El sabor del incienso, 4

07-12-07.
A eso de las cuatro me encaminé al Ateneo. No tuve que pedir el agua con gas, porque María Luisa, perfecta conocedora de los usos y abusos de sus clientes, ya me había abierto el botellín de Aguas la Paz, que según los marmolejeños, limpia, pule y da esplendor, como dio Palacio Valdés gloria a la monja Sulpicio. Hablé unos momentos con María Luisa, la felicité por el triunfo de su hija Sandra en la olimpiada escolar, me entregó una nota de Alfredo Ibarra en la que me pedía los artículos del mes para el periódico Guadalquivir y tomé asiento para dejarla junto a Juan Miguel, otro cliente con el que tenía por costumbre tomar café mientras escuchaban Clásicos populares.

No pudieron gozar mucho tiempo de la paz para la música, porque al instante entró en la cafetería aquel hombre del Cáliz de Cristal que, eludiendo mi presencia, pidió permiso a la dueña para colocar unas cajas, que bajó de un taxi, perfectamente embaladas y que al parecer contenían los objetos que exponer.
Muy ordenadamente fue dejando, uno tras otro, en el suelo, aquellos envoltorios en los que yo creí adivinar las maravillas que se indicaban en los catálogos. Las cajas iban numeradas con cifras romanas del I al VII, llevando bajo ellas unos extraños símbolos, a modo de jeroglíficos, que a mí nada me decían, pero que aquel funcionario examinaba con sumo cuidado, antes de dejar cada paquete sobre las baldosas.
—Pasado mañana será la inauguración —le dijo a María Luisa.
—¿A qué hora?
—¿Te parece bien a las nueve?
—De acuerdo. Os tendré preparados los canapés y los refrescos.
—Mañana, por la tarde, vendremos a colocar las piezas. No necesitamos escaleras. Las colgaremos a media altura.
—Aquí os espero —respondió María Luisa, mientras el hombre, sabio y bonachón, del Cáliz de Cristal se despedía muy ceremoniosamente con un «¡Ave!»; a lo que respondimos todos los allí presentescon un recíproco y distinto saludo.
Cuando al fin se marchó, comprendí que la discreción era virtud abundante en aquel curioso personaje que, más que hombre del siglo veinte, parecía filósofo ateniense, embalsamador tebano, o alquimista del Temple. Faltaba poco más de una hora para que me tuviese que abrir la puerta del Cáliz de Cristal y acababa de tratarme como a un gran desconocido.
—¿Quién es éste que ha dejado las cajas? —le pregunté socarronamente a María Luisa, simulando no conocerle.
—No sé. Sólo lo conozco por el tema de la exposición. Vino, hace unos días, a pedirme el local. Lo tratamos y, luego, me trajo los carteles con los catálogos. ¡Me parece todo un señor; mejorando los presentes!
Acababa de hablar María Luisa, cuando entró en el bar un hombre de buen porte, pelo canoso, discretamente trajeado, que daba testimonio de su vocación u oficio por una pequeña cruz cromada, lañada contra el ojal de su chaqueta; y una tirilla blanca que, a modo de argolla, sobresalía del cuello de una camisa tan gris, como negro era su traje.
—¡Buenas tardes nos dé Dios!
A lo que le respondí con un «Amén» de jaculatoria.
Sin mediar petición del cliente, aquella camarera sabia puso un café solo, al que añadió una pastillita de sacarina, que aquel sacerdote movió y removió como óleo de extremaunción.
No había tomado el segundo sorbo, cuando don Carlos, —que así se llamaba el cura— se atragantó, mientras miraba desorbitadamente el mural que anunciaba la Exposición de réplicas.
Con diligencia femenina y eficacia de enfermera, María Luisa llenó un vaso con agua del Rumblar y, dándole unas palmaditas en las espaldas, alivió la bendita tráquea del preste, mientras que éste no apartaba los ojos de la pared sobre la que estaba clavado el cartel.
—¿Quién ha traído aquí eso? —preguntó don Carlos, como un Torquemada, mientras señalaba con el índice la propaganda mural del Cáliz de Cristal.
—Acaba de marcharse —le respondió María Luisa—. Se lo habrá cruzado usted por la acera.
—¿Desde cuándo andan éstos por aquí? —le preguntó don Carlos.
—No tengo ni idea. Sólo conozco al que se acaba de ir. Ha traído también esas cajas.
Don Carlos, el cura de los jueves (como se le conocía por el Ateneo), era un sacerdote ya jubilado, que había estado de misionero por los siete mundos de Dios, y al que el Obispado de Jaén, conocedor de sus poderes para exorcizar, había mandado venir para hacer la competencia al doctor Argumosa en el asunto de “Las caras de Bélmez”, al tiempo que estudiaba el asunto del “Obispo insepulto” de la Catedral y desendemoniaba a las monjas histéricas de la diócesis.
Dada la escasez de las clausuras y visto que la momia del obispo estaba en paz y sin peligro de adjudicar sambenitos, el bueno de don Carlos se dedicaba a visitar a los ancianos y a ungir con aceite los pies de los que pisaban el último estribo.
Todos los jueves, excepto los de guardar, a eso de la media tarde, se llegaba desde Jaén hasta Andújar, tomaba su café para diabéticos en el Ateneo, bendecía a María Luisa, despedía al próximo “viajero” de la Residencia de San Juan de Dios y volvía a la sombra de la Catedral.
Don Carlos miró su reloj y preguntó:
—¿Dónde tienen estos su domicilio?
—No me haga usted mucho caso, pero creo que lo tienen por la calle Alfareros —respondió María Luisa, mientras yo observaba un mutismo total, un riguroso y descortés silencio, porque algún “elemental” me indicaba que con los exorcistas, como con los demonios, hay que ser muy cautos.
—¡Intenta facilitarme su dirección para el próximo jueves! —dijo hecho un basilisco el buenazo de don Carlos, mientras que, calándose unas gafas de pasta vieja, se acercaba al cartel para examinarlo como Sherlock Holmes con su mejor monóculo, exclamando—. ¡Menuda exposición de réplicas! ¿Quién me lo iba a decir? ¡Razones va a tener ese tal Cárdenas, en aquél cronicón de verano, sobre Andújar y las brujas!
Y así, en una interminable retahíla de incoherentes bisbiseos, mirándose insistentemente el reloj, se despidió refunfuñando, no sin antes recomendar precaución a María Luisa y recordarle que acumulase información sobre tales individuos.
Iba subiendo las escaleras de salida el preste, cuando María Luisa y yo nos miramos sorprendidos por lo ocurrido. Don Carlos, que hasta ese día era casi un desconocido para mí, me había inquietado, más que por sus formas, por su desmedida suspicacia hacia los del Cáliz de Cristal.
Estuvimos hablando largo rato de don Carlos, de sus fobias y filias, hasta que, aproximándose la hora de la cita con Talestris, medespedí de los contertulios, poniendo rumbo a la calle Alfareros.

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