El epitafio, 5

18-08-07.
Al despertar, volví a ver una silueta de mujer. Esta vez, llevaba una bata blanca, con un sobrebordado en su bolsillo: «Hospital Princesa de España».

 

Con una breve sonrisa, a la que sumaba una suave presión sobre mi hombro, me dijo:
―¡Has tenido suerte!
―¿Y Maya? ¿Han encontrado a Maya? ―fueron mis primeras palabras.
―¿Otra vez delirando? ―fue la respuesta de la enfermera.

Yo guardé silencio. Y, aunque ese silencio me mordiera, recordé que la discreción es cosa prudente.

Me dieron el alta médica a los tres días. La Guardia Civil, eficiente como siempre, me facilitó las llaves de mi auto, depositado, tras el percance, en la explanada del Restaurante “Los P¡nos”. Me alegré, en cierto modo, ya que mi amigo Ramón Barrios y su prole se habrían preocupado con seguridad tanto por mi salud como por la custodia del vehículo.
En la Casa Cuartel, el cabo de puertas, serio como un roble, me entregó las llaves, a la vez que me echaba una reprimenda:
―¡Menuda suerte! ¿A quién se le ocurre bañarse solo y a esas horas?
Volví a refugiarme en el silencio, no sin antes enterarme de que la suerte, en aquella ocasión, me había llegado en forma de anzuelo. Unos pescadores empedernidos y madrugadores me habían condenado al desencuentro con Maya.
Desde el cuartel, llamé a Salvador “el taxista”, que esperaba turno en la Plaza Vieja. A la media hora estábamos en la explanada de “Los Pinos” donde, bajo unos eucaliptos, estaba aparcado el mudo testigo de una noche para el recuerdo.
Lo abrí y observé con detenimiento. Busqué sobre los asientos algún indicio, alguna huella, una pista, un punto de apoyo para encontrar a Maya. Nada de nada. Aquel viaje, desde el camposanto al pantano, no había dejado rastro.
¡Tenía que volver allí! Comprobé si tendría carburante para bajar hasta el pantano y tomé las curvas de Valdeinfierno con más preocupación que prisas.
Aquel viaje fue corto en metros y extenso en disquisiciones. A las curvas de la estrecha carretera se le añadían los laberintos de mis preguntas. «¿Qué ocurrió? ¿Por qué aquella ausencia? ¿Y aquellos rasguños profundos en mis brazos?».
Habían transcurrido unos quince minutos, cuando llegué al punto en que habíamos aparcado aquella noche. Eran aproximadamente las seis de la tarde. La luz y el contraluz, a esas horas, se derraman y difuminan por el embalse con cierto cansancio. Las bogas, lucios y percas negras saltaban a discreción, diseñando caprichosos surtidores.
El cielo, azul tenue, se dejaba besar por los verdes pinares. Todo el resto de aquel mundo, era silencio y muerte. La soledad me hundía.
Con el conformismo de los derrotados me di la vuelta, suspirando profundamente contra el cielo. Subí al coche dando tal portazo que se abrió la guantera, mal ajustada al salpicadero. Allí, junto a la carpeta plastificada de la documentación, había un libro. Una cuartilla de tono marfileño, señalaba una de las páginas.
Cuando pude leer el título del libro, Los juegos de Maya, un ligero sudor me sangró de la frente. Inmediatamente, como si de un síndrome invencible se tratase, abrí aquel papel. Estaba escrito limpiamente con tinta violeta. La caligrafía era exquisitamente femenina. Se trataba de un horóscopo en Acuario que decía así:
«Nunca aprenderás que emanan efluvios de todos los volcanes, aunque los creas apagados. Tú los soliviantas y despiertas con tu poesía. Se inquietan entre sus mármoles cuando barruntan el ritmo de tus versos».
Aquel mensaje en Acuario, aquel libro olvidado, me daban señales y razones para seguir la búsqueda. Nunca un desaparecido había dejado huellas tan contundentes.
¿Y si me llegase hasta el cementerio de San Eufrasio, para preguntar al sepulturero? Dándome prisa llegaría antes de que echase la aldaba a la verja de poniente.
