Reflexiones garbanceras

La lectura de los cuatro artículos de José del Moral de la Vega —de quien bien me acuerdo y a quien envío un saludo muy afectuoso— me ha inundado de regocijo y asombro. Asombro, porque en muy pocas ocasiones, en tiempos modernos, había leído tan encendidas loas al garbanzo. Asombro, porque se nota que al amigo Del Moral ¡le gustan los garbanzos! y, como insinúo más abajo, sus panegíricos garbanciles parecen residuos de un antiguo síndrome de Estocolmo. Pero, ¿quién soy yo para contradecir a Dioscórides, al Dr. Laguna y a Ivan de Sorapán juntos? Los garbanzos deben ser buenos para todo, para bajar la colesterinemia, prevenir la diverticulitis (¡Dios, qué palabros!), aliviar la impotencia. A mí, la verdad, me gustan los garbanzos pero yo es que albergo unos ramalazos masoquísticos que ya ni me esfuerzo por desechar.

El garbanzo actual se parece muy poco al de nuestra infancia y juventud. La mayoría de los garbanzos del mercado español, no son españoles; se importan de México y Turquía y son excesivamente blandos, tanto que se deshacen a poco que te descuides. Los de Fuentesaúco, nos son de Fuentesaúco ni los Pedrosillanos de su sitio. Yo prefiero los garbanzos andaluces (los que compro los crían en Toledo), que, al ser más grandes, tardan más en cocerse, proceso necesario para que los sabores de los diferentes ingredientes del cocido se mezclen como Dios manda.
Se ha dicho que el cocido español de garbanzos es uno de los platos más democráticos que existen. Lo tomaban los reyes y los pobres. Claro que sólo los garbanzos constituían el común denominador para ambos cocidos. Lo que sí se puede afirmar es que el único cocido medianamente saludable (como para incluirlo en ese concepto tan etéreo e impreciso de “dieta mediterránea”) era el de los pobres, ése que hacía las necesarias innecesarias. El cocido madrileño, con tocino y falda y hueso de cadera de vaca, da para una sopa que te puede taponar la mitad de las arterias de una sentada. Cocidos a la gallega, con unto ahumado, nos preparan para una mejor vida. Y ya, si a la edad que vamos teniendo, cometemos la osadía de engullir un cocido maragato, mejor que giremos visita previa al notario para no dejar desasistidos así de pronto a nuestros hijos naturales. Hay por allí abajo, creo que por Málaga, un cocido de garbanzos bastante más fluido, ligero y mediterráneo (es que son más pobres) delicadamente perfumado con hierbabuena. Mucho más saludable resulta el potaje de cuaresma en el que los garbanzos tiene por compañía, sobre la base de un sofrito, puñado de espinacas, raspa de bacalao y huevos duros (está más sabroso si se añaden esas bolas hechas de miga de pan empapada de huevo batido y fritas en aceite de oliva pelín fuerte).
Siempre me pregunté por qué han sido los garbanzos, y en general las legumbres secas, nuestro plato nacional. ¿Será verdad que los trajeron los siete varones apostólicos como José del Moral insinúa? A lo mejor es cierto pues algo de milagroso hay en todo esto, empezando por el hecho de que después de tomarlos con fruición durante tantos siglos, todavía podamos contarlo. Y es que siento discrepar de la valoración nutricional que José del Moral hace de los garbanzos. Son, como todas las legumbres secas, ricos en proteínas, pero son particularmente pobres en ciertos aminoácidos esenciales cuya ingesta es del todo necesaria para el crecimiento del niño. No creo desvelar nada si digo que han sido los garbanzos los máximos responsables de que los españoles de entonces y de antes fuéramos pequeñitos y escuchimizaos.
Allá a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, nosotros en la Safa comíamos a mediodía cocido de garbanzos seis días a la semana. Para cena, alternábanse las judías pintas con las lentejas castellanas. (Sólo a guisa de inciso autocomplaciente. La noche que tocaba judías podían pasar dos cosas: una buena, que estuviera don Lisardo; u otra mala, que estuviera don Francisco Gallego. ¿Alguien se acuerda por qué?).
En el cocido, los garbanzos, junto con trozos de patata, nadaban en un líquido apto para el riego hidropónico. Y ahora retraigo lo del síndrome de Estocolmo. ¿Por qué después de todo aquello nos gustan tanto los garbanzos? La mística debe ser más mística en los fogones donde se hierven los garbanzos. Mas, con mística o con hambre, nosotros crecimos poco. Don Jesús (a quien envío afectuoso saludo) apenas disponía de gente alta para su equipo de baloncesto. En mi curso, Lorite y Martos (saludos, tíos) eran nuestros gigantes y no sé si raspaban los 1.80 m (si era más me lo decís, ¡eh!). Desde aquel tiempo hasta ahora la talla media de los varones españoles ha crecido 12-15 cm. Los niños ya no toman tantos garbanzos, sino bollicaos, petisuises y zumosoles. Son más altos y más fuertes. Lo pagan con la obesidad y la hipercolesterinemia, pero disfrutan lo suyo mientras tanto. Y es que… os confieso la mayor frustración de mi vida: yo, comiendo lo que en la Safa comíamos, era un niño obeso. Desde entonces supe que no haría nada en la vida.
Salud para todos.
28-06-04.
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