Nieves Blanco y los Siete Magníficos, y 8

18-06-06.
POR SAN BLAS, LA CIGÜEÑA VERÁS
Blas, a pesar de su sempiterna sonrisa de payaso travieso, sabía estar a las duras y a las maduras cuando hacía falta. De eso, nadie tenía la menor duda. Aquella tarde, cuando las cosas se pusieron serias, el primer brazo que cayó sobre el hombro de Nieves fue el de Blas.
‑Muchacha… Vaya mal rollo que te quitaste de encima el día que cogiste puerta en tu pueblo.
Nieves miró a Blas en silencio. Fue suficiente para agradecerle aquel mínimo detalle que, no obstante, significó para ella todo un mundo de cariño. Así era Blas: un auténtico “Bufón” capaz de hacerte reír a carcajadas en un duelo y, al mismo tiempo, un tipo con un corazón más grande que la catedral de Sevilla.

Con razón, allá por sus años infantiles, Blas era el ojito derecho de su abuelo. Claro que, en compensación, para su madre “las cosas” de Blas eran un verdadero martirio. Y es que por muy grande que sea una casa de labranza, los bichos son los bichos.
‑Hija, son cosas de niños. Peor sería que se dedicase a apedrearlos ‑dijo un día su abuelo cuando Blas se presentó con dos chuchos callejeros con más pulgas que pelos.
‑Pues menos mal que el niño tiene la bodega para él solo que si no… ‑contestó su madre.
Y era cierto. Desde que el abuelo abandonó el negocio vinatero, Blas se hizo dueño y señor de la bodega. Primero hizo de ella su particular castillo encantado. Allí, entre viejos barriles abandonados y cuatro tinajas, vivió las más terribles batallas que caballero andante haya vivido jamás. Aquellos toneles supieron de conquistadores, bandidos, héroes, dioses y todo tipo de aventuras. Incluso más de un trasero femenino tuvo ocasión de experimentar el primer pellizco en aras de imitar las guerras de los mayores. Y, ni qué decir tiene que más de un rostro masculino tuvo ocasión, igualmente, de comprobar que si bien es cierto que manos blancas no ofenden, sí que causan dolorosas molestias de vez en cuando.
Y como en aquella bodega cabía todo un mundo infantil, una tarde, paseando con su abuelo por el parque, quiso la casualidad que se cruzase en su camino un gorrioncillo caído de un nido.
Dos niños, que lo vieron también, agarraron un par de piedras, dispuestos a hacer del animal un majadillo de plumas. Blas que, afortunadamente, se dio cuenta a tiempo de las intenciones de los dos rufiancillos, se agachó, tomó la primera piedra que encontró a mano y disparó con tal rapidez y buena puntería que, antes de que sus dos potenciales enemigos hubiesen tenido oportunidad de acabar con el pajarillo, la piedra de Blas vino a dar un primer toque de aviso en las costillas de uno de ellos.
El gorrioncillo se convirtió en el primer inquilino de aquella mansión bodegueril que, a partir de ese momento, adquirió una nueva condición: hospital zoológico, hospicio zoológico, hostal zoológico y… Resumiendo: un auténtico parque zoológico. Tan buen corazón tenía Blas que hasta don José, el párroco, comenzó a hacerse ilusiones:
‑Aquí tenemos al futuro párroco de San Antón ‑decía, orgulloso de su feligrés, el buen cura.
‑¿Y por qué no al futuro veterinario comarcal? ‑respondía su padre, calculando la diferencia salarial entre una y otra profesión.
Dicen en el pueblo que el maestro, por aquello de nadar y guardar la ropa, siempre evitó tomar partido por uno u otro bando; que si por un lado venían las bendiciones y el perdón de los pecados, por el otro lo hacían sus buenas morcillas y demás productos cárnicos y agropecuarios que contribuían generosamente a dejar por embustero el dicho aquel que hablaba del hambre de los maestros.
Blas, cuya vocación aún estaba en el aire, acabó por agradecer al maestro su indefinición de la única forma que sabía: se convirtió en la alegría de la clase y, en contra de lo esperado por el chiquillo, en su particular diablo cojuelo.
Esa alegría se mantuvo en el instituto. Su inteligencia se decantó por una chispa humorística que, al fin y al cabo, era la manera de llevar la parte alícuota de su buen corazón a aquel potro de tortura que era para algunos compañeros eso que llaman Bachillerato.
