04-06-2008.
Con la llegada del verano, España entera hierve en ferias. Hasta el último rincón habitado de nuestra querida piel de toro se entrega a un alocado festín verbenero repleto de actividades festivas, tratando de mejorar las del año anterior y compitiendo sin consideración con las del vecino colindante. A pesar de la desaprobación con la que cuentan los concursos de belleza ‑entre el colectivo feminista‑, la verdad es que proliferan considerablemente y son muy bien acogidos por la mayor parte de la población. Detractores los hay, y cada vez se hacen oír con más fuerza; sobre todo, a raíz de aquel sonado incidente protagonizado el año pasado por Miss Cantabria, a quien le fue invalidado el título por el solo hecho de ser madre.
El calendario nos lleva a unas fechas que sacan a la palestra a los concursos de belleza y conviene analizar la situación, porque sería conveniente tomar posiciones ante un eventual caso. Así, la infamia cometida contra esa mujer, a la que le fue invalidado el título por el solo hecho de ser madre, es algo escandalosamente humillante para ella y un hecho vergonzante que subleva al más pintado. Justo es decir también que las bases del concurso exigían ser soltera y sin hijos, al igual que todos los concursos de misses, incluidos los de España y Universo. Estos certámenes están vinculados y correlacionados entre sí, y la redacción de las bases corresponde a la Organización Mundial, por lo que la Organización Cántabra se vio obligada, por imperativo legal, a desposeer del título a la ganadora. Unas bases arcaicas y anticonstitucionales que debían ser renovadas, cierto; pero que si uno voluntariamente se vincula a ellas, aceptándolas, debe acarrear con todas las consecuencias.
La ganadora de Miss Cantabria 2007,
Ángela Bustillo, con su hijo de tres años en brazos.
La polémica, aún hoy, no está ausente de enconados comentarios. Destacan los que quieren atajar el problema desde la mismísima raíz; es decir, los que cuestionan la pervivencia de estos concursos y propugnan la abolición de todos los certámenes de belleza. Argumentos se han oído de todo tipo: «que si es denigrante para la mujer», «que la mujer es considerada un objeto», «que es lo más parecido a una feria de ganado»… Ha habido un afamado tertuliano radiofónico que ha afirmado, sin el menor rubor, que «quienes organizan estos concursos son unos pedorros». ¡Lo que hay que oír!
Yo no sé si decantarme a favor o en contra de los concursos de belleza; quizá me ayudaría mucho a definirme si alguien me contestara a estas reflexiones que seguidamente expongo: el concurso, la competición, la rivalidad… forma parte de la naturaleza humana; lo llevamos en los cromosomas. Desde el mismo momento de nuestra concepción, desde que somos espermatozoides, ya empieza la competición: el que primero llegue, el más veloz, el más vigoroso, el más capaz… será el que fecunde. Después, en el parto, debes estar bien preparado para no sucumbir en el intento. En la escuela compites con los demás niños por las notas, tratando de ser el mejor, el primero. Todos queremos formar parte del equipo de fútbol del colegio, pero sólo los mejor dotados son titulares (se podía hacer un turno rotatorio por apellidos de la A a la Z, pero no). Con tus amiguillos rivalizas a ver quién corre más, quien la tiene más larga o quién llega con la meada más lejos. En la Safa, para qué recordar: todos lo sabemos… En la Universidad, el que llega ha debido superar la Selectividad, odiosa palabra que lo dice todo: sólo los más capacitados son seleccionados y podrán elegir carrera (se podía hacer también una selección por orden alfabético, pero no). Después vienen oposiciones y procesos de selección varios para poder trabajar. ¿Quién aprueba?, ya se sabe… los mejores. Punto y aparte merecen las competiciones deportivas, todas para superdotados físicamente y donde la violencia y la mala educación están al orden del día, cuando no planea la sombra de las drogas; pero no hay que decir nada, está bien visto. Y como colofón tenemos las Olimpiadas, tan antiguas como la misma Grecia, en las que chicos jóvenes, atléticos, apolíneos, potentes (las mujeres se han incorporado recientemente) hacen una exhibición de sus indiscutibles dotaciones físicas en carreras, levantamiento de pesos, gimnasia, saltos, lanzamientos, etcétera; a pesar de ello, a nadie se le ocurre compararlos con una feria de ganado o con una exposición de bestias de carga.
No sé qué puede tener de negativo un concurso carente de toda violencia y con total libertad de participar o no. Creo que son tan dignos y merecen el mismo respeto, o el mismo rechazo, que todos los concursos. Más bien ‑me temo yo‑, que la animadversión por los concursos de belleza se debe a una visión machista y excluyente de sus detractores (hombres y mujeres), sólo porque se trata de un concurso femenino; y como resultado de una interpretación pobre, calenturienta y libidinosa del observador.