¿Vais a comer?

‑No. Vamos al comedor.

Así, con todas las letras, respondió al administrador un señor alumno cuando, en riguroso orden, iba en unión de sus compañeros a visitar los platos del comedor luego de oler los aromas que emanaban del comedor de los curas…

Que si robamos las palomas, que si fuiste tú… que no, que yo soy inocente, que fue Blas quien se comió la primera… Que Luis se zampó cinco canarios recién robados de la canariera y asados allí mismo, con plumas y todo…

Hay que ver de lo que uno se entera con el paso de los años. Y eso que muchos de aquellos angelitos son o han sido luego señores maestros, inspectores de educación, profesores de instituto, directores, profesores de universidad…

Y no digamos de jefes de servicio, directores generales, alcaldes, diputados… ¿Gente honorable? “¡Y una porra!”.
¡Qué vergüenza de responsables de nuestra cosa pública y/o educativa! O qué lástima de chavales, el hambre que pasaban de vez en cuando.
Menos mal que uno, que es discreto, no va a decir ni “mú”. ¿Nombres, yo? Hasta ahí podíamos llegar. Carpanta a vuestro lado (¿o al nuestro?) era un pichi comiendo.

Y eso que nos ponían unos platos de migas que no se los saltaba un galgo: que es que no os hartabais ni en un habar, chavales.

Pues aun así, y a pesar de que la Guardia Civil sorprendió a aquel buen chavalito, en plena faena de esconder entre su cuerpo y la camisa una buena ración de verdes y sabrosísimas vainas del dichoso producto ‑habas digo, y no miembros de la Benemérita‑, aquella futura generación de educadores, o pasaba más hambre que los lagartos de la Campana, o lo de la gula no se lo habían explicado bien el padre espiritual de turno.

Pero es que la cosa tiene mandanga. Unos, depredadores inmisericordes del símbolo de la paz, hacían de corazón tripas y se zampaban una buena dosis de aquellos inocentes animalitos; los de más allá, ignorantes de la maravillosa belleza de algún que otro plumífero ‑pavo real dicen que era su nombre‑, a hurtadillas y conscientes de su delito, desposeyeron al mismo de su hermosa vestimenta para, ¡oh desilusión!, encontrarse con que bajo aquella prometedora apariencia, sólo había pellejo, huesos y un par de alones.
¿Y qué decir de la horda de vegetarianos que lanzaba el balón con toda su maldad al corazón del sembrado, tardando a veces hasta medio recreo en volver con el dichoso material deportivo? ¡Ay, señores infames y gulosos golosos!
O de los que, jugando con su salud, osaban zamparse entre pecho y espalda un buen trago de leche recién salida a escondidas de aquellas vacas…
Y sin embargo, una cosa quedó: la fraternidad, la unión, cariñosos recuerdos que, aun en la ausencia, nos unen y hacen de aquella generación de safistas una piña.
¿O no?
18-01-06.
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