Hay en la Galería de fotos de nuestra página web (Conjunto humano safista) una fotografía que muestra el valeroso equipo de la Safa en el campo de fútbol de Colegio (¿1960‑61?). En ella me veo agachado, a la derecha de Henares y con la mano derecha vendada. Sería un domingo de primeros de junio por la tarde. El sábado anterior, y con el equipo de la Segunda, jugué otro partido en Jódar, cuyo campo de fútbol se situaba, creo, en un descampado y al borde de unos establos grandes en donde se amontonaban cajas de madera repletas de pacas.
De izquierda a derecha. Agachados: Velasco, (?), (?), Lara y Henares. De pie: Moreno, Bejarano, (?), Yeste, Molino y Tirado. (Si me los decís, añado los apellidos que faltan).
En el descanso nos repartieron unas gaseosas; cogí la mía y me fui a abrirla contra el borde de una caja, sin percatarme de que, apoyada y escondida entre el heno, había una acerada horca. Al golpear con la palma de la mano derecha y con gesto seco la parte superior del cuello de la botella para hacer saltar la chapa, un diente exterior de la horca me atravesó la mano entre el nacimiento del dedo anular y del meñique. Aún conservo una pequeña cicatriz. Con la mano ensangrentada buscaba a alguien que me atara un pañuelo para cortar la hemorragia. Un hombre que bebía vino empinando una botella junto al córner se acercó a mí y me roció abundantemente la herida.
‑Esto no es nada, chaval ‑me decía.
Alguien me envolvió la mano con un trapo. No jugué a gusto el segundo tiempo porque me daba vueltas en la memoria la “enorme” inyección antitetánica que la Paqui, una vecina mía del pueblo, tuvo que ponerse con motivo de un corte que le produjo una lata de conservas que se encontró en la corraleta de cerdos de su casa.
‑Nada, ‑me decía mientras perseguía el balón‑; que de vuelta al Colegio me tendré que poner la terrible inyección antitetánica.
***
Siempre le tuve un misterioso temor a todo objeto de metal punzante. Particularmente a las agujas y, terror, sí, terror pánico a las inyecciones. El caso es que mi primer recuerdo, que pavorosamente se esconde en los más íntimos recovecos de mi conciencia, debe datar de la primera infancia. En esa edad en la que realidad y fantasía suelen convivir en perfecta e irrepetible armonía. Tanto lo que ves como lo que te dicen o te cuentan. Es esa edad de la que recuerdas que solías obedecer a los tuyos sin chistar; o en la que creías a pies juntillas en los Reyes Magos; esa edad en la que piensas que las personas mayores no mienten; o de la que conservas indeleblemente grabada la imagen de las suelas marrones y verticales de los zapatos negros y brillantes del abuelo muerto y extendido sobre su cama.
Esa edad en la que, como me pasaba a mí, para protegerme ‑o controlarme‑ durante las largas siestas del verano en las que siempre quería salir a la calle mientras los demás dormían, mi madre le contaba a mi tía Angelita durante el almuerzo, casi cuchicheando y mirándome a veces de reojo que, últimamente, se había visto rondar por el barrio a un hombre algo jorobado, barbudo, tocado con un sombrero negro y aceitoso que le ocultaba las greñas, con pantalones remendados por el trasero y rajados por las rodillas, botas con tachuelas que hacían un ruido osco y seco por el acerado de las calles, sobre todo con la pierna que arrastraba, y que llevaba colgado al hombro un gran saco, como esos en donde se guarda el bacalao que se compra en el comercio de la Casimira; y que, seguramente, el saco contenía las mantecas que el cojo, tuerto y jorobado les sacaba a los niños con agujas muy finas y navajas muy afiladas para luego venderlas a gente rica y tísica de otros pueblos.
‑Sí ‑confirmaba mi tía mientras rajaba una reluciente sandía verdeoscura‑. A mí también me lo han contado esta mañana en la plaza de abastos; y hasta Prieto, el guardia civil, comentaba que tuviésemos cuidado con los chiquillos, sobre todo durante las siestas, porque era cuando el Tío Mantecas solía salir de caza.
