El esquinazo de don Camilo

Desde el año 1965, existe una Sociedad Suiza de Estudios Hispánicos que agrupa a unos 350 miembros. Cada año, y durante el último fin de semana de noviembre, nos reunimos en una de las ocho Universidades suizas para celebrar la Asamblea General de carácter administrativo. A esas reuniones las llamamos Jornadas Hispánicas y, en ese marco, los responsables del Departamento de español de la Universidad concernida se comprometen a organizar un Congreso de carácter literario o lingüístico. A mí me tocó organizar el de noviembre de 1985. Al entonces Presidente de la Sociedad, el profesor Georges Güntert, le dije que el tema del Congreso versaría sobre «La novela española contemporánea» y que tenía pensado invitar a don Camilo José Cela. Le pareció bien y el vicepresidente y buen amigo profesor Germán Colón se ofreció de intermediario, ya que conocía personalmente a don Camilo.

Por interés «profesional» y por curiosidad, al Congreso asistieron grupitos de estudiantes procedentes de las ocho universidades de Suiza; y, probablemente más por curiosidad y por ser sábado, también se vio en el aula de conferencias a algunos emigrantes españoles de procedencia geográfica peninsular diversa. Había sobre todo gallegos, sin duda por haber visto en el Programa que los dos novelistas invitados eran dos ilustres compatriotas y paisanos: don Camilo José Cela y don Gonzalo Torrente Ballester.
Por cosas que había leído y desconociendo las motivaciones, yo ya estaba más o menos al corriente de que entre los dos escritores no existía una gran amistad. Era algo así como la historia de desamor que se dio entre Unamuno y Baroja (si los dos coincidían en la misma estación, uno esperaba a que el otro se subiera a un vagón para entonces poder elegir el que estuviera más distante). Pero no le di a la cuestión mayor importancia y me dije que sería estupendo si lograba sentar a los dos ínclitos gallegos en una misma mesa de conferencias, que de restaurante, quizás ni pensarlo. Y como disponía de las señas de don Camilo ‑a la sazón vivía en Palma de Mallorca‑, primero lo invité a él. Las de don Gonzalo me las había prometido mi amigo Darío Villanueva, decano entonces en la Universidad de Santiago. Me sorprendió la relativa rapidez y mejor amabilidad con que me respondió don Camilo, diciéndome que aceptaba gustosamente mi invitación. Y me sorprendió, no debido a la razonable tardanza de su respuesta, sino porque me dejé llevar de la sospecha de que un novelista tan prestigioso como él tendría miles de pretextos, falsos o no, para soslayar una invitación venida de un Departamento de español ¡en Suiza! ¡A quién se le ocurre! Pero me equivoqué; sin duda por no haber tenido en cuenta una de las facetas más sobresalientes de la personalidad celiana: la curiosidad. La palmada de satisfacción que di sobre la mesa de mi despacho, al terminar de leer la carta de don Camilo, hizo saltar de su asiento a mis ayudantes.

‑¡Vamos a tomar café!, ‑les dije, frotándome las manos‑. ¡Ya tenemos también a don Camilo!

Es que unos días antes, y siguiendo el consejo de Darío Villanueva, [“‑Mira Antonio, ‑me había dicho‑ don Gonzalo está prácticamente ciego; es mejor que lo llames por teléfono. Lo conozco bien y seguro que aceptará tu propuesta. Claro que tendrás que invitar también a su mujer para que lo acompañe.”] yo ya me había puesto en contacto telefónico con don Gonzalo, que vivía en Salamanca. Le propuse lo que está dicho, y aceptó con una sencillez y cordialidad realmente exquisitas. Tampoco consideré necesario decirle que don Camilo estaría también en el Congreso. Sólo le adelanté ‑como también lo hice con don Camilo‑ que nos gustaría que hablara de su obra reciente, de sus influencias, de sus logros y proyectos, etc. Todo ello con objeto de poder ir pergeñando el Programa de intervenciones en el Congreso, al que asistirían ‑les añadí‑ reconocidos críticos y especialistas de la narrativa española de la posguerra.

 

Salvo el de Darío, que estuvo de acuerdo con el proyecto desde el principio, tardé más en obtener el sí ‑o el no‑ de determinados y remilgosos colegas profesores que de los dos famosos novelistas gallegos. El caso es que no fue antes de principios de octubre cuando por fin pude, con mi equipo, dar a la imprenta el programa del Congreso: fechas, aulas, bienvenida del decano, horario de conferencias, pausas, comidas en el restaurante del campus, alojamientos, etc. En fin, que todo marchara como un reloj suizo. Sin olvidarse, claro está, de enviar las correspondientes invitaciones tanto a autoridades «de la casa», como a las «extranjeras»: la Embajada de España en Berna, el Consulado español en Ginebra y todo el tralalá, porque sabido es que conviene no olvidarse de nadie cuando se organiza un evento parecido. Aun a sabiendas de que se excusarán, utilizando manidas fórmulas de cortesía.
Mientras introducíamos pacientemente los programas en sobres amontonados, contemplaba yo con satisfacción la portada de uno de ellos, ideada y ejecutada por mi grupito. Y recuerdo que, por un instante, como una ráfaga luminosa, me pasó por la memoria aquel Jesús Ferrer que dibujaba un grácil, estilizado e inclinado barquito de vela para la portada de no sé que número del Tanteos.

