13-09-2009.
Recojo estas anécdotas de hoy, junto con otras de nuestros años de infancia, con el único objetivo de llevar, esta Navidad a vuestras casas, una sonrisa o una reflexión. Pero reconozcamos que de no haber dispuesto de una recia formación religiosa, «¡Viva la Safa!», hoy estaríamos más perdidos que un gato en un cabaré.
Nosotros y las generaciones que fuimos educados en la búsqueda de verdades inalterables y criterios firmes, sólidos y permanentes, estamos desorientados, despistados, confusos… Y no digo embarazados, porque ¡sólo faltaba eso!
Creíamos ciegamente en la democracia y contemplamos atónitos que el programa más votado no es el que eleva a más nivel social o popular su mensaje, sino el que es capaz de prometer una bajada más drástica de los impuestos.
La sed exagerada de libertad, motivada por anteriores sumisiones, ha concluido en una ruptura salvaje con la moral de nuestros padres, para desembocar finalmente en el más absoluto de los egoísmos. Veamos algún ejemplo. ¿Alguien cree que los hijos siguen en casa de sus progenitores hasta edades impensables en otro tiempo, por amor a los padres? No señor. El amor se lo tienen a ellos mismos. La lealtad es cada vez una cualidad más extravagante. Nuestra juventud reclama puestos de trabajo fijos y seguros, para abandonarlos de inmediato a la menor dificultad, o ante una oferta diferente.
¿Qué decir de la rectitud o la honradez? Los modélicos prohombres de hoy pueden ir a la cárcel mañana, sencillamente por sinvergüenzas.
¿Y de la solidaridad? La integración europea, el progreso y la modernidad nos han llevado a los nacionalismos crueles, miopes, analfabetos y excluyentes.
De los curas, no hablemos, porque ya lo hemos hecho suficientemente.
Vivimos, en la actualidad, años en los que la bonanza del «España va bien», referido casi exclusivamente a su aspecto económico, oculta el aumento terrible de los niveles de vulgaridad y la ausencia de valores en nuestra sociedad. Nosotros siempre fuimos educados en las ideas contrarias. El prestigio había de ganarse con el esfuerzo y la lucha, dentro del respeto y la consideración hacia los demás. El dinero no era un valor en sí mismo, que hubiera de conseguirse a cualquier precio, incluyendo la pérdida de nuestra integridad. Lo verdaderamente rentable e importante era la coherencia, la autenticidad, la cultura, la generosidad, la comprensión, la ayuda desinteresada. Creo que, en esto, todos estaremos de acuerdo.
El sueño andaluz de Las Escuelas y los resultados educativos obtenidos fueron toda una demostración de grandeza, generosidad, integridad e inteligencia. Todos ‑sacerdotes, profesores y alumnos‑ fuimos capaces de crear un clima especial, en el que cada uno de nosotros aportó, en muchas ocasiones, lo mejor de sí mismo.
La filosofía de la Institución, basada en el esfuerzo, entrega, trabajo, testimonio, valentía, estudio, solidaridad, afán de superación, etc., fue esencial entonces y decisiva más tarde, cuando nos tocó actuar en el teatro de nuestras vidas. El ejemplo que recibimos de las personas que contribuyeron a ir conformando nuestra personalidad fue, sin duda, una realidad magnífica y admirable de incalculable valor. Todos trabajaron con la ilusión de conseguir de nosotros algo muy especial, algo más de lo que ellos eran: aquello que no tuvieron oportunidad de ser. No podemos olvidarlo. Cuando finalizamos nuestra formación, estábamos convencidos de que era así y de que nuestro testimonio y agradecimiento no les faltaría. Más tarde, los problemas, las dificultades, las decepciones, la familia, el trabajo… desviaron nuestra atención hacia asuntos más concretos, próximos e inaplazables.
La loca aventura de Las Escuelas es seguramente una de las empresas más hermosas y emocionantes de la historia de la posguerra en Andalucía. Una aventura llevada a cabo por magníficas personas que no buscaron la fama, ni el dinero, ni el poder, ni el oportunismo. Buenísimas personas que dieron todo lo que su corazón les empujaba a dar, simplemente por el placer inmenso que supone entregarse, aún a sabiendas de que nunca tendríamos ocasión de corresponder a sus atenciones.
Me gustaría recoger los testimonios de esa época maravillosa, tanto de quienes de forma especial destacaron por su sensibilidad extraordinaria, por su insólita vocación, por su capacidad de esfuerzo, por su especial estética moral y educativa, como de los que, ocupados en tareas no docentes y contagiados de aquel ambiente, supieron estar a la altura y tratarnos como a personas, puesto que, en aquel tiempo, esa era nuestra única aspiración. Todos dejaron en nosotros una honda huella que, después de los años, aún permanece. Recibieron entonces nuestro afecto y ahora nuestra mención obligada. Fundamentalmente quiero recordarlos, porque unos y otros supieron dar lo mejor de sí mismos y añadir claridad, belleza y alegría a nuestra flamante juventud.
Esa es la razón por la que me gustaría incluir en estas historias a personajes como Matías, el conserje, comunista radical que cada día contaba los días de vida que podían quedarle al régimen de Franco.
A Luis, el carpintero, que cada vez que necesitaba un clavo o un tornillo para arreglar una puerta tenía que bajar a buscarlo a los talleres. ¡Con dos puntitas se le iba la mañana!
A Dolores, la responsable de la enfermería, que nos guardaba para la noche la leche que sobraba, para que nuestra salud y nuestro aspecto mejoraran en lo posible.
A las monjas que, en secreto, nos planchaban las camisas para que las luciéramos los domingos ante las señoritas ubetenses, por la Plaza o el Real.
Alumnos como Ángel Soria, responsable de que las clases quedaran perfectamente barridas y limpias, quien, arrebatado de pasión en el cumplimiento de su encargo, si descubría un granito de serrín en un rincón de la clase o bajo la pata de una mesa, te colocaba “tres escobas más”.
A los sacerdotes, que ponían lo mejor de sí mismos para hacer de nosotros muchachos especiales. A nuestros maestros, que hubieron de enseñarnos, sobre todo al principio, en aulas frías y tristes, desprovistas de los más elementales instrumentos; que fueron capaces de suplir todas las deficiencias de aquel tiempo con el amor por la educación y por nosotros; que, con el fuego de su vocación, encendieron la nuestra, la más hermosa que humanamente puede florecer en el corazón de los hombres.
A los compañeros, porque de todos aprendí y todos me ayudaron a salir adelante. Unas veces fue su ejemplo; otras su estímulo; las más, su ayuda y su afecto. Gracias a ellos, los años de mi infancia y adolescencia transcurrieron felices, dentro de la dureza y dificultad que la época comportaba. Para mí, fueron auténticos hermanos con los que compartí altruismos y rivalidades, acuerdos y discusiones, alegrías y penas, juegos y estudios, sin traumas, dramas, ni tristezas, sintiéndome entre ellos libre y feliz a la sombra de aquel ambiente de estima y alegría.