09-03-06.
De lo que le aconteció a una joven en sus primeros escarceos universitarios
Nieves Blanco era una de las chicas más inteligentes del colegio. Nieves Blanco era, eso sí, una chica despistada como ella sola.
‑Cosas de niños inteligentes ‑se consolaba su padre.
‑Esta niña está más ida que un chivo en un garaje ‑interpretaba, más acertadamente algún compañero.
‑Esta niña nos da la sorpresa cuando menos lo pensemos y, con sus despistes, se pierde un día de estos y no le vuelvo a ver el pelo ‑soñaba su madre adoptiva.
Conste, amigo lector, que he dicho ‘madre adoptiva’; porque decir ‘madrastra’, por muy bien que suene en el cuento de Blancanieves, hoy está mal visto y resulta tan inapropiado que sólo se puede pronunciar tal palabrota por aquellos que usan un lenguaje políticamente incorrecto, como se dice ahora de quienes llama al pan, pan y al vino, vino.
Pero como uno pasa por ser un desatinado usuario del lenguaje en esto de la “res pública”, siguiendo la tradición narrativa, voy a llamar ‘madrastra’ a doña Gertrudis, casada en segundas nupcias con don Gumersindo Blanco, padre legítimo y biológico de la protagonista de nuestro relato de hoy.
Dicho esto, retomamos la narración desde el principio. Nieves Blanco, les decía, era la joven más inteligente de su instituto, lo que, unido a su extraordinaria belleza y a sus diecisiete años, hacía de ella la golosina más apetecida por los jóvenes del pueblo, amén de la más envidiada por parte de la gente de su mismo sexo, incluida su propia madrastra.
Que, bien mirado, la madrastra de Nieves apenas era diez años mayor que ella. Y a no ser por los recursos económicos, nada despreciables, de don Gumersindo Blanco, a buenas horas iba ella a unirse en sagrado matrimonio con un señor que podía ser su padre.
Cuando doña Gertrudis tomaba una foto de su hijastra y la comparaba con su propia imagen, reflejada en el espejo, la envidia se apoderaba de ella hasta el punto de que más de un espejo pagó los platos rotos de su envidia cochina. Como si el pobre tuviese culpa de reflejar la cruda realidad que se presentaba ante él. Y conste que la madrastra, aunque madurita, era guapa para dar y repartir, sólo que cualquier comparación con Nieves era odiosa en extremo.
Decidida a poner fin a aquella situación, la madrastra acordó enviarla a estudiar a un colegio de monjas. “Con dos sermones bien planteados, la pazguata ésta va de cabeza a un convento de clausura. ¿Cómo no me enteré a tiempo de que el vejestorio este de Gumersindo tenía una hija?”, se repetía una y otra vez.
Y Nieves fue a parar, a comienzos del curso siguiente, a un Colegio Mayor regentado por monjas. Los primeros días de Facultad fueron de adaptación. Luego resultó que la pazguata, inteligente y despistada muchacha, en cuanto vio de qué iba el ambiente universitario, y gracias a su inteligencia superior, decidió que no habría minuto libre que no aprovechase para tomarse un par de cubatas en la cafetería “Pluma y tintero”, que estaba justo en la esquina de la Facultad.
Fue allí donde entabló amistad con siete amigos, estudiantes de distintas Facultades, quienes, al ver a aquella chiquilla tan linda, sola e inexperta, perdida en los ambientes estudiantiles, se plantearon muy seriamente hacer de ella una joven de provecho, a pesar de las dificultades que ofrecía el hecho de su inocencia, unido, claro está, a la autoridad de la Madre Directora.
‑Aquí, los Siete Magníficos ‑se presentaron los siete integrantes más veteranos y curtidos de La Tuna del Treinta de Febrero.
Entre que Nieves estaba sola y triste como el Colegio Fonseca, y que aquellos siete tunos unían a su simpatía y buena voz una visión nada despreciable del canon de belleza masculino, el caso es que la muchacha pasó a convertirse en madrina principal de la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero.
‑Esa es la fecha en que pensamos concluir nuestros estudios ‑explicaban ante las dudas que planteaba el nombre de La Tuna.
A partir de ahí, las misivas a papá Gumersindo y a la madrastra rebosaban alegría y felicidad, lo que, lógicamente hacía felices a ambos:
‑Si ella es feliz, quiere decir que le va bien ‑comentaba papá.
