17-12-07.
No creo que la Historia sea circular en estricto sentido del diámetro y del sentido del giro, pero sí que debe ser en cierta forma concéntrica. Pues si no, no se entienden las recurrencias y repeticiones que se producen cada ciertos ciclos (¿la Historia es pues cíclica?); se reproducen y vuelven a surgir ideas que se creían ya obsoletas, incluso muertas; surgen o resurgen formas de comportamiento; vuelven (¿o nunca se fueron?) estereotipos, personajes que aparentan clonación de otros, intentos y tendencias… Modas.
Me espanta de alguna forma entender esto que escribo, pues de ello deduzco que «nada es nuevo bajo el sol» (¿ahora lo entiendo?) y que de la misma forma y modo en que me manipularon y jodieron antaño, lo hacen o lo harán hogaño. ¡Leche!: que deberé admitir con resignado fatalismo que el aparente movimiento hacia el progreso no es en realidad más que una toma de fuerza para iniciar el de regreso.
En aquellos tiempos en que uno era un chaval, y luego algo mocico, existían los sermoneros y sermoneras de oficio y los salvadores o salvadoras de esencias, morales y patrias, que te bombardeaban las tiernas o deficientes meninges con sus continuas y continuadas letanías. En aquellos tiempos uno se chupaba los rosarios, padrenuestros y avemarías, misas cantadas o no, latinas, ejercicios espirituales, catecismo a bancarga, cánticos patrióticos y otros manejos en aras y de la mano de quienes vivían del sistema, por el sistema, y se alzaban en incuestionables hitos de nuestro discurrir.
—¡Ea! —se pensaba uno—, si alguna vez esto cambia (se nos cuenta que cambió) nos veremos liberados de tanta tutela, tanto manejo, tanto guiarnos en lo que debemos pensar, decir, enseñar…
¡Bendito cambio deseado que nos llevaría a ser hombres y mujeres libres! Si los saltos históricos se propiciaban por los deseos del cambio, estábamos seguros de que, deseándolo, llegaríamos a algo mejor. Pensábamos. Deseábamos. Lo creíamos.
A lo largo y ancho (y otras dimensiones relativas) de estas décadas, el ingenuo librepensador en potencia que había en mí se ha quedado en eso: potencia, que no acto. Pronto se dio cuenta (y cada día que pasa más) de que surgieron (al par que los de antaño desaparecían) otros brotes que se tornaron espesa maleza, nuevas plantas en apariencia evolucionadas de las antiguas, que volvían a oprimirle.
Ahora tenemos estupendos y estupendas propagandistas de consignas, ideas, movimientos, asociaciones, colectivos y otros entes y entidades que nos bombardean cada día con sus tabarras. Celebran o conmemoran (es un decir, claro) cada efeméride consignada, con fervor, y así lo van predicando (¡ahí los rasgos atávicos!, la religión que siempre aparece de una forma u otra); la imponen o tratan de imponer a todos los de su alrededor y áreas de influencia o trabajo; se hacen para ello con los controles necesarios (que otros, aceptémoslo, les ceden sin rechistar) de vocalías, coordinaciones, asesorías y otros mecanismos y garitos donde meter mano y baza; y desde ahí marcan las líneas de acción. Con entusiasmo proselitista van a por todas ¡y no se cohíben, oiga…! Misioneros y misioneras de las buenas nuevas, inventadas para mayor justificación de su existencia (de ellos y ellas y de los que mantienen el tingladillo). Hay quienes buscan tras esas tapaderas claros beneficios.
Cuidado, no desbarremos. Es bueno, a veces, advertir, propagar, fomentar ciertas sensibilidades ante las realidades sangrantes, ante las injusticias flagrantes. Bueno, en cuanto se trate de inculcar unos derechos y unos deberes de ciudadanía total o la protección de sectores totalmente indefensos. Pero sin la aberración de la hipertrofia, de la institucionalización y burocratización uniformante y obligatoria.
Los idealistas de antaño y hogaño, gatos escaldados, los vemos venir y salimos corriendo. Lo reconozco: es que huimos vergonzosamente como conejos, en vez de hacerles frente (¿se les podía hacer antes?, ¿no?; pues tampoco ahora). No cantamos las verdades del barquero, nosotros que nos denominábamos o nos creíamos hombres y mujeres libres; verdades que revelarían que es mejor siempre un trabajo honrado y bien hecho, el que se debe hacer y para el que se está nombrado; la verdad de que es más importante la libertad de decisión, de pensamiento, de elección…, que la imposición de las mismas. La verdad de que se pierden, se dispersan en demostraciones de eficacias ineficaces a la corta y a la larga…
Yo abogaría por la supresión de tanto apartado, grupo y grupúsculo, idea y proyecto que nos asedia, por ejemplo en los centros de enseñanza (a veces de una indeterminación más que peregrina), para, de una puñetera vez, centrarnos en los esfuerzos de lograr una enseñanza y educación mucho más eficaces. Se ganaría en resultados, gestión y racionalidad.
Pero me da que no; que son cosas necesarias para mantener clientelas y agradecimientos; que solo son trampolines mediáticos y sociales e incluso laborales. Por lo tanto, los hombres y las mujeres que nos considerábamos libres, volveremos a callar.