El sabor del incienso, 1

11-10-07.
Acudí puntual a la cita. Sonaban las seis de la tarde en el reloj de la torre mudéjar, cuando estaba subiendo las escaleras de la calle Alfareros, con aquel libro de Los juegos de Maya bajo el brazo.

 

Llamé al timbre y sonó aquella música que más parecía de caramillo libanés que de artilugio electrónico. En esta ocasión no pude oír las débiles pisadas sobre el alfombrado pasillo. Alguien me estaba esperando o espiando tras la mirilla, porque aún no había quitado mi dedo índice del pulsador, cuando me abrieron la puerta.

—¡Ave!, —fueron las primeras palabras que oí. Con este saludo, me recibió una mujer impresionantemente bella, de tez blanquísima, más cerca de la delgadez sutil que de la hermosura; de pelo azabachado, liso y largo como las algas; de mirada profunda y sonrisa espléndida.

Tal impresión me causó su figura que me tuvo que repetir el saludo, esta vez más íntimamente, diciéndome:
—¡Pasa, pasa…; buenas tardes!
A lo que yo respondí con un «¡Ave!», cosa ésta que debió hacerla feliz, ya que extendió su sonrisa como alas de mariposa.
Recuerdo, ahora cuando escribo, que aquel pasillo lo recorrí como si ambos flotásemos por un túnel de claroscuros, a modo de travelín cinematográfico, proyectados en el infinito a cámara rápida.
Aquella mujer iba vestida con una túnica de raso azafrán, abierta a la altura de sus caderas, con cíngulo azul celeste, y descalza. Su clámide parecía más propicia para vestir el desnudo de una sacerdotisa de Samos que a una “inquilina” de la zona peatonal.
Desde el pasillo me llevó hasta un amplio salón, decorado con originalidad, de forma circular; dividido en sectores por unas columnas que separaban los distintos anaqueles de una biblioteca adosada sobre el terciopelo de sus muros. Cada par de columnas enmarcaba una estantería que, a modo de templo, soportaba en sus frontispicios los siguientes rótulos: Hastinapura, Alejandría, Tebas, Atenas, Beijing, Tenochtitlán, y Rapa Nui.
Me quedé admirado. Aquel orden universal me pareció excesivo. Siete entrepaños, siete alacenas y en cada ménsula, setenta libros.
—¿Cuántos libros hay? —me preguntó, de pronto, aquella mujer.
—Pues… tres mil cuatrocientos treinta —le respondí muy seguro de mis cálculos, tras haber atornillado mi coeficiente mental.
—Te has equivocado —me contestó con cierta indulgencia, mientras se sentaba en un amplio diván situado en el ortocentro de la habitación.
—Eso será cuando coloques ese libro en su sitio —me dijo.
—¿Qué libro? —pregunté en el paroxismo de los despistes.
—¡Ese que tienes en las manos! —me contestó, al tiempo que, extendiendo el brazo, me señalaba el horizonte de Hastinapura, donde había un hueco. Allí coloqué el libro de pastas azules, flanqueado por el Bhagavad Gita y el Dhyana Yoga según pude leer en sus lomos.
Cumplido su deseo ‑sin decir palabra sobre Maya y sus juegos‑, me invitó a conocer el resto de aquel extenso apartamento, mientras en mi cabeza se levantaba un vendaval de preguntas, un cúmulo de dudas, un mar de sospechas. Una voz profunda e intensa martilleaba mi aparente serenidad, con un eco repetitivo: «¡Maya!, ¡Maya!».
Debió escuchar mi guía aquel eco obsesivo cuando, para borrar a Maya de mi pensamiento, me dijo con énfasis:
—Me llamo Talestris.
—¿Tú eres Talestris? —le pregunté, recordando que la tarde anterior, la teosofía la había tenido tan ocupada que no pudo recibirme.
—¡Raro es tu nombre; parece oriental! —le contesté, atreviéndome al tuteo.
—Tan oriental como el tuyo, Saulo —me dijo con cierta ironía.
Estaba visto y comprobado que en cuestión de rarezas jamás se inclinaría la balanza a mi favor y opté por el silencio.
—¡Sígueme, Pablo! —me dijo, mientras empujaba suavemente una puerta lacada en nieve, en la que un gigantesco camafeo reproducía La toilette de Psiqué, dando paso a la sala de los ESMALTES, según se podía leer sobre un cincelado bajorrelieve.
Aquella estancia no era tan amplia como la biblioteca, pero estaba tan ordenada como un libro. Me llamaron poderosamente la atención los alveolados bizantinos que se incrustaban en las paredes, sobre los que caían, como queriéndolos enmarcar, unos satenes que iban del granate al grosella, en una gama extenuante de tonos rojizos.
En todo el perímetro de la habitación, que era octogonal, se levantaba, a media altura, una tarima alabastrina, sobre la que abundaban pinceles, chapas metálicas, frascos con barnices y lacas; buriles, y ocho tas o pequeños yunques.
Todo ello distribuido simétricamente, de tal modo, que más que un taller de esmaltes y porcelanas parecía un tabernáculo para ceremonias.
En el centro de aquel octógono, se alzaba una pirámide triangular, de un metro aproximadamente de altura, y a la que yo no encontraba utilidad aparente.
Talestris me sacó de dudas.
—Es el horno —me dijo—. Funciona con un helióstato que tenemos en la terraza —al tiempo que alzaba su brazo, indicándome el lugar exacto en el que un icosaedro de cristal obturaba el centro del techo diciendo: «Nuestro método para esmaltar es parecido al heliograbado».