‑Y yo me alegro inmensamente ‑contestaba la madrastra.
“Cuanto más feliz sea, menos aparecerá por casa, y con un poco de suerte y una beca Erasmus, si no se mete a monja, se larga a Europa y no le vemos el pelo en una buena temporada”, completaba la respuesta en su fuero interno la malvada madrastra.
Sólo se enturbiaban los felices encuentros familiares cuando don Gumersindo sacaba a colación las sordas protestas de la Madre Directora del Colegio Mayor que, puntualmente, llegaban por escrito, aludiendo a la costumbre de estudiar fuera del colegio hasta altas horas de la noche…
“No creo que las dos de la mañana sean horas adecuadas para andar por las calles de la ciudad”, sentenciaba la Madre Directora dos líneas antes de describir el antro llamado “Pluma y tintero”, mientras amenazaba con la posibilidad de que Nieves quedase excluida del Colegio Mayor el siguiente trimestre.
Si bien Nieves sonreía beatíficamente ante tales amenazas, recordando el sabroso cheque bancario que cada primero de mes entregaba en la Secretaría, don Gumersindo se mesaba dramáticamente las tres canas que poblaban su cuero cabelludo, creyendo, en su inocencia, que la Madre Directora estaría dispuesta a renunciar al sobrecito mensual en aras de mantener la rígida disciplina que, sobre el papel, reinaba en el Colegio Mayor Beata Segismunda de Claramount.
‑¡Estudiando la niña! Si serás tú inocente ‑abonaba la madrastra de Nieves la desazón de su marido‑. Esa niña se está convirtiendo en una bala perdida: a un colegio mucho más severo es donde tienes que llevarla. Con lo hermoso que sería tener una monjita de clausura en la familia si volviese al buen redil…
La madrastra de Nieves, convencida de que había que coger el rábano por las hojas lo antes posible, propuso a su marido visitar a la niña y, a la vista del campo de batalla, decidir lo mejor para la muchacha que, lógicamente, sería también lo mejor para ella.
“A esta niñata me la quito de en medio como sea”, se dijo entre dientes y con una sonrisa lobuna que hubiese infundido espanto al mismísimo lobo feroz. Así que, sin encomendarse a nada, padre y madrastra se presentaron en la capital.
Lo primero que hicieron fue visitar el Colegio Mayor. Allí, la Madre Directora los atendió solícitamente e incluso llegó a invitarlos a un vaso de mosto, sin alcohol, con gaseosa. Después de los saludos e introducciones varias, previos a la entrada a saco en el meollo del problema que les había traído a la capital, la tierna monjita, sin poder ocultar un cierto soniquete de envidia cochina, les indicó la cafetería en la que solía reunirse Nieves con sus tunantes amigos.
‑Después de clase suelen entrar a tomarse unas cervezas todos los días en ese antro de perdición ‑acusó.
Siguiendo la opinión de la madrastra, el matrimonio se dirigió inmediatamente al lugar indicado y se sentaron en el lugar más discreto del local.
‑Desde aquí, la veremos entrar y, ocultos tras estos barriles, sabremos de qué pie cojea esta niña ‑dijo doña Gertrudis.
Minutos después, siete jóvenes, entre risas y bromas, tomaban posesión de una mesa próxima a la ocupada por los nuevos clientes. Doña Gertrudis no pudo reprimir una mirada de admiración hacia aquel grupo de estudiantes. “Pues sí que son guapetones los chavales. Y no les llevo más de cuatro o cinco años…”, pensó, mientras se humedecía los labios en un movimiento involuntario de su lengua.
‑Gamberros, eso es lo que son estos niños ‑respondió, rebosando envidia, a una pregunta de su marido.
No pudieron los padres de la muchacha detenerse más en la observación crítica de los jóvenes. Apenas habían salido tres frases hipócritamente despectivas de doña Gertrudis hacia ellos, cuando entró Nieves en la cafetería, soltó los libros de un golpe sobre la mesa ocupada por los chavales y zampó un par de besos al más guapetón. Como si aquel beso hubiese sido un detonante conectado al hígado de la madrastra de Nieves Blanco, la señora comenzó a sentir una cierta sensación de colérico y envidioso ahogo que desembocó en…
Después del ataque de delirium tremens que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.
(Continúa).
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