El seminarista

01-07-07.
Me desperté sobresaltado.
¿Había gritado yo o lo habían hecho otros? Me di cuenta de que el sobresalto obedecía no a un grito, tal vez realmente producido, sino a un fuerte dolor que me subía del brazo izquierdo.
Estaba oscuro, muy oscuro. Y silencioso. Sabía que era una cama donde me encontraba tendido por las sábanas que me cubrían, por la profundidad de la almohada. Y, posiblemente, en un hospital, pues olía fuertemente a desinfectante, a yodo. El dolor también provenía de la cabeza y del pecho. De todo el cuerpo. El brazo estaba inmovilizado y cubierto de vendas rígidas, pero el más leve movimiento me producía un sufrimiento mayor que el anterior.

Se iba acostumbrando mi vista a la habitación. La leve luz provenía del frente, de una puerta o ventana encristalada, con las cortinas echadas. El lado de la cama se entreveía una mesa con una especie de jarrón. No había nada más, o al menos yo no lo veía. Múltiples lucecitas, móviles y ligeras, surcaban la oscuridad.
Empecé a recordar.
Nos habíamos levantado de madrugada como todos los días. En el dormitorio corrido, frío y grande, donde nuestras camas parecían navegar sin rumbo pero ordenadamente, como una escuadra al pairo, aún sin salir el sol ya estábamos de rodillas cada uno al lado de su lecho rezando las primeras oraciones del día. Todo seguía la misma rutina, a la que ya nos habíamos acostumbrado, monótona y a veces insulsa, sin sentido, opaca y triste.
Éramos treinta y cinco muchachos de todos los lugares de España. Nos habíamos congregado en esta ciudad, pisada por el Beato Juan de Ávila, donde su prédica fructificó plenamente. A la sombra de su solitaria Catedral, en el desierto Palacio Episcopal, se instaló un seminario de formación de sacerdotes seculares, pero sometidos a cierta disciplina al estilo jesuítico. Costeados las más de las veces por los curas o personas pudientes de nuestros pueblos, habíamos llegado hasta aquí para hacer la carrera eclesiástica. La única que nos podían permitir nuestras circunstancias y la arraigada costumbre. Para salir de las aldeas de Castilla donde el porvenir era una mísera vida arrastrando el arado o pastoreando rebaños, o sentando plaza en el Ejército, se buscaba un “padrino” que piadosamente costease los estudios de cura.
Provenía de los páramos de Castilla la Vieja, de una aldea pequeña casi abandonada, rodeada de tierras secas y duras de labrar. Cuando marché al Sur, creía que todo cambiaría para mí. Poco pude gozar de la variedad de sus paisajes, de la gracia de sus gentes, de su luz…
Aquel pueblo era Castilla trasplantada a Andalucía. Salvo en la variada orografía que lo rodeaba, tanto sus habitantes como su clima se parecían demasiado a las tierras que dejé. Los días pasaban húmedos, grises, con una lluvia pertinaz y constante que solo cedía al viento frío del norte, de un frío seco, cortante. La transición al verano era breve, cayendo pronto un sol de plomo que derretía y secaba plantas, arroyos, mentes.
Secos, austeros, umbríos, poco proclives a la comunicación, al intercambio espontáneo. Excesivamente rigoristas, celosos de las buenas costumbres, sobre todo de las que eran más externas, de la casa hacia fuera. Así eran sus moradores.
Los seminaristas estábamos bien seguros en cuanto a nuestra vida espiritual se trataba. Solo que, de tarde en tarde, por no se sabe qué misterios y artimañas del Maligno, se conocía el caso de alguno del seminario que abandonaba con urgencia sus paredes para huir con una señorita de buena sociedad que “¡mire usted por dónde, cómo íbamos a pensarlo!…”.