Cuando bajé la vista, observé que Talestris llevaba colgado del cuello un medallón, cuyo relieve volvía a reeditar el recuerdo de Maya. Aquel grabado sobre la esmeraldina del óvalo era un tarando.
Con tal indiscreción lo debí mirar que, Talestris, al darse cuenta, lo ocultó con su mano, bajo la túnica, en el valle de sus cisnes. Aquello me puso a cavilar. De aquel ensimismamiento sólo me sacó la voz convincente de Talestris, que me invitaba a tomar un refrigerio; por lo que salimos de los “esmaltes” para penetrar en otro recinto, decorado con sencillez, sin barroquismos, en el que había un amplio sofá de muaré violeta, dos cómodos sillones haciendo juego, y una mesita de las que llaman “camareras”, repleta de licores. Haciendo ángulo, un “mueble bar”, muy funcional, hecho de mampostería y ladrillo visto, que daba cabida a una bodega tal que, si Baco la hubiese conocido, habría puesto su garganta al servicio de Talestris.
Aquel espiritoso mueble podría haber inspirado a Baudelaire, cuando escribió en Las flores del mal: «Una noche, el alma del vino cantaba en las botellas: ¡Hombre, hacia ti lanzo, oh querido desheredado, bajo mi prisión de cristal y mis lacres bermejos, un canto de luz y fraternidad!».
Ante aquella visión, Kafka hubiese escrito mucho antes sobre las cucarachas; y Van Gogh hubiese adelantado su marcha a Provenza para pintar su Autorretrato de la oreja cortada.
Aquel “mueble bar” era una orgía de color y sabores. Los líquidos, de unos tonos nítidos y puros, estaban encerrados, dormidos, en unas botellas de vidrio esmerilado, taponados con macizos cristales, tallados con mil formas fabulosas y con raras etiquetas.
Talestris, como siempre, me fue instruyendo.
—Tenemos —me decía— cremas, licores y una sola tisana. Licores de menta, de fresa, de sésamo, de tulipán, de violetas, de ajenjo, de flor de amaranto, de almendro escarchado, de yedra negra, de algas rojas, de cerezas…
Cuando acabó de enumerar, me dijo:
—¿Te apetece algo?
Yo, para no estrujar la memoria, le acepté una copa de licor de cerezas, mientras ella vertía sobre su vaso el líquido amarillo de una botella, al tiempo que me explicaba:
—¡Es amaranto, mi licor preferido!
Brindamos los dos. Fue un brindis de copas compartidas y palabras extrañas. Ella brindó así: «La virtud del collar está en el nudo, no en las perlas», a la vez que alargando su brazo izquierdo alrededor de mi cuello, hizo que mis labios, endulzados de cerezas, probasen el sabor mágico del amaranto.
Yo, algo azorado le pregunté:
—¿Y aquéllas? —me refería a unos recipientes casi esféricos, de boca más ancha que la normal, que parecían contener espesas melazas.
—Son las cremas —me respondió—. ¿Quieres probar alguna?
—No, gracias —le contesté, mientras le mostraba mi copa grosella sin acabar.
—De esas cremas, habrás tomado pocas —me dijo, para continuar—: yo suelo tomar la de malvas reales; tiene un rancio sabor.
Aquel mundo era totalmente desconocido para mí. Yo, que nunca había tomado otra cosa que Calisay o crema de café ‑y eso en contadas ocasiones‑, me sentía como un Noé inexperto.
—Aquella, color púrpura, es crema de mandrágora; aquella rosada, de melisa; aquella otra escarlata, de musa —me decía, para proseguir, con los tonos azulados de la crema de nicandra, el amarillo del papayo, el anaranjado de las resedas o los violados del tamarindo.
Cuando Talestris acabó su lección de botánica y alambiques, ya tenía yo dos preguntas preparadas que hacerle.
—¡Talestris —fue la primera—, ¿qué significa esa señal sobre la crema azulada?
—¿Te refieres a la nicandra? Ese sello es santo y seña de peligro real. No te creas que es un afrodisíaco. Es una pócima mortal. La usaban los incas de Cuzco para sus ceremonias de iniciación. ¡Es puro veneno esta crema extractada del manzano del Perú!
—¿Y qué hace eso aquí? —le inquirí con preocupación—. ¡Puede ser peligroso!
—¿Acaso no es necesario el oasis en los desiertos? —fue su enigmática respuesta; a lo que añadió—: Además, debes saber que toda ponzoña tiene su bálsamo. Ya te dije que teníamos licores, cremas, y una, una sola tisana. Dos opciones se abren ante los hombres: apurar hasta el final los deleites que ofrece la vida, o entregarse en brazos del sueño y descender al más oscuro de los abismos. Contra el placer de la nicandra, podemos elegir las simas de la belladona. Una nos llevará al éxtasis, otra al nirvana. Tú y tu libertad, harán cicuta de una, lenitivo de otra. Entre la una y la otra, las diferencias son tan sutiles como la vida y la muerte.
Cuando Talestris apuró la última gota de amaranto, dejó de filosofar, acercándose hasta una gaveta del mueble. Tiró de ella y dejó a la vista una gramola, clásica en su diseño, precisa en su sonido, esparciendo en el ambiente las notas vivaldianas de Las cuatro estaciones.

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