‑Era realmente un hombre muy malo y difícil de apresar ‑remachaba mi madre casi confidencialmente al oído de mi tía‑, porque, como decía Prieto, “aparecía y desaparecía cuando uno menos se lo esperaba”.
¡Qué enormidad! ¡Y cómo no me lo iba yo a creer, si me lo decían mi madre y mi tía Angelita que tanto me querían! Las siestas del verano las pasaba, pues, en el patio, jugando sin hacer ruido con mi gato Manolete en los arriates, tirando chinitas al pozo o impidiendo a la multitud de avispas que se posaran en los recién brotados racimos de la parra. O dibujando en un cuaderno con tapas verdes que la tía Angelita me había comprado por mi santo en “ca la Casimira”.
Y por las noches soñaba con las agujas y navajas del Tío Mantecas, a quien nunca logré ver. Ni lo deseaba; porque aquello de sacar con agujas las mantecas a un niño… Y me venía a la mente cuando mi padre, ayudado por mi tío Juan, le abrió la panza al cerdo durante la matanza de enero y le sacaba las mantecas con un gran cuchillo. El cuchillo vale para el cerdo; pero sacar las mantecas a un niño con una aguja fina… Y que tendría que ser larguísima o, por lo menos, bastante más larga que las que utilizaba mi madre cuando se sentaba a coser después de la siesta y tomaba café con mi tía y la Mariquita, la vecina de enfrente que siempre en verano venía a casa a la hora del café para hacer bodoques con una especie de punzón color manteca. Ella solía traer perrunas o roscos de vino. Yo asociaba el punzón de la Mariquita con una historia que una tarde les contó a mi madre y tía Angelita, mientras lo hendía con un movimiento ágil de su muñeca en la tela blanca y bordada de las servilletas y manteles.
‑¡Y lo que sufrió la pobrecita! ‑decía con la cabeza inclinada y la mirada fija en la punta del punzón‑. ¡Y mira que le dije que tuviera cuidado con la lata de melocotones! Pero ya sabéis cómo es la Paqui; que es suficiente que le digas algo para que haga lo contrario. ¡Qué edad Dios mío, qué edad! ¡Que ya va para doce años!
Yo estaba sentado en el batiente, bajo la sombra de la parra y dibujando cualquier cosa. La conversación sólo me llegaba a retazos. Pero me quedó lo esencial. O al menos lo que nunca olvidaría: que la Paqui, la hija traviesa, pelirrojilla y cabezota de Mariquita, se puso un día a manosear una lata de melocotones vacía y sucia que se había encontrado en la corraleta de la casa en donde estaban los cerdos; que se había hecho un corte serio en la pantorrilla con la tapadera abierta de la lata; que no se sabe cómo se las apañó, pero que ella, Mariquita, no lo vio hasta tres días después, cuando ya la herida estaba bastante infectada; que tuvieron que llamar al practicante; y que con receta del médico tuvieron que comprar en la botica un suero porque a la Paqui le podía dar “el tétanos”.
‑ Que ya se sabe ‑seguía con su historia Mariquita‑, que si te cortas o te pinchas con algo que han estado hociqueando y guarreando los animales… Que ya sabes tú, Angelita, lo malo que es el tétanos ese, ‑decía señalando a mi tía con el punzón y agrandando los ojos‑; que se puede morir una si no le ponen la inyección esa del suero. ¡Y que una se muere rabiando como un perro! ‑añadía haciendo muecas raras con la boca‑. Yo estoy segura de que la inyección del practicante salvo a mi Paqui. Pero hay que ver ‑añadía sacudiendo la cabeza‑, ¡cuánto sufrió la pobre chiquilla al ponérsela! ¡Chillaba que parecía que la estaban matando! Y es que la aguja “se‑las‑traía‑en‑bote”: era finita, pero más larga que ese punzón ‑remató Mariquita arqueando las cejas, señalando al punzón con la barbilla e imitando con dolorida sordina los gritos de su niña.
