07-09-2012.
Aquel verano mío fue distinto y peculiar.
De acuerdo; otros lo pasaron en mis mismas circunstancias, pero ¿no tengo derecho a creer que el mío, mío, fue sólo mío y que lo de los demás me trae al pairo? Prosigo pues; que ese verano fue particular y no repetible (afortunadamente) y del que me acuerdo cada vez más, porque, por ciertas circunstancias, tengo que pasar por tierras de Almería frecuentemente.
Ese verano me llevaron, forzadamente, en un tren, junto con otros infelices, a la provincia de Almería, estación de Viator, que era en sí estación término y de la que salimos andando y en larga fila, petate al hombro, en plena y oscura madrugada hacia el campamento de instrucción de reclutas, creo que CIR “General Álvarez de Sotomayor”, ahora reconvertido en sede de la Legión.
Verano caliente y seco que allí se tornaba más caliente y más seco por la continuada actividad en que nos tenían todas las mañanas: instrucción, marchas o clases teóricas sobre un armamento irrisorio, que hubiese dado vergüenza hasta al peor ejército africano. Luego del calor, del sol inmisericorde y de lo demás, incluyendo las prácticas de tiro en las que algún paisano se vio muy comprometido (y yo muy deshidratado, porque más de una vez hube de estar en el foso, para parchear blancos y, cuando me coloqué la guerrera para la “jura”, parecía un pollo desplumado), las tardes soporíferas en las que leía A sangre fría de Truman Capote, y que alguien decidió, unilateralmente, “bajárselo” para su uso, sin pagarme el canon, como propietario que era del mismo, las completaba dando alguna clase de analfabetos (por cierto, las autoridades educativas nunca me admitieron estos servicios, aduciendo que no eran voluntarios, ¡como si todos los míos posteriores lo hubiesen sido!) y, al anochecer, la lata de cerveza al menos restauraba algunos de mis niveles hídricos y salinos.
Y el agua, tan escasa, que en la maldita M de duchas (maravilloso invento, cual un túnel de lavado, para personas) apenas si salían algunos chorrillos, en donde se detenían haciendo el ocho brasileño los que querían aliviarse los picores bajunos, y otros achuchaban, creo que aprovechando tener a mano tanta carnaza fresca de recios mozos. Pero entonces todos éramos mú machos, faltaría más.
El mar, tan cercano, nos era permitido los fines de semana, porque podíamos escapar a la capital. Ahí nos quitábamos las ropas militares para ponernos las nuestras de verdad, nuestras ropas de civil, e irnos a la playa del Zapillo, la más reconocida. Junto al asilo que allá había (ahora se le dirá “residencia geriátrica”) había ¡hasta un self service!, cosa fina para el tiempo aquel y que nos hacía creer unos veraneantes con posibles; hasta nos decíamos, riéndonos, si no se nos confundiría con los reclutas del campamento, cuando era evidente que ese triángulo de piel quemada debajo del cuello nos delataba irremediablemente. El colmo de la exquisitez consistía en largarnos a Aguadulce, donde la burguesía de la capital. Por cierto… que otra nota surrealista vivida consistió en ir en taxi de vuelta, en el anochecido agosto, por la carretera sinuosa en el acantilado y con una luna enorme reflejada en el mar, ¡oyendo a Manolo Escobar cantando villancicos! (y es que al taxista le encantaba su paisano y, por escucharlo, valía cualquier casete del mismo). Cosa fina, Navidad cayó en agosto.
Playa almeriense que ha cambiado, como han cambiado estas tierras del antiguo cine del oeste, como han cambiado sus secarrales sólo remediados en las umbrosas ramblas, oasis de verdor muy cuidados. Lo demás no era más que tierra herida por el rayo y nidos de alacranes. Aquella Almería apenas encerrada en sí misma, con la Puerta de Purchena como referente, hasta llegarse al Descargadero de Mineral, era todo lo que había que ver. La Alcazaba y sus aledaños era terreno vedado, o sólo para seres patibularios o irresponsables (o en búsqueda de sensaciones no santas). La zona no se le recomendaba a nadie. La Chanca era lo que su ahora reconocido como inventor del Indalo, Perceval, retrató una y mil veces y una y mil veces pintó.
Los almerienses se han olvidado de aquello. O no, pero lo parecen. Les gusta recordar los tiempos de gloria cinematográfica, cuando llegaban los del cine y ahí se hacían, en ese desierto tremendo y bello, horrorosas pelis del spaghetti‑western o magníficas producciones de grandes masas en batallas míticas. A mí no me pilló lo de los rodajes, que a más de un recluta con o sin niño lo apañaron para darse de panzazos en el terreno espinoso, siendo o romano, o alemán del Reich, cuestión de reparto. Me imagino las estrellas metiéndose en la capital y saliendo a escape, por diversas razones que sólo las entienden las estrellas de cine.
El Ejido no era El Ejido; en la práctica, casi ni existía, y la marcha desde o hacia esta capital era todo… menos cómoda, ni saliendo para Granada, ni para Málaga, y tampoco para Murcia. Las pasas, las naranjas, los jamones de Serón, el vino alpujarreño y la minería que se acababa en Macael o el oro menguante de Rodalquilar eran los índices de su economía; y la pesca, mientras no se tuviera en cuenta lo de Palomares (que no se tenía, ni para bien ni para mal).
Ahora, mirar un plano o mapa, o vista satelizada, de esta zona es mirar algo verdaderamente extraño, observar un mar fuera del mar, una enorme mancha blanca sin sentido que cubre las tierras cercanas a la costa, en especial la de poniente: los invernaderos. La riqueza de algunos, que les ha venido grande, demasiado rápida. La llegada de pueblos extraños, mezcla inverosímil de razas y costumbres, babel moderna, a los invernaderos o a sus efectos colaterales. Las rubias rusas, perdición de los morenos y trabajados varones de la zona. La invasión de las soñadas suecas, sin ser suecas. Cosas de los cambios inevitables.
Paso por tierras almerienses y me recuerdo que aquel verano fue singular y que no podrá repetirse, a Dios gracias.