Aquella mañana, ya vestidos y lavados, observamos en el comedor un desacostumbrado nerviosismo entre el Rector y los demás padres. Pero era normal que nosotros no tuviésemos que saber nada. Así que acudimos a las clases con entera normalidad. La primera era la clase de Filosofía. Hacia el final de la misma nos sobresaltó un estampido seco y fuerte. Siguieron de inmediato golpes en las puertas, apremiantes. Y un difuso clamor y griterío. Por la parte del jardín, de la zona trasera, vimos llegar varios hombres, alguno armado, que corrían hacia el interior del edificio. Uno, al pasar por donde había una hornacina con un San Miguel, se entretuvo en derribarla con un palo. El maestro, blanco de pronto y acometido de violento temblor, nos ordenó entre balbuceos apenas audibles que marchásemos a nuestro dormitorio y cerrásemos la puerta fuertemente.
Salimos apresuradamente al pasillo donde se reunían los demás alumnos. Desde los claustros superiores podíamos observar lo que ocurría en el patio.
El Palacio tenía un patio renacentista, típico de los palacios andaluces de la época. Alrededor de su fuente, blanca de mármoles, se levantaban los claustros de arcadas de medio punto, sobre ligeras y bellísimas columnas también de mármol blanco. Escudos y medallones dividían los espacios, confiriendo aún más gracia y ligereza al conjunto. Una escalera marmórea, de largos y anchos trancos negros, permitía el acceso al claustro superior donde nos encontrábamos.
Con asombro y curiosidad contemplamos un indeterminado número de personas, hombres y algunas mujeres que, blandiendo palos, pistolas o fusiles y gritando como desaforados, se lanzaban adentro. De pronto el Padre Prefecto bajó por la escalera de los dormitorios de profesores, con las manos abiertas, tratando de detener la marea humana. Lo que siguió fue horroroso. Un culatazo lo lanzó al suelo e inmediatamente fue rodeado y ocultado entre la masa. Al abrirse el grupo, descubrimos el cuerpo, entre mezcla de negro, blanco y rojo en confusión informe, como pegado al suelo.
Al punto comprendimos en toda su crudeza lo que estaba sucediendo. Sin ocuparnos de nada más que de nosotros mismos, corrimos por los pasillos de los dormitorios. Los grupos, numerosos al principio, poco a poco se iban desperdigando, cada cual buscando su seguridad. Se perdió toda noción, no digo ya de solidaridad cristiana, sino de la mínima unión que hubiese significado resistencia, protección común. Cual los Apóstoles huyeron en la noche triste de Getsemaní, así huíamos todos sin cuidarnos de compañeros, profesores, objetos personales o sagrados.
En una carrera desenfrenada, salí hacia las cocinas al observar que el grueso de los atacantes giraba hacia la iglesia. Allí pensaba ocultarme: en la despensa o en la leñera. Tres compañeros, avisados de sus instintos, siguieron tras de mí.
No había nadie. Sin encender las luces nos procuramos esconder. A ninguno se nos ocurrió coger uno de los grandes cuchillos que colgaban de la pared. Por casualidad, que luego comprendí salvadora, en vez de meterme en la despensa salí hacia la leñera, que tenía una puerta accesoria. Esperé, conteniendo el aliento, oculto entre troncos de olivo, olorosos, frescos. Las sienes me latían y un fuerte sudor caía sobre mi frente. Silencio. Eterno, desesperante y a la vez aliviador.
Se empezaron a oír golpes. Pasos precipitados. Yo no veía nada, pero podía imaginarme de dónde provenían. La puerta de la cocina fue fuertemente empujada. Noté que encendían las luces.
—¡Si no encontramos “cerdos” para despanzurrar, por lo menos encontraremos lo que guardaban para comer!
Comprendí el error de los que se ocultaron en la despensa.
—¡Eh, aquí hay dos “cochinos”!
—¡Vamos, fuera!
Ruidos de forcejeo. Golpes secos, sordos, amortiguados en las carnes, por las ropas. Ni un grito al principio. Cacharros que caían, botellas o menaje que se rompía o que era roto a propósito. Estruendo de vidrios. No me movía.
Un grito fuerte, definitivo, un alarido de hombre muerto.
—¡No los matéis aquí!, ¡quietos!
—¡Sácalo al patio, leche!
—Yo vi a alguno más que venía hacia aquí. Buscad bien.
