Homenaje a Jesús María Burgos Giraldo

Buenos días y un cordial saludo a todos vosotros.
Es, sin duda, el dudoso mérito de la antigüedad el que me permite el privilegio de prologar esta amable reunión de ex–safistas. Un encuentro, cuya razón de ser debe mucho a la conjunción de dos factores: en primer lugar —y hay que agradecérselo— por el considerable entusiasmo y no menor capacidad organizadora de nuestro amigo Dionisio Rodríguez; y, en segundo lugar —y quizás sobre todo—, si estamos aquí ahora (y téngase en cuenta que algunos han cruzado varios países y recorrido cientos de kilómetros) es gracias a ese acervo común, a esa memoria compartida y cambiante al mismo tiempo que, como un poderoso imán nos reúne y nos vincula a un espacio, a un tiempo y a unas personas. El espacio es esta casa, esta ciudad y sus paisajes. El tiempo está cada vez más lejano pero que, como decía Machado, parece que “fue ayer; éramos casi adolescentes”; y, finalmente, a unas personas: aquéllas que, en el sentido etimológico de la palabra, dieron “alma”, es decir, que nutrieron y animaron esos lugares y ese tiempo. Me refiero, claro está, a los profesores y compañeros que vivieron con nosotros cuando aquella nuestra dócil y vulnerable, difícil e ilusionada edad pasando estaba. Algunos de ellos supieron conservar o construir esa sólida amistad que desafía el tiempo y los avatares de la existencia; de otros, en cambio, quizás sólo nos quede alguna imagen, cada vez más desvaída, o alguna anécdota, cada vez también más insegura.

Es, pues, esa memoria colectiva, ese patrimonio compartido y a la vez cambiante según las promociones, la causa y la razón de que hoy estemos aquí. Causa y razón que me conducen a afirmar —y quisiera que se me interpretara como lo deseo— que sé perfectamente por qué estoy aquí, aunque no sepa exactamente para qué.
Y es que el “porqué” me devuelve a esos lugares —por fortuna aún reconocibles— y a esas personas en las nos reconocemos a nosotros mismos; mientras que el “para qué” nos proyecta a un futuro necesariamente indeciso y distante de esa memoria común que nos reúne.
¿Qué hizo desde entonces el tiempo de nosotros? Y ¿qué hicimos desde entonces nosotros de ese tiempo? En ambos casos no sería fácil hacer una síntesis suficientemente cumplida y satisfactoria; síntesis que, por lo demás, no podría ser en su conjunto más que la adición de itinerarios individuales más o menos sugerentes, curiosos o, incluso, entusiasmantes, pero que nunca nos reunirían o devolverían a ese patrimonio nuestro.
Itinerarios individuales que, por descontado, no están desprovistos de interés y no sólo porque pertenecen a aquellos que participan de nuestra memoria, sino también, y de cara al futuro, porque de la competencia y experiencia adquiridas durante ese tiempo no compartido dependerán seguramente el planteamiento y la realización de ciertos proyectos que, según parece, chispean en la mente de algunos de los que están aquí.
No quiera terminar esta corta intervención mía sin aludir, al menos, al tema que me ha sido asignado por nuestro coordinador Dionisio Rodríguez: la cuestión del “espíritu de superación en la Safa”. He de decir al respecto que, habiéndome llegado demasiado tarde el correo en que se me anunciada la cosa, no he conseguido “superar” este escollo. Pero, globalmente, puedo decir que, en lo que recuerdo, a mediados de los años 50, el espíritu o el deseo, o la necesidad de superarse en la Safa se planteaba ya con el desayuno. Pero, dejemos eso…
Voy a permitirme, sin embargo, la licencia de convertir el tema de la superación en un pretexto para rendir homenaje a aquellos hombres —algunos de ellos están aquí presentes— que durante aquella más o menos descocada o atolondrada edad nos inculcaron ese aludido espíritu de mejora en la escasez, de superación en la carencia.
Rebasada, y ya con creces, aquel «nel mezzo del camin de la mia vita» al que se refería Dante Alighieri, en su Divina Comedia, Infierno, Canto I, considero que, a menudo, pasamos mucho tiempo con personas a las que, por pudor seguramente, tardamos en decirles, o no les decimos nunca, cuánto de admirable tuvieron para nosotros, qué entrañable recuerdo conservamos de ellas y cómo las seguimos respetando y estimando.
No sé si logramos aprender todo lo que esos profesores y tutores intentaron inculcarnos, Pero sé que nos enseñaron el tesón, la disciplina y el crecernos ante las dificultades; sé que nos infundieron el valor de la voluntad y del trabajo, sobre todo del trabajo bien hecho.
Dicen que en la vida tener suerte es muy importante. Yo creo que he tenido mucha suerte en cruzarme con ellos porque, gracias a ellos, me fui dando cuenta de que cuanto más trabajaba más suerte iba teniendo.
Es, pues, la hora de la gratitud y del reconocimiento. Es la hora de decirles cara a cara que si ellos sembraron semilla de generosidad, nuestra presencia aquí, sea cual fuere el nivel y la consciencia de nuestro asentimiento, nuestra presencia aquí les está diciendo que con nosotros no se equivocaron: que ellos contribuyeron a construir nuestras señas de identidad y que, en consecuencia, somos en buena medida lo que ellos nos hicieron. Gracias, pues, a vosotros, tanto los que estáis presentes como a los que ya se fueron. Estoy muy orgulloso de haber sido alumno de tales profesores y maestros.
Debo, sin embargo, un brindis especial a un hombre que, de admirado profesor y maestro, se convirtió en entrañable amigo; un hombre que creyó en mí y que me ayudó a crecer por dentro. Ese hombre está aquí, entre nosotros, y me vais a permitir que le haga un pequeño homenaje utilizando un lenguaje que él aprecia sobremanera y que debo a su ejemplo y lección:
A Jesús María Burgos Giraldo,
querido y admirado maestro de antaño
y amigo entrañable hoy.
Tú,
tú me enseñaste los primeros versos
como se enseña a un niño la palabra
que ha de nombrar la luz, el pan, el agua,
horizontes de vida y universos.
Tú,
marinero de sueños inseguros,
jardinero de frágiles edades,
forjador de firmes voluntades
y hortelano de fértiles futuros;
tú,
solitario señor de soledades,
el rumbo señalaste de mis pasos
y diste densidad a mi camino.
Tú, maestro, incansable peregrino,
recibe en homenaje este aguinaldo:
tú, Jesús María Burgos Giraldo.
 
Antonio Lara Pozuelo es catedrático de Literatura en la Universidad de Lausanne (Suiza).
29-03-10.
(65 lecturas).

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