18-10-07.
A Burguillos, el Seminario Diocesano se le quedó muy rezagado en el tiempo y muy plano en alicientes. Sinceramente, nada seductor recordaba de aquella porción de su juventud sin viñetas y todo en gris… Y por más que rebuscaba y cribaba, no conseguía logros dignos de recuerdo. Risas, jolgorios y… su pena. Resoplidos de una gaita cargada de aire que pudieron o que debieron haber sido música, melodía. Al primer vistazo, del Seminario sólo conservaba una mella en los bronquios. Consciente del tiempo perdido, pensaba acotar esos años; poco más que con dos fechas. Como en las losas del cementerio. Día de la llegada y día de la partida. A pesar de todo, metió las manos en la orza. Y qué buena harina había…
¡Cuántas cosas revivió! Por ejemplo, que jamás el sol pasa en vano por la vida de los mortales. Que, cuando la vida se nos achica por falta de días, hay que recuperar todo lo vivido. Buscarlo, apropiárnoslo, reconocerlo como se reconoce a un hijo natural desvalido. Y tenemos que hacernos con ello como parte integrante de nuestra vida. Que, al fin y al cabo, nosotros, a gusto o disgusto, acertados o equivocados, nosotros hicimos esa vida. Fuimos sus protagonistas. El pasado, por doloroso, estéril y hasta vergonzante, hay que empalmarlo a la cuerda de la vida. Que toda vida es corta…
Fue ya en tercero de Filosofía cuando el desencanto, larvado y difuso, se desembozó en forma de duda acuciante. «¿Era en realidad su vocación auténtica? ‑se preguntaba Burguillos‑. Y, aunque lo fuera, ¿se correspondían sus disposiciones con los ministerios inherentes al sacerdocio?». Y se rebuscaba rasgos desafortunados como quien busca las uvas pochas en un racimo. Su temblor intencional, por ejemplo, que ya le coartaba humillante… Y seguía arrancándose posibilidades, a punto de quedarse como un rampojo… Era una duda cruel. Era quedarse sin camino… Se le caían a los pies sueños e ideales. En el fondo era un auténtico conflicto entre las tensiones liberalizadoras del crecimiento contra la inercia de una vida anémica, desnortada.
Como otras veces, Burguillos acudió a don Eugenio con sus alforjas llenas de penas y dudas. Don Eugenio las desestimó con aplomo. Pero Burguillos, espíritu de trama complicada y cavilosa, no se quedó tranquilo. Y, a la chita callando, trasfirió su preocupación a un canónigo virtuoso y sabio. Se dio cuenta, en esa y en los calvarios sucesivos de consultas, que todos manejaban el mismo vademécum. El mismo formulario de preguntas. Castidad, piedad, obediencia, libertad… Y, a tono, el diagnóstico y la propina de ánimos y augurios estelares. Al fin y al cabo, pertenecía al mundo de los predilectos, segregati a plebe… Pero nunca nadie le buceó, a ver si se encontraba entusiasmado con el sacerdocio como forma de vida. Si le ayudaba a crecer. Si se sentía alegre, seguro y expansivo, como quien encontró lo que anhelaba. Ni consejeros espirituales ni psiquiatras de aquellas fechas bajaban, desnudos de apriorismos, a buscar el problema del paciente. Y, así, mal podían observarle desde el punto de vista de quien encarnaba el problema. El posible conflicto larvado entre su yo y el medio.
«Señor canónigo, ‑pensaba‑ que a mí, más que el segratus a plebe, me interesa hallarme elementalmente reconciliado conmigo mismo y mi destino». Y persistía en su duda. Porque, ciertamente, no estaba seguro de tener vocación, pero tampoco lo estaba de no tenerla… Un día, en un arrechucho, Burguillos consiguió de don Eugenio que le dejara acudir al doctor Villacián, el afamado psiquiatra. No le preguntó por su comportamiento, trayectoria o principios rectores de su conducta. Le recetó tandas de inyecciones, algunos reconstituyentes y poco más…
Al final del tratamiento, le dijo que su problema no requería de sus servicios. Lo que afianzó a don Eugenio en su teoría: «La solución ideal pasaba por una vida espiritual más intensa y un gran entusiasmo por el sacerdocio». Pero Burguillos seguía en sus trece. Aunque parecía estar perfectamente integrado en el grupo, la jovialidad que manifestaba era pura compensación de su vacío: una forma de recatar su soledad interior. En rigor era un desadaptado.
Sus quintos y amigos del pueblo ya eran encajados padres y esposos. Él, a sus veinticuatro años, era un minus habens sin ilusiones, sin proyectos ni futuro. Tentado estuvo de recluirse en un monasterio como hermano apagavelas.
Muchas veces había oído Burguillos que el hombre es lo que ama; porque el objeto amado va trasformando al amante. Pura ley de la identificación. Pero entonces, por qué a él el sacerdocio, que lo valoraba como la misión más alta para el ser humano, ¿por qué a él, en vez de trasformarle, le arrugaba?
Tuvo que echarle y le echó agallas; y sin encomendarse a don Eugenio ni al doctor Villacián, a solas en la capilla y a su modo, se hizo reiteradas introspecciones. Procuraba entrar en cueros vivos. Sin adherencias de consejos, vergüenzas ni pietismos sentimentales. No estaba seguro de si Dios le oiría o si se ofendería de su descaro: «Señor, ‑le decía‑, hace años que no se me cae de la boca el Domine, fac ut videam… ¿Esque vas a consentir que pierda la vida en penumbra, esterilidad y dolor…? Busco respuestas, Dios mío. ¿Por qué mi duda? ¿Por qué mi desencanto y mi miedo al sacerdocio?».
