El epitafio, 1

27-06-07.

 

En Andújar no era tiempo de difuntos y finados. El otoño era tiempo pasado. Marzo, en sus prisas por florecer y eclosionar, me había encomendado una tarea tan extraña como humana.
Mi amigo, el poeta ubetense Ramón Molina, en una más de sus honradas extravagancias o quién sabe si en un rebrote de su resplandor sanjuanista, me había pedido ayuda en la búsqueda de epitafios. Estaba, allí por “Los Cerros”, preparando una conferencia nada usual: “Poetas suicidas, epitafios y elegías”.

Yo, que a Ramón nunca supe negarle nada porque él me lo entregaba todo, envuelto en el celofán de la amistad, inicié con cierta y morbosa ilusión el encargo.
Era una tarde lo justamente tibia como para sentirme en paz y en consonancia con el quehacer, llena de silencios y susurros, capaz de mecer sin estridencias las alturas de los cipreses, entregada a una ventolina débil, dulce y briseña.
Ramón, tan caprichoso con la muerte como exigente con la vida, me había insinuado en su tarjeta que no le tachase de maniático, mucho menos de padecer esquizofrenias. Sencillamente deseaba hacer homenaje y recuerdo a un amigo de la infancia, que nunca dejó de ser niño, que jamás llegó al amanecer de la juventud.
Se trataba de Juanito Hervás. Juanito, subido en su bicicleta, había tenido la mala fortuna de caer contra el acerado y morir horas después a causa de una tremenda hemorragia cerebral. A Ramón, aquel paseo en bicicleta le había dejado heridas abiertas. A veces, cuando le asaltaba la caída y el chasquido de la vida contra el bordillo de, la muerte, escribía versos a su “compa”. Le había escrito un poema, una elegía a Juanito: “La muerte también estaba”. En su fidelidad, aquellos dos condiscípulos de escuela primaria, uno ahora en la eternidad, otro en el tiempo, continuaban jugando, hablando, corriendo en los patios de recreo; eso sí, con una casi imperceptible barrera: la distancia física. Ahora, sus juegos infantiles no eran los trabalenguas, ni el trueque de cromos; mucho menos el rodar de las canicas. En esta ocasión, Juanito había pedido a Ramón un juego entre los muertos. Y Ramón, consecuente con su eterna amistad, le había aceptado el juego: la búsqueda de epitafios.
Nunca pregunté al poeta el signo y señal que le envió Juan para tal pacto. Lo comprendí, cuando bajo el membrete color plomo en que me pedía ayuda, escribió esto:
«Pablo entra al cementerio, casa de todos por fuerza y por destino, donde tenemos un hueco reservado para amasar el barro consumido. Lo harás con el llanto contenido de las noches infinitas, de la mano del silencio.
Cuenta allí tus tristezas, pregunta a qué luchamos los hombres por tierras y poderes. A qué somos mendigos de la nada, de quimeras, de laureles y rosas sin aromas. A qué amanecemos una y otra vez en busca de un sol helado y frío. Por qué tenemos las manos llenas de monedas y el corazón vacío. A qué decimos estar unidos, necesitarnos, cuando estamos vilmente divididos. Cuenta a tus muertos, a los muertos de tu pueblo, que hoy quieres estar a su lado y que te has acercado hasta su luz, tan sólo para gritarles que vives en lucha solitaria y envidias su descanso, su impuesto silencio, entre fieles amigos e inanes enemigos».
Razones tenía y apoyos pues, para esta rara visita al camposanto de mis antepasados, un cementerio limpio, que mira de soslayo al Norte serreño desde sus adobes traseros; que se avena con un arroyuelo de cuna castellana, al que llaman del Mestanza, por el Sur; y que, cara al poniente, da entrada a los llantos que nacen cada día, cuando se poda la esperanza.
He leído en alguna ocasión, creo que en un poemario sufí de Husayn Mansur, que, si deseas conocer la historia de un pueblo, debes desenterrar los siglos que duermen en las necrópolis que encierran sus murallas; pero si lo que anhelas es morder el sabor de sus leyendas, te basta con asistir a tu propio entierro.
Y no, no estaba en mi ánimo usar palas, picos y azadones para abundar en la historia; muchísimo menos el de dar un disgusto a mis deudos, para ahogarme en mis propias leyendas. Mi meta era más sencilla, más asequible. Ni leyendas viejas, ni historias nuevas. Lo mío, aquella tarde, eran los versos sobre el silencio, la letra sobre la piedra. Y para eso, bastaba con pasear, con mirar descaradamente la quíntuple hilera de mármoles o el bosque de cruces que, casi a ras de tierra, certificaban que en los campos de la paz eterna, duermen hondas las raíces del dolor.
Me lo tomé con cariño. Ramón, mi entrañable poeta, se merecía una buena cosecha de epitafios. Tomé al ocasional oficio cierto regustillo porque, mientras caminaba, me iban asaltando recuerdos dormidos y abriéndoseme cicatrices viejas. Allí estaban las fotos amarillentas de Pepito Centeno, mi primer amigo perdido; la cruz, ya en ruinas, clavada sobre mi apellido paterno; la corona de crisantemos que, sobre una tumba sin nombre, enjugaba los llantos recientes.
Comencé a copiar en mi “cuaderno de campo” los trofeos que mi vista alcanzaba. Eran poca cosa. Escasos son los versos sobre el sosiego de los cementerios pueblerinos. Otra suerte tienen las grandes sacramentales que encierran estrofas de lujo, liras para los mecenas, madrigales a los enamoradizos, aleluyas para místicos o peteneras para toreros y tonadilleras. O esos otros fosales que hicieron exclamar a Larra: «El cementerio está dentro de Madrid, donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo».
Aquí, no. Aquí, en los pueblos del Sur, los cipreses creen en la luz, viven al sol de cada día, sin temor a la intemperie, bajo el raso de la esperanza, dormidos en parsimonias piyayas.
En mis hojas de apuntes, a eso de las seis (eran las seis de la tarde) ya había copiado un epitafio. Era un dulce pareado:
«Ya es un eterno romero,
el viejo guarnicionero».
1902-1979
La corta estrofa no estaba mal para la apenas iniciada andadura. Los versos formaban un relieve cromado, en una lápida de granito, cuyos perpetuos derechos de autor pertenecían a Ramón Álvarez, talabartero de cinchas y zahones, tan devoto de la Cabeza, por lo leído, como Juan de Rivas, el pastor de Colomera.
Comenzó a gustarme el oficio. Ser notario de últimos deseos, testamentario de agónicas voluntades, albacea de ruinas y reportero de batallas perdidas, además de dar compañía a los muertos, resultaba económico.
Aquella tarde me estaba ahorrando el café en el Ateneo, el cubata en los Naranjos, el repaso diario al Concejal de Festejos y lo que era más sano y virtuoso, las apacibles añoranzas a la vista de las quinceañeras que, a esa hora, se engullían a sus mozos núbiles, sobre los bancos cómplices de la Plaza de España.
Había descubierto un nuevo modo de superar la crisis económica que, según los unos, nos habían traído los otros. Allí, lejos del mundanal ruido, junto al obligado mutismo, podías tomar tres suspiros de exilio, dos rebanadas de consenso, un fidelísimo asentimiento, sin miedos a tránsfugas ni traidores. Y todo eso sin tener que rascarte el bolsillo.

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