A la misma hora

25-04-07.
A la misma hora, desde la tierra a la gloria, mi pensamiento fue para él, para mi maestro, para mi amigo, para mi cómplice.
Había ocurrido que, afanado en los tejemanejes del mundo, me había olvidado de la paz de las horas y las brisas del verso, del rebrotar de los tallos y el silencio de las raíces.
Con tales parámetros, había dejado caer el tic-tac de mi reloj por el despeñadero donde el pecho siente el bocado y la boca no encuentra resuello.

No eran las cinco de la tarde, pero un sabor de almendras dulces me anunciaba que el portón del tiempo infinito estaba presto. Todo estaba pendiente ‑entre el sol y las sombras‑ del último esfuerzo, de la última carta del tarot, de que el dedo largo de Dios señalase hacia las estrellas o se clavase sobre el calvario. ¡Y me acordé de una estrella!
La estrella de mi maestro, la luz de mi amigo, la estela de mi cómplice: maestro, amigo y cómplice, de nombre Jesús, apodado “Burguillos”.
No eran las cinco lorquianas, que eran las doce de la noche en los abriles del Sur; un Sur pleno de lluvias y azahares; un Sur embriagado de primaveras; un Sur de gentes infinitas asomadas a los alberos de la vida; un Sur donde un peón de briega, sin más franela que sus sesenta y cinco años ni más percal que su pluma, intenta desde el alba a la atardecida, cortarle las orejas al mundo.
¡Y claro, a estas alturas del otoño, en el que el mundo anda descuajaringado, el demonio anda rechoncho y la carne anda en camino de no servir ni para picadillo, ocurre que al menor descuido, al menor despiste, al más leve esfuerzo, los dioses, que no Dios, te echan la vida al corral!
Aquella noche, sobre el filo de dos fechas (20, 21 de abril de 2007), cuando el túnel negro de las horas se anega de luz larga y esplendorosa, contemplé, en la bocana lejana de ese túnel, la figura de don Jesús. ¡Creedme que a pesar de mis náuseas, a pesar de las nieblas que festoneaban mi desorbitada mirada, extendí mis manos y grité su santo nombre, el nombre de don Jesús… don Jesús…!
Lo contemplé joven, risueño, con sus gafas sobre su nariz romana y un silbato cromado, dando vueltas sobre su mano derecha. Camisa de seda blanca, chaqueta oscura con bolsillos cansados y pantalones anchos, faltos de plancha. Iba descalzo, sin saber por qué, pero llevaba calcetines blancos.
Nunca me habló. Jamás en aquel travelling donde yo avanzaba mientras él se retiraba, hubo palabras, ni versos, ni un toque de silbato; que mientras yo gritaba su limpio nombre, él ‑con sus manos abiertas en cruz‑ intentaba detener mis ingrávidas pisadas con el poder de su sonrisa. No hubo palabras, pero le comprendí perfectamente. ¡Me ha dado, y lo digo casi en presente, la más grande de las esperanzas! ¡Me está, nos está esperando ALLÍ!
Después de este aviso (pues el susto se ha trocado en aleluya), ignoro si mi hiperactividad de jubilado compulsivo tendrá remedio o empeorará, pues ya sabéis hermanos safistas que el homo sapiens es más burro que Tacones.
Lo cierto es que, al abrir el ordenador, me encuentro, por causalidad y no por casualidad, dos hermosos artículos, uno de don Jesús y otro de Dionisio, que me confirman que somos espigas de una misma gavilla y, para más trigo, uno de los muchachotes que disfrutó de esos “ternos” impecables de tergal gris oscuro y que cantaron en el Palacio de los Deportes de Madrid en el Congreso Internacional de Pueri Cantores bajo la batuta del inolvidable don Isaac, era yo. ¡Don Jesús me ha enviado a cambio de mi breve visita, la foto de mis veinte años!
¡Que Dios os lo pague, amigos sofistas! La razón de mi gratitud no es otra que el haber comprobado en este intento frustrado de mi marcha, que al poner el pie en el estribo, mi corazón partido, casi hecho añicos, se ha puesto a latir de nuevo con vuestro recuerdo, porque tras don Jesús, tras su luminosa figura, no había coros de ángeles ni serafines, ni nieblas azules, ni nieves cálidas… Que sólo escuché su sonrisa y, llegando desde muy lejos… ‑como en falsete‑, una hermosa letra que todos aprendimos cuando nuestros corazones galopaban… entre los habares del camino machadiano desde Úbeda a Baeza.
Paso a la juventud,
que se abre a nuestra vista,
en ansias de conquista
del campo andaluz.
Y, a fuer de ser sinceros, tenemos que colgarnos la medalla de haber conquistado esos campos, o al menos de haberlo intentado; pero eso ha sido, con la ayuda de un castellano viejo y sin tacha: don Jesús María Burgos.
¡Un abrazo, hermanos safistas!

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