—¡Qué bien se alimentaban los cabrones, con la hambre[1] que hay por ahí! Manda a buscar unos serones y echamos todo lo que hay ahí. Que cada uno coja algo, pero que no se note mucho, ¿de acuerdo?
—¡Ea, muchachos, mirad aquí! ¡Tenemos el “pavo” en el horno!
Me imaginé que al tercero lo habían localizado. ¿Cómo se le pudo ocurrir meterse allí?
Golpes contra el hierro colado del hogar. Llanto cada vez más fuerte, más desesperado, mezclado de súplicas y gritos en modulaciones alternas, según el dolor, la esperanza o el miedo dominantes. Mi pánico iba en aumento, tal que me costaba trabajo controlar el grito que quería escapar de mi boca. Yo no lo controlaba, era el mismo pánico quien lo provocaba y a la vez lo ahogaba.
—¡Ja, ja, ja, ja…, hay que buscar leña y asarlo! —gritó uno, con voz que me sonó a sentencia.
No esperé más.
Me incorporé y salté sobre la tranca que bloqueaba la puerta de la calle. La alcé precipitadamente y abrí de golpe el portón. El ruido alertó a los sayones. Detrás de mí oí gritos, voces y maldiciones imposibles de repetir.
—¡Coño, que se escapa un “cuervo”! ¡Cogerlo[2], hijos de puta! ¡Me cago en Dios!
Al extremo de la calleja había dos milicianos, pendientes de una camioneta, que encararon sus fusiles hacia mí. Me tiré contra la acera buscando la protección de las casas. Los disparos, retumbando en la oscura calle, se perdieron. Dándome la vuelta eché a correr, subiéndome la sotana, con toda mi alma. Sonaban carreras en mi busca.
Las calles por las que tantas veces habíamos paseado, solitarias y estrechas, sinuosas, de claro origen medieval, que estaban destinadas al recogimiento, a la meditación y a la paz de espíritu, se convertían ahora en una ratonera para mí. Si me equivocaba, me podía meter en uno de aquellos fondos de saco sin salida alguna, donde irremisiblemente sería capturado.
Esperaba que algún vecino tuviese la caridad de ayudarme y me escondiera. Pero no se veía un alma. Todas las puertas cerradas, todas las ventanas oscuras. Me dolía el costado, me faltaba la respiración. Resbalé y caí. Me desollé las palmas de las manos. Cuando me reincorporaba, un mazazo se descargó en mi espalda. Volví a caer, con los brazos abiertos sobre las lajas de piedra. Me llovieron puntapiés y palos. Traté de protegerme lo mejor posible, sobre todo la cara, la cabeza.
Dos de ellos se empleaban a fondo, mientras me insultaban. Los otros tres amagaban los golpes o se mantenían un poco a la espera. Trataron de incorporarme. En una reacción imprevista, no meditada, salida del instinto de supervivencia, aproveché para darle una patada en la entrepierna al que tenía enfrente. Cayó redondo. Esta sorpresa me sirvió para volver a salir corriendo. Por desgracia también para aumentar la ira de mis perseguidores. Cuando volvieron a alcanzarme recibí un culatazo en la cabeza. Perdí la conciencia de lo que sucedía. No sentía ya nada.
—¡Bueno, veamos cómo anda el enfermo!
Un vozarrón enorme acompañó la apertura brusca de la puerta de la habitación. Penetraron por ella dos personas, una con una bata blanca, la otra con traje.
El de la bata blanca era joven, casi de mi edad. Delgado, bajito y muy moreno. Su pelo rizado brillaba, seguramente untado de gomina. Tenía la cara marcada por un bigotillo fino muy cuidado. Todo su aspecto indicaba compostura y acicalamiento.
El otro era grueso, fuerte. Imponía su humanidad, que se hacía notar, por encima de otras notas. Su traje cruzado a rayas, algo descuidado, su corbata con pasador y su cara redonda y jovial eran sus complementos. Avanzó decididamente hasta la cama y apretó el pulsador de la luz que había en la cabecera.