Unas semanas después, ‑ya se estaba cerrando el mes de octubre‑ aparece el esquinazo, la perplejidad, la frustración, el «vaya jugada»: desde Palma de Mallorca llega la copia de una carta que don Camilo había enviado al profesor Güntert, presidente de nuestra Sociedad, diciendo que renunciaba irrevocablemente a la invitación porque «me espantan los ríos revueltos».

 

Yo no supe entonces descifrar aquella metáfora del espanto por los «ríos revueltos». Yo me sentía perplejo e «inocente» y se lo hice saber a don Camilo, dándole de todas maneras las gracias por su primera intención. No recibí respuesta. Y casi me dio igual porque lo que de verdad me preocupaba era cómo poder sustituir «la vacante» dejada por Cela. Y sustituirla por alguien «de peso» y que estuviese dispuesto a hacer de «suplente». No, no era fácil: ni para mí plantear la propuesta al posible candidato, ni para él aceptar su papel de subalterno. Además, ya era tarde para redactar e imprimir nuevos programas. Había, pues, que respetar el horario y propuestas del Programa. Yo informaría de la situación en grandes trazos y sin mayores explicaciones, durante el acto de bienvenida y de apertura del Congreso. Quienes tuvieran preparada una conferencia sobre la obra de Cela, pues que la leyeran sin plantearse ningún problema. Pero yo estaba convencido de que la ausencia del inenarrable don Camilo haría volver a casa a más de un gallego.
***
Un vientecillo frío, venido de los ya nevados Alpes valesanos, sorteaba ágilmente los viñedos en terraza del Lavaux y cruzaba agitando dulcemente las aguas del Léman. Era la tarde del último viernes de noviembre. Habían terminado las ceremonias de acogida a los congresistas. Sentados en la sala mayor del restaurante universitario y rodeando a don Gonzalo Torrente Ballester, se podía ver a estudiantes, profesores, autoridades universitarias suizas y políticas españolas, saboreando un improvisado brindis-homenaje para celebrar que le habían concedido el Nobel de las letras españolas: el premio Cervantes.
El caso es que don Gonzalo y su esposa sólo lo supieron el día anterior; y ello por los periodistas que los fotografiaban al llegar al aeropuerto de Ginebra. También yo me enteré entonces, porque allí fui a recogerlos y conducirlos luego a mi casa para cenar, como estaba previsto. Le di una cordial bienvenida a la pareja y la debida enhorabuena a don Gonzalo por el Cervantes. Los dos estaban sencillamente contentos y no sabían cómo manifestar y compartir su alegría en un país extraño y con un señor –yo‑ que acababan de conocer.
Yo procuré mostrarme lo más atento y amistoso posible. Carretera hacia Lausana, les decía que lo celebraríamos en la universidad con los congresistas; que los llevaría a pasear por el casco histórico de Lausana y por las orillas del lago Léman; que se alojarían en el Chateau d’Ouchy y que estaba dispuesto a servirles de lazarillo el tiempo que hiciera falta. Por el retrovisor pude comprobar la satisfacción tranquila de la pareja. Y también durante ese trayecto de Ginebra a Lausana comprendí las palabras que motivaron la renuncia de don Camilo. Y me dije que, en parte, el responsable del descalabro era yo por no haberle informado desde el principio de la invitación a su paisano incómodo, Torrente Ballester; pero también, y para mi tranquilidad, pensé irónicamente que algo de culpa tenían los responsables del Cervantes por no haberle concedido el premio a don Camilo, cuando él ya quizás lo creía en el bolsillo. Don Camilo, quien, con toda probabilidad estuvo enterado desde octubre de que, con respecto al Cervantes, las habas estaban ya más que cocidas. Era, pues, la gota que desbordaba el vaso. Llegando a Lausana me daba vueltas en la memoria el espanto que a don Camilo le producían «los ríos revueltos» (¿Torrente?) de la carta de marras.
Todos estábamos al corriente de la ausencia de don Camilo, pero nadie dijo ni una palabra al respecto durante la cena en casa. La cena fue alegre y distendida. Preguntas generales sobre Suiza, salpicadas de anécdotas personales. Al terminar el postre y antes de conducir al hotel a los Torrente, mi mujer, Angèle, le pidió a don Gonzalo si le quería dedicar una novela suya.