Pasaban unos minutos de las siete de la tarde cuando estaba poniendo los pies en tierra de calma. Aún estaba abierto. Tomaba la avenida principal, “galerada” por mausoleos, cuando oí unos golpes de azadón. Dirigí mis pasos hacia donde venían los golpes y me encontré con un hombre, embutido en un mono azul, de rostro cetrino y sudoroso que, apoyando su esfuerzo sobre el astil de la azada, me saludó de un modo desacostumbrado, aunque ya conocido para mí:
―¡Paz y descanso! ―dijo al verme.
―¡Descanso y paz! ―le respondí.
―Tarde va siendo, amigo.
―Perdone la hora, pero… ¿es usted el sepulturero?
―¡Tiene usted preguntas de vivo! ―me respondió con cierta sonrisa, a lo que añadió―. ¿Qué le trae por aquí? ¿Al que hay que enterrar mañana es algún familiar suyo?
―No. No es eso. Sólo quería que me diese usted, si es tan amable, una información.
―Usted dirá ―me respondió, mientras echaba mano a un cigarrillo que no encendió.
―¿Quién era la mujer que hace cuatro noches estaba conmigo en los cipreses?
―¿Qué mujer? ¿Qué noche? ¡Aquí se cierra temprano! ¡Al atardecer! Si hoy me ha encontrado aquí, es porque estaba preparando el hoyo para uno que ingresa mañana a las once.
Confundido, le di las gracias y las excusas. Luego me fui a leer aquel epitafio, el que me había descubierto Maya, en la esperanza de que una segunda lectura, una reedición de la escena, me reconfortase al menos.
Volví a levantar la mirada, no sin antes examinar de reojo los alrededores. Lo leí, lenta, pausadamente, intentando recordar la dulzura con que lo hiciera ella aquella tarde.
Y por siempre,
el murmullo del viento,
serán tus palabras.
Y los colores del alba,
miradas claras,
pequeños regalos tuyos,
por todo el amor que te di.
Al terminar, observé que no se veía la fecha por abajo, ni el nombre del finado o finada por arriba, como es de uso y costumbre en los mármoles. Una corona, de plástico o tela almidonada ocultaba en su trayectoria circular aquellos datos. Sentí una gran curiosidad por leerlos. Quizás allí hubiese respuesta a mis alucinaciones y penalidades. Busqué algo con que alcanzar los bordes de aquella triste aureola. Fue fácil encontrar una escalera mediana, de esas con que las viudas recientes limpian el recuerdo de los esposos idos. La apoyé sobre el muro, subí unos peldaños y aparté la corona. En la parte superior una cruz y un RIP solitario, sin nombre alguno. Abajo, tras el punto final de los versos, una data: «6-II-1954». ¿No era aquella fecha, el día, el mes y el año, en que habían enterrado a “la Sueñas” en el patio de los suicidas? ¿Quién dormía allí?
Aturdido, incrédulo y confundido, me volví hasta el aparcamiento donde había dejado el automóvil. Allí, recostado, apoyado sobre el volante, buscaba una y otra vez la solución de aquel rompecabezas que no era capaz de encajar. Abrí la guantera, tomé el libro de pastas azules y comencé a leerlo: «Maya es una vieja ciudad oriental, cuyo significado es ‘ilusión’. Es el velo que cubre todas las cosas, que oculta sus leyes; y así, la belleza de Maya y sus juegos, engañan, seducen y ayudan a pasar la vida que nos han concedido en esta tierra. Los juegos de Maya son ciertos, pero no duraderos. Su tiempo es el de una burbuja. Pero acabado el juego, rota la ilusión, Maya marchita… aparece el dolor. ¿Por qué jugamos? ¿Por qué aceptamos a Maya sin advertir su brevedad y mudanza? Sólo estaremos en condiciones de contestar a estas preguntas cuando el juego haya pasado los límites del tiempo, y Maya haya muerto». Así estuve leyendo unas líneas, unos párrafos de difícil comprensión, hasta que al llegar a la página siete, cuyo capítulo se titulaba “El Juego”, observé un sello rectangular, entintado en tampón violeta, en el que se podía leer:
«EL CÁLIZ DEL CRISTAL C/ Alfareros 24, 2° Izqda. 23740 ANDÚJAR (Jaén)».
¡Eran casi las ocho! Mi idea era la de acercarme hasta esa dirección en busca de algún indicio, de algún dato esclarecedor. Y hasta la calle Alfareros puse rumbo.

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