El sabor del incienso, y 6

15-01-08.
Aquel ático secreto del Cáliz de Cristal, escondido en el centro neurálgico de la ciudad, era un cofre de vivencias viejas, de insospechadas leyendas, de realidades para el privilegio. Allí, cada gesto, cada voz, cada mirada, cada palabra, cada objeto era un salto en el abismo, un paso hacia la ingravidez, una osadía contra la rutina. Acabada aquella comida, Talestris tuvo un deseo: jugar al juego de las preguntas.

Alexis y las mujeres ya conocían las reglas. Yo las aprendería sobre la marcha.
Talestris preguntaba y sentenciaba. Ella era la gran sacerdotisa de aquel templo oculto. Escribió diez veces sobre diez papeletas, las dobló y las puso ceremoniosamente sobre la bandeja, libre ya de copas y patenas.
Estas fueron las preguntas y las respuestas, que no me resisto a ocultar:

1.   ¿Qué gemas forman el Sacro Catino de la Catedral de Génova?

2.   ¿De qué ciudad eran los Quarli?

3.   ¿En qué plaza romana quemaron a Giordano Bruno?

4.   ¿Cómo termina el aria final de Angélica en el Orlando?

5.   ¿Qué lienzo del Bosco se conserva en el Museo de Saint Germain?

6.   ¿Quién escribió Isis sin velo?

7.   ¿Qué día se suicidaron Eva Braun y Adolfo Hitler?

8.   ¿Quién construyó el primer espejo ardiente?

9.   ¿Qué nombre tiene en heráldica el punto central del escudo?

10. ¿Quién diseñó nuestro Cáliz de Cristal?

A estas diez preguntas correspondieron las siguientes y ordenadas respuestas:

1.      Esmeraldas.

2.      Venecia.

3.      Plaza de las Flores.

4.       Innamorata, mio cuore tremante, voglio morire… (Enamorada, mi corazón temblando, quiero morir…).

5.      El Ilusionista.

6.      Helena Petrovna Blavatzki.

7.      30-04-1945.

