Nunca tomo la iniciativa en debates políticos; sólo entro en ellos cuando otros compañeros manifiestan su opinión, parcial o totalmente, contraria a la mía. Eso sí, con respeto y afecto, más si se trata de mi amigo Pepe del Moral, a cuyo artículo sobre los nacionalismos he de hacer algunas reflexiones.
Sentimientos nacionalistas, más o menos justificados, existen en todo el mundo. Las causas son diversas como diferentes son las identidades de cada uno. El nacionalismo surge por rechazo a la influencia de otra cultura que intenta imponerse a los valores históricos del territorio “invadido” (lengua, tradiciones…).
Napoleón tuvo mucho que ver con gran parte de los sentimientos nacionalistas europeos que no aceptaron la imposición de su expansión imperial. Surgen por esta razón los estados italianos en el siglo XIX. Similares ejemplos los encontramos en todos los continentes: chechenos, montenegrinos, rifeños, saharauis, kurdos…
En Guatemala subsisten actualmente veintidós lenguas indígenas y más de cien dialectos pertenecientes a distintos grupos étnicos descendientes de los mayas, que constituyen el 50% de la población. En tiempos de la conquista, sólo en la primera mitad del siglo XVI, de ochenta millones de indígenas en Iberoamérica quedaron diez millones. En México pasó la población indígena de veinticinco millones a un millón. Escalofriantes cifras. Más aún, cuando se hacía en nombre de una determinada religión. En el caso de los amerindios, había que someterlos a la cruz, a la lengua castellana, a la economía de mercado… ¡Al Imperio Español! Ante el rechazo general a la dominación no quedó más alternativa que la exterminación. No hubo posibilidad de organizar una convivencia pacífica, un encuentro de culturas como han pretendido llamarla algunos imaginativos historiadores. Los ritmos históricos eran muy distantes para que el proyecto tuviera éxito. Proyecto que nunca tuvo en cuenta el respeto por las diferentes nacionalidades (culturas precolombinas). Antes estaban los intereses económicos por los que se luchaba.
No conozco ningún territorio sometido indefinidamente a una madre patria sin consecuencias violentas. El ejemplo de la extinguida Yugoslavia está muy cerca en la memoria. Una guerra estúpida, como todas, que se saldó políticamente con la fragmentación de sus nacionalidades. La causa: el intento de consolidación hegemónica de Serbia sobre las demás. En cambio, hay experiencias muy positivas que han sabido encontrar la fórmula interterritorial de convivencia sin renunciar a su propia entidad política, social y estatutaria (Alemania, Italia, Estados Unidos…).
Gobernar una nación tan diversa como España, con insistentes demandas de nacionalidades históricas, produce más de un dolor de cabeza, pero nunca debe diagnosticarse como cáncer porque la extirpación del supuesto mal provocaría reacciones imprevisibles a tan traumática solución. Las diferencias pueden mirarse como un cáncer a extirpar o un valor a considerar. En el caso de Cataluña, hay que tener en cuenta las causas que determinaron la formación del catalanismo como sentimiento nacionalista: los excesos de los soldados castellanos a mediados del siglo XVII, el rechazo popular a los abusos de las tropas francesas, y la orden de Felipe IV de anular los fueros catalanes con el fin de controlar su Hacienda para invertir más en las guerras europeas, ocasionaron el afianzamiento de su identidad propia.
Personalmente me sentiría más cómodo si mi país fuese una sola nación ‑que lo es‑; pero tampoco me sienta mal que sea un conjunto de nacionalidades, armonizadas en sus intereses por un gobierno central que atiende sus demandas con criterios de solidaridad. Y, por ahora, los estatutos que se aprueban ‑incluido el catalán‑ van en esta dirección. Ojalá que todo el planeta fuese una sola “supranación” en la que la solidaridad transfronteriza sea la norma de gobierno.
Sé que el símil es desproporcionado, pero si el encuentro de civilizaciones en el Descubrimiento de América fue el fracaso absoluto de la Humanidad ‑obsérvese la situación actual de los indígenas supervivientes del exterminio‑, el respeto por las diferencias en el mundo de hoy debe ser el objetivo por el que todos debemos trabajar para evitar “xenofobia en los de dentro y odio en los de fuera”, “a los que se les exige más poder”.
Dices, amigo Pepe, que “para Ortega, el nacionalismo tiene una etiología crónica, y los españoles ‑catalanes, vascos, andaluces, extremeños…, todos‑ tenemos que acostumbrarnos, como cualquier enfermo crónico, a convivir con el mal, de la misma manera que la biología nos enseña que debemos hacer frente al cáncer”. ¡Qué fuerte! Si el nacionalismo fuera un cáncer deberíamos combatirlo, como lo hacemos con otros males: aniquilándolo. Pero no es un cáncer, sólo un dolor de cabeza con el que hay que convivir. No es un mal, sino un valor diferencial, aunque Ortega diga lo contrario. Encontrar el camino de coexistencia armónica y justa es la obligación de los poderes públicos. La nuestra, ayudar a evitar la crispación y el desencuentro, favoreciendo el sentimiento de universalidad al mismo tiempo que respetamos las diferencias.
En la escuela es mucho más fácil enseñar a grupos homogéneos, pero más interesante adaptar la metodología a la diversidad real del alumnado. Y cuando nos encontramos a un alumno con un handicap físico o psíquico, lo convertimos en valor, nunca en obstáculo en la tarea de educar. Es el valor de la diferencia, el mismo que debemos aplicar a los nacionalismos.
En la foto, un grupo de niños y niñas de mi Colegio, representan ocho nacionalidades diferentes de tres continentes. Su sentimiento nacionalista se acerca más al de ciudadano del mundo que al de su país de origen. La cultura de la diversidad es el futuro de las próximas generaciones. Mientras tanto, busquemos fórmulas de convivencia pacífica y generosa con quienes defienden la esencia de su identidad. La ruina y la desmembración de España llegarán sólo si generamos odio entre las comunidades que la integran.
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Publicado en: 2006-03-04 (52 Lecturas)