Y como la justicia siempre tiene algo de salomónica, Blas llegó a la conclusión de que lo más parecido a un payaso, atendiendo a la inutilidad de sus palabras, era un filósofo. Así que, llegado el momento de decidir su futuro, se inclinó por los estudios filosóficos.
Como es fácil de suponer, su forma de entender la vida le hizo caer muy pronto en el seno de la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero. Conocedor por experiencia propia de la fama de hambrientos que, merecidamente, tuvimos los estudiantes desde que el tiempo es tiempo, no sentí la menor extrañeza al enterarme de que el mismísimo día de su incorporación al Colegio Mayor, cuando se presentó a sus nuevos compañeros acompañado de un aroma capaz de despertar la mirada voluptuosa del más estoico de los estudiantes, fue admitido y, lógicamente, colocado en sitial preferente.
Y conste que no lo hizo adrede. Sencillamente, Blas no había hecho una maleta en su vida. Y su falta de experiencia le acarreó el establecimiento de unas amistades tan duraderas como lo fuese el producto causante de las mismas. ¿Que cuál fue ese producto? Perdón, no lo había dicho: los buenos olores de una matanza de pueblo que respondían a la presencia, entre libros y ropas, de un par de quilos de morcilla casera y otros tantos de un riquísimo salchichón de la misma procedencia.
Y no es que su aportación cárnica a la hora de matar el hambre de aquella insaciable tropa fuese lo más importante, pero, ciertamente, sí que era lo más celebrado. Su gracia y su buen corazón también se convirtieron en espiritual alimento de aquella “famélica legión”.
Y Nieves, que desde que llegó a la ciudad sólo recibía llamadas de “control”, vio en Blas su “refugium pecatorum”.
Así fue como “Pluma y tintero” se convirtió en confesionario, ateneo y sede sindical de la Agrupación.
‑El día que mi madrastra me vea camino del extranjero, disfrutará más que si me hubiese perdido en el bosque embrujado ‑confesó una tarde Nieves después de una de tantas llamadas en las que doña Gertrudis hizo de su marcha a Europa una cuestión de honor.
‑Ya. Cuando tu madrastra se enamoró de tu padre ¿sabía que en el mundo había una Blancanieves de carne y hueso llamada Nieves Blanco, heredera universal de don Gumersindo Blanco? Ya sabes, uno acaba por pensar mal por sistema…
Total, que entre conversaciones de este jaez y sus buenas dosis de vino, raciones baratas al por mayor y adaptaciones musicales en las cuales alguno que otro de los miembros de la Asociación dejaba traslucir sus amoríos, fueron pasando las tardes.
Fue una de aquellas adaptaciones la que destapó el corazón de Blas cuando, de manera espontánea cantó:
“Enredándose en el viento
van las cintas de mi capa
y cantando a coro dicen
quiéreme Nieves del alma”…
Un silencio cuajado de miraditas y sonrisas firmó lo que para más de uno era un secreto a voces y que, esa tarde, dejó de ser tal secreto: Nieves y Blas se habían enredado en las cintas del amor.
Así rodaban las cosas cuando llegó la tarde aciaga de todos conocida. Recuperado del golpe, don Gumersindo, entre avergonzado por el espectáculo que dio su esposa y preocupado por la gravedad con que ésta fue ingresada, pidió a los compañeros de Nieves que acompañasen a la muchacha al Colegio Mayor mientras él permanecía en el hospital a la espera de noticias.
Después del ataque de delirium tremens que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca. Y esto, a pesar de que en el pueblo se comenta que tanto don Gumersindo como su hija han hecho de ella el objeto de sus mimos y cariños.
Cuando, unos años después de los hechos que hemos narrado, se volvieron a reunir los componentes de la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero, recorrieron las calles del pueblo cantando la última adaptación preparada en honor de dos viejos amigos:
“Hoy va la tuna de gala
cantando y tocando la marcha nupcial.
Suenan campanas de gloria
que dejan desierta la Universidad,
y allá en el templo, nuestra Nieves Blanco
con Blas el “Bufón” hoy se va a casar:
la muchachita melosa, melosa
oyendo esta copla, ya no llorará”…
 

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