al despedirla, muy encantadora, le dio la mano y la dirección de su domicilio. Tentado estuvo Burguillos de quedarse en las Islas…
Desde Tenerife dejó entrever a sus padres que se había retirado del clero. Lo captaron enseguida. Le reprocharon que hubiera tardado tanto tiempo y le enviaron algún dinero. También escribió una carta larga y meditada a doña Angélica y a Isadora. Ya les había mandado postales desde Vigo y Sevilla. Gentiles saludos nada más. Ahora, desde Santa Cruz, les daba cuerda para consolarse. Pues ya era dueño de su vida íntima y podría atender a gusto del corazón a sus amistades. Les adelantaba su destino ubetense. Le contestaron las dos muy parlanchinas, cariñosas y espléndidas.
Partió de Santa Cruz rumbo a Sevilla. Dejaba las Islas con cierta murria. Casi, casi dispuesto a volver en Navidades y buscarse algún trabajo. Se arrepentía de haber pasado el verano zascandileando, sin ocuparse nada más que de pollear como un quinceañero. Y temía que esa obra de caridad jiennense llamada Safa le redujera a vivir, de por vida, de la caridad.
No se hartaba Burguillos de mar ni de barco. ¡Qué accesibles nos hacemos en alta mar! Trató con muy buena gente. Por ejemplo, con Rubén Granollers. Fueron compañeros de camarote. Más joven y más alto que Burguillos. Muy elegante en ropa, modales y trato. Bohemio, alocado, hijo pródigo. Se dio cuenta enseguida del talante clerical de Burguillos. Le dijo que rezumaba latines, bendiciones y encogimiento frente a las damas. Y le contó su vida calavera. Aunque los dos viajaban en tercera, hacían sobremesas y tertulias con los de primera. Granollers le presentó a señoras o señoritas con las que había ligado ya antes de salir de Las Palmas. Era encantadoramente extrovertido. En cualquier timba se encontraba a gusto. Ya en Sevilla le dijo que le «habían limpiado». Le pidió a Burguillos quinientas pesetas para viajar hasta Alicante. Se las entregó sin dudarlo y sin hablar de devolución… Se dieron un abrazo y, emocionado, le dijo:
—¡Qué buen cura se ha perdido…! Espero que no perdamos contacto. Y lo dicho: pronto te pagaré un largo crucero.
Burguillos le dijo adiós con sentido afecto mientras pensaba: «Uno más, de tanta gente grata y amable como se nos empareja en un trecho del camino».
La noche anterior, una noche estrellada, tras un día de resaca y malestar, y a sabiendas de que yo no era sacerdote, se empeñó en hacerme en la cubierta una confesión biográfica. Un «latín lover, mitad señor, mitad truhán…», pero muy noble. A Burguillos le cayó pronto en las carpetas donde se archivan el nombre, la anécdota, el dato puramente mnemónico. ¡Qué pena! ¡Qué despilfarro de vida! ¡Cuánta gente, llamados a pervivir en el corazón, se le irían congelando en las cámaras del recuerdo histórico!

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