Me destapó y empezó a palpar y a observar mis heridas, en silencio, con el ceño fruncido. El otro se mantenía también, callado, al lado opuesto de la cama. Aunque sus manos se movían con cierto cuidado, cada vez que me tocaba o movía me producía dolores agudos que yo trataba de aguantar, sin quejas.
Mientras, charlaba para sí, pero en voz alta.
—Bueno, bueno, no nos lo han dejado mal… Este con algunos días de reposo y arreglándole ese brazo se queda hecho un león. Buen trabajo Sepúlveda. Dentro de unos días lo trasladáis al hospital y allí lo apañaré[3]. No han podido acabar con todos, esos criminales. ¡Has tenido más suerte que otros, muchacho! De todos modos te diré que tenemos aquí a tres más y que escondidos en algunas casas quedan varios. Os juntaremos en el hospital cuando escampe el temporal[4]. Luego ya veremos dónde os metemos. No te preocupes de nada y a curarse. ¡Ah, déjate crecer el pelo y olvídate de las sotanas!
Se retiró un poco con el otro y charlaron más bajo, seguramente indicándole qué debía hacerse. Al hablar gesticulaba, no dejaba quietos sus brazos, sus manos. Salieron dejando la puerta abierta. Por su hueco pude ver el trozo de un amplio pasillo luminoso, con cristaleras grandes y baldosas blancas y negras, como un ajedrez.
Tal vez fuésemos eso, figuras de un ajedrez, peones a los que tocaba perder en la jugada del destino. Tal vez no éramos ni nosotros ni ellos dueños de nuestras vidas, solo piezas que alguien movía a su antojo y voluntad decidiendo según su gusto o estado emocional quiénes debían atacar y quiénes defenderse; quiénes caían y quiénes salían victoriosos. A lo peor, el absurdo de la vida se limitaba solo a eso.
Ya hacía tiempo que las dudas me mortificaban. Desde el segundo año en el seminario. Traspasada la adolescencia, en donde aún mi espíritu infantil se mantuvo intacto, la juventud con sus efectos devastadores propició no solo un cambio físico de inevitables conflictos, sino también la madurez de mi entendimiento, creciendo en la crítica y el cuestionamiento de todo lo que se me enseñaba.
Las verdades evidentes, para mí no lo eran tanto.
Lo establecido como indudable, como dogma de fe, me producía inquietud y desasosiego. Encontraba sin fundamento tantas afirmaciones arbitrarias, por el solo hecho de venir de la Autoridad, la Infalibilidad, la Tradición de la Iglesia… Mis dudas metódicas aprendí a callármelas y a contestármelas yo solo. A lo sumo, en secreta confianza, las compartía y comparaba con las de otros, contrastando afirmaciones, negaciones, argumentos, buscando la luz. Entre el profesorado era imposible encontrar a alguno con la suficiente lucidez y atrevimiento. La experiencia de otros nos demostraba lo poco dispuestos que estaban para variar sus dogmas, sus obsesiones, sus criterios obsoletos y absolutos. Su comodidad.
¿Era de extrañar que nunca conquistasen el alma del pueblo llano…?
Desde el exceso de los actos litúrgicos hasta la asamblea de notables que frecuentaban, desde el mantenimiento de los privilegios de cargos y de caciques en las capillas hasta las asiduas visitas a casas de los potentados, desde la manifiesta buena vida de algunos de ellos hasta la descarada campaña a favor de la derecha más reaccionaria, ¿qué habían hecho los curas para atraerse a los trabajadores?; ¿cómo se podía pensar que Dios hablaba y obraba por sus bocas y actos?; ¿qué Dios sería aquel que permitía ‑no solo permitía‑, que exigía la destrucción, el aniquilamiento, la supresión de todo orgullo y dignidad en los obreros, los asalariados, los pobres?; un Dios que predicaba la humildad y el conformismo como base de una sociedad idealmente cristiana (y socialmente injusta).
No, no eran mis deseos carnales los que me preocupaban, los que daban al traste con mi perdida vocación. Eran los puntos vitales, fundamentales, de una doctrina que me costaba más y más asimilar y creer.
Lo sucedido tal vez significase mi salida definitiva del seminario. El consejo del médico no iba desacertado.
