El buscador de enigmas, 2

12-09-2009.
Nosotros hemos encontrado, aquí en el valle, junto al “Río Grande” de los hijos de la media luna, muchos indicios. Indicios junto a un río sultán, el Guadalquivir, al que rinde vasallaje un río tan castellano como templario: el Jándula.

El primer indicio no es una montaña sagrada ni vieja: es una montaña novísima y maldita, plantada por los hombres sobre el valle. Tiene forma de pirámide cuadrangular truncada. En sus entrañas no hay faraones momificados ni sarcófagos de oro macizo. Es sencillamente, un estercolero de residuos radiactivos.
Ahí, desde Cáceres, desde Ciudad Rodrigo y desde el Cabezo nos han enviado, en depósito, una herencia tan tremenda como mítica.
Esa herencia nos ha llegado desde lugares graníticos, desde la nueva y torpe alquimia de la transmutación, sin que su catalizador sea la piedra roja. Esa herencia ha sido transportada hasta nosotros desde las cercanías o proximidades de tres centros o lugares de poder, desde tres lugares mágicos: Guadalupe, la Peña de Francia y el Cerro de la Cabeza.
¿No son las imágenes que se veneran en estos tres lugares, tres vírgenes negras? ¿Acaso no son sus caminos, los caminos de la plata?
He ahí un misterio y una realidad. El misterio de los minerales radiactivos y la pujanza económica de la plata.
Tres parajes, tres aras, tres altares de la alquimia vieja, que dan argumentos para pensar, pensar y pensar, si el mito de “los atlantes” no fue ayer una realidad.
Indicios, indicios e indicios en nuestras mismas narices. Indicios de un pasado ignorado, de un recuerdo incierto, de una búsqueda y de una represión.
Represión llevada a cabo por quienes intentan, hoy como ayer, ayer como hoy, por todos los medios, borrar la memoria sabia de los pueblos viejos, ya que el redescubrir LA VERDAD, pudiera acarrearle perder grandes cotas de poder o dejarles en evidencia.
Por ello, la misión de los escasos buscadores que hoy superviven es bucear entre esta sociedad sin rumbo, con lo que ello conlleva de secretismo, discreción y discriminación, tomándolos por ciudadanos molestos y demonizándolos, desde el escondite de nuestras comodidades.
Pero aquí, en las tierras de Andújar, dentro de cuyos límites tenemos la grandeza y el peligro de un centro de poder como el Cerro de la Cabeza, LA VERDAD, asusta, duele, muerde. Por ello, algunos llevan intentando esconderla, maquillarla, extrañarla, quemarla, siglos enteros.
¿No siguen intentando ahora, en el tercer milenio, ocultar las escorias, las gangas, que resultaron de arrancar, a la Madre Tierra, el uranio de su virginal vientre?
Acabaron con la plata y se iniciaron en la manipulación de los átomos. En plena Sierra Morena, a poca distancia del Santuario, hubo una mina de donde se extrajo tierra radiactiva. Le pusieron a la mina un nombre: Mina de la “Virgen de la Cabeza”.
Por eso, estamos en condiciones de afirmar que Paco Calzado, en su denodada búsqueda por encontrar la imagen primitiva de la Virgen, acertó de lleno al poner título a su libro: El enigma de la Virgen de la Cabeza.
Un enigma permanente; un enigma anterior al 12 de agosto de 1227 y posterior al 1 de mayo de 1937; un enigma que, por designio de los dioses o por voluntad de los hombres, ha hecho que en el altar granítico de nuestra Montaña Sagrada, milenio tras milenio y a pesar de “las apariciones” y “desapariciones”, siempre existió y existirá alguna piedra que adorar; o, si quieren, para que los teólogos de la certeza no me condenen, alguna diosa que venerar, se llame Isis, Astarté o María.
Aquellos antepasados nuestros, cuando comenzaron a caminar erguidos, descubrieron las estrellas, el Sol y la Luna. Aquella Luna, más cercana, más tangible, que menguaba hasta desaparecer, que crecía y se llenaba de luz blanca periódicamente, marcaba las horas incluso del vientre fértil de aquellas mujeres.
Aquellos antepasados nuestros la adoraban: veneraban la fertilidad que se ocultaba en las rendijas de la tierra y entre los muslos de sus hembras.
Aquellos antepasados nuestros se hicieron religiosos (de re-ligare, ‘volver a atar’) y buscaron dioses a quienes confiar sus carencias y vírgenes en quienes depositar sus esperanzas.
A pesar de Babel, aprendieron la sabiduría del lenguaje e intentaron comunicarse con el futuro, pintando con almagras los muros cavernarios o cincelando con huesos o sílex la dureza de los dólmenes. Luego morían y, sus hijos o sus padres, los escondían entre las piedras.

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