El libro de mi mujer

 

Mi mujer es una persona, seria, poco habladora y remisa en cumplidos y arrumacos. Cuando el día de su cumpleaños le hago un regalo, me mira, se ríe, me da un beso y me dice: «Muy bien». Y nada más. No se desmaya, ni salta de alegría como sería lo adecuado. Al poco rato, aparece con un paquete en las manos y me lo entrega:
—Toma, es para ti.

Eso es todo. Yo abro el paquete, con sumo cuidado para no estropear el papel ni la cinta de colores y, al contemplar un año más, la corbata, los calcetines o el after shave, le doy un beso y, fingiendo una profunda emoción, le digo que me ha encantado. Incrédula, me contesta subrayando la frase con cierto retintín:
—Como tienes de todo…
Hace unos años, cuando los Príncipes anunciaron oficialmente su compromiso, me regaló el libro Artículos de costumbres de Mariano José de Larra de la colección Austral. A modo de justificación me dijo al entregármelo:
—He buscado El doncel de don Enrique el doliente, pero no lo he encontrado y te he comprado éste. A ver si te gusta.
Reconozco que yo de Larra sabía muy poco; sólo que utilizaba el seudónimo de Fígaro, que escribió Escenas de costumbres, que se suicidó, y que, en su funeral, el joven José Zorrilla leyó aquellos versos que se hicieron famosos:
Que el poeta en su misión,
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
José Zorrilla. Antología Poética, página 67. Colección Austral.
No es mucho saber, pero si la mitad de los españoles admite que no ha leído un libro en su vida, pues tampoco es para morirse de vergüenza. Cuando leo un libro, me gusta subrayarlo y escribir anotaciones marginales, como nos recomendaba don Jesús y, una vez leído, colocarlo en la librería y decirle «hasta luego», porque siempre pienso que lo volveré a necesitar.
Si a mi mujer le había parecido bien seguir los gustos de doña Letizia, en cuestión de obsequios, yo no tenía más remedio que imitar a don Felipe y regalarle un anillo de brillantes. Al verlo, me contestó con gesto de sorpresa y agradecimiento:
—Como yo no tengo sueldo variable, ni dividendos a cuenta…
Y es que ella la riqueza la lleva en el corazón. Con su sueldo hace frente a los gastos de la casa, más o menos, hasta el día veinte de cada mes. Llegada esta fecha, me llama al teléfono móvil:
—Ya estamos a veintidós. Acuérdate.
Ahora, debe estar pensando qué me comprará este año por Navidad, porque esta mañana, intentando aparentar ingenuidad y desinterés, me ha preguntado:
—¿Ya has leído el libro de Larra que te regalé?
—Sí, y me gustó mucho. Precisamente hoy me he acordado de él.
—¿Por qué?
Entonces, le he comentado los discursos de los políticos, durante la celebración del aniversario de la Constitución, el día de ayer. Todos hablan de paz, de progreso, de bienestar social, de modernidad, de futuro, de cohesión, de solidaridad, de consenso, de esperanza en la infancia y en la juventud. En fin, lo de siempre. ¡Ah! Y de la necesidad de atender las necesidades básicas de todos los ciudadanos, sin exclusión.
—Eso deben decirlo por Jaén o por Palencia.
Y es que ella, por estas dos provincias, siente un afecto especial.
Yo he cogido el libro de Larra y le he leído un párrafo que había subrayado con rotulador.
Las buenas son aquellas palabras que no dicen nada de por sí, como por ejemplo: prosperidad, ilustración, justicia, regeneración, siglo, luces, responsabilidad, progreso, reforma, etc. Éstas no tienen un sentido fijo y decisivo: hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro; hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Con ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar; no hay pueblo a quien no se pueda convencer.
Mariano José de Larra. Artículos de costumbres, página 306. Colección Austral.
—¿Qué te parece?
Ella, con esa mezcla de ingenuidad y bondad natural con la que siempre habla, me ha contestado:
—Que es natural que con tantas preocupaciones como tienen con el terrorismo, la economía, la inmigración, los alcaldes, los viajes, los jueces y los periodistas, es lógico que hablen así. No dicen nada pero lo hacen de forma muy agradable.
Y entonces, yo, como sé que hablar de política no le interesa demasiado, he cambiado rápidamente de conversación.
—¿Qué has pensado regalarme este año por Navidad?
—Si no hubieras vendido el local que habías puesto a mi nombre, yo seguiría cobrando cada mes el alquiler y ahora podría comprarte unos gemelos de oro blanco y zafiros, como los que doña Letizia le regaló al príncipe Felipe. ¡Pero como no me toque la lotería…!
Barcelona, 7 de diciembre de 2006.

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