Y, si no a la primera llorera y sin tanto énfasis, pensó que obtuvo respuestas. Pero que no le encajaban, porque implicaban valentía para apechar con la responsabilidad de su vida, dentro o fuera del Seminario. Y Burguillos no creía tenerla. Comprendió entonces que no crecía, porque todo crecimiento supone abandono y desgarro. Y recordaba, de sus años de guardaviñas, con qué dificultad se desprendían las culebras de su piel vieja y cómo se quedaban blanduzcas e indefensas. Mas, al poco tiempo, se rehacían y eran ya más grandes y más hermosas…
Pero como Burguillos no se decidía a crecer, a decidir, a enfrentarse con su propia realidad, se hizo entonces experto en la confección habilidosa de caretas, abanicos, rodelas, biombos… De todo lo que sirviera para ocultar lo precario, lo inconsistente de su personalidad. No eran más que mecanismos o cuquerías que, en su caso, implicaban el reconocimiento de una situación desestimable y desestabilizadora. Mal momento para dar con su ecuación personal. Además, las experiencias negativas le pesaban como cataclismos. Aquel invierno de tenebra, por ejemplo; cuando tanto llegó a pesarle la vida que le arruinó la imagen de aquel mocete valioso y valiente de Murguía y Pamplona.
Pero ni eso, ni los primeros tiempos de Carrión, ni los escrúpulos y el recuerdo perturbador de Josefina le impidieron a Burguillos intentar la restauración y revalorización de su maltratado egoconcepto. A ello le ayudaba, mezclando vanidad y gozo objetivo, recordar, por ejemplo, que en San Zoilo no hubo acto público de importancia en el que él no declamase sus propios escritos. Era un leve, pero legítimo asidero para mantener a flote algo de su autoestima. Pero, lo que realmente para Burguillos había sido la dimisión de un ideal, que le había trasformado la vida, ocurrió en el bloqueo del noviciado. Y no había sido por falta de dotes. Era por una cosita de nada, una indecisión… Una vez más, supo o sospechó vagamente que era el rechazo a amarrarse con un compromiso. Vislumbró que podía interferir seriamente en sus aspiraciones a la vida religiosa. Mas nunca pensó que podría extenderse, incluso, a determinaciones de la voluntad menos trascendentes.
Su retorno a Carrión fue francamente desacertado. Burguillos tuvo consuelos, pero no cauterios. Por más que se negaba a arriar el ideal, su ingreso en el Seminario vallisoletano no fue más que un rodeo engañoso para demorar el encuentro, el afrontamiento con su realidad. Los jugueteos y engañifas con la verdad, con la realidad, aunque se tramen en las cavernas del inconsciente, siempre acarrean desastres.
Muy a posteriori, y acaso haciendo análisis baratos, Burguillos creyó que quizá se enrocara en defender a ultranza un ideal poco contrastado. Y jugó a creer que en esa sospechosa tensión apasionada había una presión del inconsciente para no desvelar la evanescencia de un sueño. O, quién sabe, si por no asimilar una frustración; o quizá, por no lanzarse a la arena, allí donde se lidiaba la vida. Sea como fuere, el Seminario entró en ese juego de factores defensivos. Y, a pesar de ser camisa que nunca se le pegó al cuerpo, después del rudo destete del noviciado, el Seminario fue para Burguillos como un regazo protector.
No consiguió liberarse de la sensación de vacío que le aquejaba, ni de sus vivencias de inseguridad. Pero, sin proponérselo, algo iba tirando de él, para evitar que se hundiera en una actitud cerrada, autista. Y, casi sin advertirlo, Burguillos atemperaba la rigidez de su estado, buscando agarraderos, situaciones supletorias como, por ejemplo, su gran capacidad de comunicación. Sin conocerlas, estaba viviendo las teorías adlerianas de la compensación.
La naturaleza y sus recursos le impidieron encallar definitivamente en un sentimiento de inferioridad insalvable. Esa compensación sustitutiva le estimulaba el afloramiento de sus disposiciones preponderantes. En ellas, Burguillos, de alguna manera, compensaba su devaluada imagen. Y se concretaban dentro de la cotidianidad de un Seminario o en una buena comunicación, salpimentada de humorismo y cordialidad. Y cuando se le brindaba la ocasión de lucir sus capacidades escénicas, se volcaba. Entonces había hipercompensación. En su trato normal, llegó a percibir que tenía verdaderas dotes de influencia. Hecho que, a veces, tanto preocupó a los Superiores. Era clamoreo de pulsiones desoídas, profundas, que le demandaban otras trayectorias vitales… Con sinceridad oficial, Burguillos vivía orientado hacia un ideal que no le estimulaba, que no incidía positivamente en cambiarle la vida. Si el núcleo de la vida es un propósito estable, cuya realización condiciona tiempo, energía y entusiasmo, a él le faltaba. Y esta carencia de intencionalidad, de anhelo, le impedía crecer.
Si por sus frutos se juzgan los árboles, a los humanos se les ha de juzgar por las manifestaciones, eficientes o ineficientes, normales o anormales, de su vivir. En el proceso vital de personas normales el crecimiento, el desarrollo no se estanca ni en las adversidades. Es fluido y flexible. Hay afán de superación, actitud de lucha y afrontamiento de la realidad. Poco margen para el escapismo. Por el contrario, en las vidas de evolución o estancamiento anormales, hay rigidez, fijación ‑cuando no regresión‑, en el proceso de individuación y desarrollo. Y, entonces, predomina la actitud defensiva sobre el enfrentamiento. En los primeros hay salud, bienestar. Realización. En los otros, enfermedad, malestar, dejación… Burguillos ‑desgraciadamente‑, militó y padeció en esta segunda clase.