Sin duda yo asocié la salvadora inyección con el punzón de la Mariquita, que en ese momento me pareció más largo que nunca, y sobre todo con la larguísima aguja del Tío Mantecas; de tal manera que, desde entonces y durante mucho tiempo, la “aguja del Tío Mantecas”, la “infección por herida con contacto animal” y la “enorme aguja de la inyección antitetánica” convivieron fundidas con el “sufrimiento de muerte” que padeció la pobre Paqui. Y claro que yo me creía a fondo la dramática historia de la Mariquita. Si se la creían con cara muy seria mi madre y mi tía, ¿por qué yo no?
***
Andando el tiempo, mi rechazo y temor a las inyecciones no hizo más que crecer. Y a ello contribuyó claramente el que cuando volvía de la Safa para disfrutar de las vacaciones de verano, a menudo y de improviso sangraba por la nariz y estaba tan delgaducho que mi madre terminó dictaminando que había que ir al médico, el cual, sin ningún remilgo ni compasión recetó que, además de tomar cada día dos cucharadas de aceite de hígado de bacalo, el practicante me pusiera una inyección de lo mismo cada dos días para fortalecer mi esmirriada naturaleza. Y ello durante todo el verano. Ni qué decir tiene que, cuando mi tía me llevaba a casa del practicante, íbamos andando despacio y por aceras diferentes; yo renqueando compungido y ella diciéndome de vez en cuando y cariñosamente:
‑¡Pero, hombre, si es por tu bien! No te lo tomes así.
Tampoco hace falta señalar que, al volver a la Safa, tenía mis posaderas como una regadera.
Y así, año tras año, hasta el partido de fútbol en Jódar. “¿Que me tengo que poner una inyección antitetánica en la enfermería del Colegio? ¡Ni hablar!”. Y se me agolpaban en la memoria los pasados tristes sucesos del Tío Mantecas, de la Paqui y de mis sufrientes glúteos. “Pero ¿y si me ataca el tétanos? Pues que me ataque, pero de inyecciones ‘largas, finas y dolorosas’, ni pensarlo”.
Decidí ‑¡qué absurdo pero qué lógico!‑ que buscaría al padre Mendoza en cuanto llegáramos al Colegio y le pediría confesión. “Me muero, si hace falta, ‑pensaba‑ pero de inyección antitánica, nada”. Fui a su cuarto y, sorprendido, me preguntó la razón de mi petición tan a deshora. Le respondí que quizás se lo diría después de confesarme. Aceptó y en su mismo cuarto me dio la penitencia y absolución. Me miró la mano, me preguntó que qué me había pasado, le conté el percance y, poco a poco, se fue destapando la olla de mis desdichas, temores y decisión “heroica”.
Si en la foto de la Galería mi mano derecha está vendada, es porque en aquel atardecer del sábado de junio, y tras mi doble confesión, el padre Mendoza logró convencerme de que convenía ir a la enfermería, desinfectar correctamente mi mano y aceptar que se me pusiera la inyección antitetánica por si acaso. Que lo hiciera no por mí, sino por mi familia y por la grave situación en que pondría a la Safa si…
Quizá el padre Mendoza me salvara entonces de aquella “rabia de perro” que pudo darle a la Paqui del pueblo. Pero sigo sin estar plenamente convencido de que me pudo dar el tétanos; y busco excusas para convencerme de que quizá pudiera haber soslayado la famosa inyección por lo bien que me desinfectó el vino de aquel buen hombre de Jódar. Lo que sí recuerdo es que la aguja de la jeringuilla era bastante menos larga de lo que mi miedosa imaginación había venido acumulando en la memoria. Ahora, que también recuerdo, y perfectamente, que me dolió. ¡Vaya que si me dolió!
15-02-06.
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