8.      Arquímedes.

9.      Abismo.

10. Berzelius.

Ni qué decir tiene que mi ignorancia, ante tales preguntas, llegaba al ridículo. De haber sido aquello examen de estado o prueba de selectividad, me hubiese quedado para muchos septiembres.
Aquellas imbricadas preguntas eran la urdimbre sabia con que Talestris adoctrinaba a sus adeptos. Hacía del juego un instrumento pedagógico eficacísimo, a la vez que les imprimía una cultura de insospechadas consecuencias.
En aquel examen, Belisa acertó en tres ocasiones, Beatriz en dos y Berenice en una. Las preguntas que no eran contestadas, o lo eran incorrectamente, buscaban la respuesta en Alexis que las asesoraba como si fuese un Prisciliano.
Terminado el juego de las preguntas, Alexis me propuso una partida de ajedrez, mientras Talestris y las tres “betas” ‑como empecé a llamarlas— pasaban a la lectura meditada.
Cuando ellas se sentaron alrededor de Talestris, Alexis se incorporó para tomar, de la sección de Tebas, un libro que entregó a la misma. Luego se marchó para volver al momento con un tablero de ajedrez de piezas inusuales, que puso en el centro del sofá, colocando las figuras en posición de salida.
Era aquel tablero de una fina lámina, negra y blanca, enmarcada en madera de palisandro. Las clásicas piezas de rey, reina, torre, alfil, caballo y peón habían sido transformadas respectivamente por una diosa Kali, un Buda, un obelisco, un dragón, un unicornio y… ¡cómo no!, los peones habían sido sustituidos por tarandos. Su color no era el ortodoxo. Unas estaban talladas en cristal de azur, las otras en vidrio verde Victoria.
Cuando Alexis colocó un reloj de arena junto al tablero, comprendí que aquella partida iba a jugarse en serio.
El resultado de la contienda ajedrecista os lo podéis suponer. El jaque mate no se hizo esperar. Alexis, dándome unas palmaditas en las espaldas me consolaba con estas palabras:
—¡No desesperes Pablo, que esto no es el campo de Marte!
Nuestro torneo estaba acabado, pero la lectura meditada continuaba a ras de suelo. Sobre las manos de Talestris, un libro de mediano grosor; en los ojos de las tres féminas, un extraño brillo de ausencias. Talestris recitaba un párrafo, luego hacía silencio durante unos minutos y así una y otra vez con cadencia pendular.
Se había hecho tarde. Desde que había llegado a las seis, hasta el instante de la meditación, transcurrieron poco más de tres horas. En este tiempo había acumulado tantas y tan variadas experiencias que aquellos doscientos minutos, por el arte matemático de la relatividad, me parecieron un fogonazo dentro de mi oscuridad.
Pero… algo había quedado en mí que me causaba desasosiego. Reflexioné unos momentos, repasé la película de la tarde, observé a los personajes de mi entorno y, cuando puse el turno de la mirada sobre Belisa, comprendí que era aquella mujer la que había clavado sobre mi espíritu la dulce losa de sus brisas. Belisa, la mujer de la sonrisa inmutable y el rostro frío, me había impactado. Si a Talestris le profesaba un admirativo respeto, a Belisa le debía adjudicar la magia de haber quedado enredado en sus misterios. Belisa era una mujer de estatura mediana, pelo ensortijado, rotunda de caderas, de busto venusiano y torneadas piernas, cuyo cuerpo era tan perfecto que lo mismo podía servir de modelo para un desnudo de bruja virgen, quepara una Juana de Arco entre las llamas.
La descripción detallada de su físico daría capítulos para un tratado de anatomía erótica; pero si lo que os quisiera detallar fuese su aura, su espíritu, su empaque… os llevaría por los mundos del éxtasis hasta los laberintos de la mística.
Intuía, en mi ceguera, que Belisa era la discípula preferida de Talestris y, ni qué decir tiene que, el buenazo de Alexis, la mimabacomo a un celadón de porcelana.
Iba Belisa vestida de un modo elegante, moderno y desenfadado a la vez, como si la libertad de sus andares se hiciera filigrana y capricho. Tocada con una cinta, hecha lazo ‑que daba equilibrio a sus rizos trigueños‑, maquillada con discreción, sus labios eran nido velado bajo la doble pajarera de sus ojos. Se adornaba con unos pendientes de turmalinas acorazonadas que medían la dulce curvatura de sus hombros. Sobre su busto, una blusa de cielo transparente insinuaba dulces témpanos o volcanes prestos a la erupción. Desde la frontera de su cintura, una falda pantalón de seda negra cubría el doble palmeral de sus oasis. Unos zapatos de medio tacón, de piel de ante, violetas, marcaban el compás del ritmo pendular por el que mis deseos se despeñaban.
Recordé aquellos versos apasionados de Husayn Mansur:
«El perfume de tu proximidad,
me basta para despreciar toda la creación,
y el infierno no es nada,
comparado al vacío que experimento,
cuando tú me abandonas».
Se había hecho tarde y tenía que abandonar. Como siempre, el mensajero del adiós fue Alexis. Mientras Talestris se quedaba en discreto coloquio con sus adeptas, Alexis me acompañó hasta la salida, haciéndome un ruego:
—¿Podrás ayudarme mañana a colocar la muestra de las réplicas en el Ateneo?
Yo, que prefería volver al día siguiente al Cáliz de Cristal antes que ordenar antiguallas, intenté eludir el compromiso:
—¿No tendré que volver por aquí mañana?
A lo que Alexis me respondió tajantemente:
—¡No! Mañana es viernes y no podremos atenderte. Ya sabes que el sábado deberemos tener presentada la exposición. El domingo te podrás venir, si lo deseas, para todo el día.
Se cerró la puerta, bajé los escalones lentamente y, sin más epílogos, me zambullí entre los neones silenciosos de la calle que, a esas horas, se maquillaba para el descanso.
Cuando estuve en casa, no probé bocado. Me encontraba sin apetito y algo inquieto. Si quería atrapar el sueño, tendría que leer o escribir un rato. Me decidí por lo primero.
Hacía unos días que “el librero de lance” había estado en la Plaza de España. Me había reservado, tan atento siempre a mis manías, un libro de Georges Ranque cuyo sugestivo titulo era el de La piedra filosofal que, junto a una antología de Néstor Sánchez sobre El amor y los amantes y una edición de bolsillo de Las flores del mal de Baudelaire, completaban mi cuota mensual. Tomé el de “la piedra roja”, porque la noche no estaba para flores; mucho menos para amantes utópicas.
Nada más abrirlo, me sorprendió la frase que daba paso al primer capítulo de la obra: «Hay otros mundos, pero están en éste» (Eluard). Aquellas siete palabras me daban razones y motivos suficientes para creer en la esperanza. Si Maya se me había diluido en las aguas del lago, si estaba en el mundo del silencio, ese mundo estaba en mi interior.
La lectura de La piedra filosofal estaba salpicada de teorías, tradiciones, fábulas, fórmulas y consejos. Lavoisier, Copérnico, Helvetius, Lambsprinck y Basilio Valentín, entre otros sabios malditos, te transportaban a sus buhardillas, y te hacían respirar mercurio entre el oro perdido. Me resultó interesante y magnífico. Cuando estaba a punto de cerrarlo, en la página sesenta y tres, pude leer cómo Filaleteo describía las exactas medidas de un “vaso mágico”, de “un cáliz de cristal” de este modo: «Tendrás un vaso de vidrio ovalado y redondo, lo bastante grande para contener en su parte esférica todo lo más una onza de agua destilada. Tenga este cáliz un cuello alto de diez dedos. Que el vidrio sea claro y grueso. Toma media onza de oro con una onza de mercurio. Esta es la proporción requerida». Según el griego, este vaso, este cáliz de vidrio, era la «única entrada abierta al Palacio Cerrado para derrotar al tarando».
Me quedé de piedra. Mi corazón se hizo fósil, mi sangre ámbar, mi frente carámbano. No quedaba otro remedio que irse a la cama, a reponer fuerzas. El nuevo amanecer me traería un nuevo oficio: el de colgar sobre las alcayatas del Ateneo los rancios ídolos de Alexis.

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