Pensé en las palabras de éste. Así que había más seminaristas en la clínica, o lo que fuese, donde estaba. Y escondidos, porque habrían tenido más suerte que yo; pero más aún que los que al parecer habían muerto. Tenía que averiguar quiénes eran los que había aquí.
Asomó el de la bata blanca.
Venía fumando en una boquilla, con todo el aspecto de estar en una sala de fiestas, en una reunión de dandis. Detrás de él, una señora de mediana edad, de cara simple, llevando una bandeja con botes, vendas e instrumental de curas. El dandi no cesaba de hablar, riendo y haciendo chistes, sin cerrar el pico, con la boquilla bien sujeta entre los dientes. Olía, aún sobre el olor a alcohol y a yodo, a colonia fresca o masaje. Con manos hábiles curó, vendó y volvió a asegurar el cabestrillo, ayudado alguna vez por la mujer. Me explicó que estaba en la sede local de la Cruz Roja, porque me habían recogido unos camilleros antes de que me rematasen. Que en unos días, de noche, me llevarían al hospital donde las autoridades habían previsto unas camas.
Era el practicante José Sepúlveda, casi siempre de guardia en la Casa de Socorro, alférez sanitario.
Pregunté por mis compañeros.
Me informó que eran tres, dos seminaristas y un cura. Al cura, posiblemente, no lo pudieran sacar de aquí por lo mal que estaba; pero los otros, salvo las magulladuras corrientes, se encontraban en bastante buen estado. Al día siguiente los podría ver: no me supo dar nombres, porque todavía no se los había preguntado, como a mí tampoco. Aprecié dentro de su superficialidad una educación y un respeto que le impedían inmiscuirse groseramente en la vida de los demás. Esperaba de mí que, por propia iniciativa, me presentara.
—Me llamo Leonardo Cifuentes.
—Encantado, Leonardo. ¿De dónde eres?
—De una aldea de Segovia, a la vera de Cuéllar.
—¡Hombre, Segovia! Por allí pasé cuando estaba de estudiante en Madrid. Probé por primera vez el güisqui. ¡Vaya borrachera mala que pillé! En Madrid lo bebíamos para parecernos a los señoritos bien y ligar con alguna que se las diera de lo mismo.
—Yo nunca lo he probado.
—Ni te lo aconsejo.
—¿Qué pasó en el seminario?
—Lo que te puedes figurar. A los que pescaron de lleno, los mataron como a conejos. Varios curas, no sé si cuatro o cinco, y dos de los vuestros; entre ellos uno que medio asaron en el horno de la cocina, los muy bestias. Saquearon la iglesia y las dos capillas. Destrozaron todo lo que pudieron y se llevaron lo que parecía de valor. Los libros, mira tú, ni los tocaron. Entre los chicos heridos y encontrados por ahí, hay unos veinticinco; de los demás, no se sabe nada. El Teniente Valverde sabe cuántos muertos eran, porque los trasladó al cementerio. Por cierto, que es quien te recogió. Como llegaron por fin algunos guardias y los camilleros, se pudo evitar que acabaran prendiendo fuego al edificio y que os quemaran dentro.
Me dolían sus palabras más que las heridas. Me remordía la conciencia. ¿Por qué no había muerto yo también? ¿Por qué no me había sacrificado por Cristo? ¿No lo había negado como San Pedro? En el fondo sabía que era mi infidelidad, mi impiedad, lo que me impedía ser uno de aquellos mártires.
Me estremecí, cuando pensé en el que, siguiéndome, se había metido en el horno. ¿Por qué no fui yo en vez de él? Traté de recordar quién era.
—¿Cómo lograste salir? —me preguntaba Sepúlveda.
—¿Eh?, sí; por la puerta accesoria de la leñera —me adelanté—. Sí, sí, estuve en la cocina y sentí cómo descubrían al del horno. Entonces fue cuando escapé.
—Te libraste por bien poco, entonces, muchacho. Bueno, yo te dejo. Descansa, come lo que te dé María y mañana te vuelvo a ver esto. Si estás en condiciones, podrás ver a los demás. Adiós.