‑Encantado ‑le contestó‑; ¿pero usted me lee?
Y, estampándole la firma bajo la dedicatoria, añadió:
‑Si tiene otra…
Y don Gonzalo, alegre y sorprendido, rubricó con dedicatorias diferentes todas las novelas que le trajo Angèle, las que van desde la trilogía Los gozos y las sombras hasta La saga/fuga de J.B. Cómo podía saber él que una suiza, en Suiza, lo leía tanto.
Las conferencias de algunos críticos (Darío Villanueva, Jörg Güntert, Luis López Molina) fueron brillantes; gustaron particularmente las intervenciones de don Gonzalo (habló serenamente y con maestría durante más de una hora de su deuda con respecto a Cervantes, y yo veía sus ojillos llorosos y cerrados tras sus gruesas y oscuras gafas); y la de Juan Benet, fino crítico y sorprendente novelista (el creador de Volverás a Región), que días antes de nuestro Congreso daba unas conferencias en la Universidad de Zürich y que, en el último momento, aceptó sin reparos mi petición de sustituir a Cela.
La pequeña fiesta-cena de despedida a don Gonzalo en el mismo restaurante del campus fue algo bullanguera. Varios estudiantes se agolparon, desde el principo, en torno a la mesa y asiento del escritor para que les dedicara algunas de sus novelas. A su lado estaba Juan Benet, gran relator de anécdotas sabrosas que hacían brillar los ojos a Darío Villanueva, carcajearse a Güntert y a Germán Colón, y quitarse las gafas al mismo Torrente para limpiarse los ojillos humedecidos. Ya en las últimas copas y cuando algunos de los congresistas se estaban despidiendo, una estudiante, conocida tanto por su desparpajo, despiste y «mal español» como por su original peinado y alucinada vestimenta, se sentó a mi lado y frente a Juan Benet, al tiempo que ponía sobre la mesa La saga/fuga de J.B. Preguntaba con insistencia que quién era J.B., para que le dedicara la novela. Sin duda, la mocita había entendido que el «de» del título significaba La saga/fuga «escrita por» J.B. Naturalmente, Juan Benet respondió con aplomo que él era J.B. Y ante la mirada admirativa de la chica, la sonrisa amable de Torrente y el gesto expectante de los demás, Benet sacó lentamente una impecable estilográfica del bolsillo interior de su chaqueta y, tras preguntarle su nombre a la estudiante, tomó la novela con ademán solemne y en su primera página en blanco trazó unas líneas que rubricó con gesto rápido. Tendió luego el libro a la chica quien, con avidez, abrió la novela por la dedicatoria. Y con ella pude leer estas sencillas palabras: «Dedicada a X esta Saga/fuga de J.B. en el día de la cena homenaje por la obtención del Premio Cervantes. J.B.». Mientras la estudiante se alejaba tan contenta, Benet le pedía disculpas socarronas al divertido Torrente.
Se pidió una última copa; se habló de la ocurrencia de Benet; se contaron múltiples anécdotas profesionales en las que salían a relucir personalidades sólo vistas en la tele o leídas en las portadas de libros. Y se recaló ‑era casi inevitable‑ en la «comprensible» o «incomprensible» ‑según quién‑ ausencia de Cela. Torrente se hizo el despistado; Güntert y Colón torcían la cabeza; Darío, mesándose la barba, miraba hacia el lago; López Molina se encogía de hombros mientras yo apuraba el tinto y Juan Benet comentaba, ladeando el bigote y atusándose su famoso flequillo: «Son cosas de don Camilo». Me parece que los estudiantes de nuestra mesa no sabían por dónde iban los tiros. Aunque nunca se sabe. Y yo, con mirada amistosa y silencioso respeto, le agradecía el haber aceptado sin ningún prejuicio mi delicada invitación.

Hoy, los tres citados novelistas se estarán contando esta anécdota «profesional» allá donde uno no sabe dónde. Seguramente dándose una palmada en el aire del hombro y riéndose en el vacío de sí mismos.

 

De derecha a izquierda. Fila anterior: Angèle Lara, la prof. Thiébaud, la Sra. Torrente, Antonio Lara, prof. Germán Colón, Gonzalo Torrente Ballester, la Sra. Villanueva, la Sra. Sugranyes, prof. Ramón Sugranyes. Fila posterior: (?), Juan Benet, (?), (?), prof. Georges Güntert, prof. Luis López y prof. Darío Villanueva.

 

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Publicado en: 2006-02-13 (67 Lecturas).

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