05-05-2008.
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AQUELLA CIUDAD TENÍA EL AIRE DE UN NAVÍO portugués del siglo
XVI anclado en algún puerto de la costa occidental
de África. Era el asombro de los navegantes por sus perfiles
airosos. Era el capítulo primero de la arquitectura
del viento. En la noche oscura se iluminaba con jaulones
de palomas blancas colgados en las esquinas; y sus calles
eran ríos de piedras preciosas que prestaban un resplandor
a los ojos vacíos de las muchachas muertas tras
los miradores de ébano. Una ciudad llena de luna
y frío en pleno trópico, sin guardianes ni ejércitos,
cercada de fruta ardiente y ardientes árboles, y aves
en llamas suspendidas de la frialdad del gesto. Los hombres
iban y venían por los sueños sin cerrar los párpados,
temerosos de penetrar en la muerte de la luz. Sólo una mujer
sin edad, sentada en la proa, ovillaba una madeja
de espuma y entonaba la letanía de las constelaciones.