No le contesté. Mi ánimo desfallecía, al recordar todo lo pasado. Sin darme cuenta, me eché a llorar.
Me desperté cuando me traía la comida María.
La acompañaba un sujeto que ella dijo que era su marido y que me incorporó y ayudó a colocarme en la cama. Comí sin apreciar el alimento, pues era poco apreciable. Al estar acabando, apareció un hombre joven, vestido de uniforme con brazalete blanco en el brazo izquierdo.
—¡Entre usted, Valverde! Aquí tiene tan fresco al de ayer.
—Buenas tardes, muchacho, ¿cómo estás?
—Bien, gracias. Le agradezco lo mucho que hizo por mí.
—Ojalá hubiéramos podido hacer lo mismo con los demás. Ya es una suerte lo que ocurrió contigo, porque, si no nos avisan, allí hubieses acabado. Pero bueno, lo importante es que estás a salvo y bien, por lo que veo. Me tengo que ir; que en el trabajo no me ven con buenos ojos por hacer tantas horas fuera. Que te vaya bien.
Salió.
—Es un muchacho excelente —dijo la mujer—. Fíjese que tiene que trabajar y, cuando termina, se viene aquí. Si coge medio día libre o una de fiesta, aquí está. Organiza los servicios, hace salidas cuando los llaman, se preocupa de contactar con quienes pueden aportar o servir para algo… Y honrado a carta cabal.
—¿No es militar?
—¡No, hombre, no! Es voluntario de Cruz Roja, con grado y uniforme, eso sí. Y no cobra ni una peseta.
—Me habían hecho creer que solo los religiosos o los santos podían hacer cosas de ese estilo.
—Hijo, fuera de los conventos hay mucha gente buena; más, te diría yo, que dentro. Lo que está pasando con vosotros ha sucedido siempre en este país. Recuerdo que mi abuelo me contaba historias de no sé qué revoluciones en las que pasaban a cuchillo a los frailes de los conventos. Y, por eso, no se acabaron los frailes, ¿no es verdad?
«Pura lógica de la Historia», pensé.
Y no había estudiado filosofía, ni retórica, ni nada. ¿De qué valía un hombre culto hoy día? ¿Para qué servían tantos estudios y estudiosos, tantos intelectuales…? ¿Dónde estaban ahora los intelectuales? Al empezar los conflictos, habían desaparecido, habían huido. Su puesto lo ocuparon los demagogos, alborotadores, revolucionarios extremos; los alimentadores de bajos instintos, de pasiones y de odios.
El dominio ahora lo tenían las masas, que no pensaban. ¿Habíamos podido, con toda nuestra preparación, pararlas? Se dijo siempre que la razón valía más que la fuerza… ¡Ja; ahora quisiera yo ver a tanto razonable! Nuestra razón se cegó y quedó anulada por el instinto que, en mi caso, me había permitido sobrevivir. ¿Qué discurso poderoso hubiera detenido la masacre? Recordé al Prefecto, sanguinolento, deshecho contra el suelo. Recordé su oratoria poderosa desde el púlpito en las grandes ocasiones, la Cuaresma, el Corpus… Cómo ascendía su verbo, aumentando paulatinamente el tono, retumbando en la nave, lleno de imágenes brillantes, unas veces admonitorias, otras suplicantes, las más, decididas a mostrar la maldad del mundo, de la carne. Todos pecábamos y éramos culpables.
El arrepentimiento y la penitencia quizás, según él, lograsen cambiar en misericordia la santa ira de Dios.
El mundo en el que viví se desmoronaba estrepitosamente. Ya no servía para los tiempos presentes.
Me di cuenta con claridad de mi nueva existencia.

 


 

[1] El hambre, como los marineros que feminizan el mar, por respeto, así los pobres hacen con lo que más han sentido.
[2] Por cogedlo.
[3] Apañar es ‘aderezar o arreglar algo’, en este caso ‘terminar las curas’.
[4] Escampar o descampar el temporal es ‘que se levante y finalice la tormenta’, aquí metafóricamente hablando en cuanto a los sucesos habidos.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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