«¡Muchas gracias…; de nada…!»

Es una suerte tener nietos inteligentes que te hacen aprender y vislumbrar, cada día, un futuro más halagüeño. Es lo que me ocurre a mí con mi pequeño Saúl que todos los días me sorprende -y varias veces- con sus “caídas” de parvulito avispado.
Ayer estuvo con nosotros, sus íos (abuelitos) maternos, casi toda la tarde, puesto que -además de regalarnos su simpatía y empatía espontáneas- sabe usar las palabras y frases adecuadas de lo que quiere expresar o pedir, con esa clarividencia que le caracteriza y con la claridad que tiene al hablar, sorprendiendo al que lo oye por primera y siguientes veces, usando un vocabulario preciso y acertado, cual bisturí de cirujano lingüístico impecable. Ahí van tres ejemplos. Uno: volvió a sorprendernos con su fresco y rico lenguaje al explicarnos claramente lo que son los “pivotes” que han instalado en su calle de Sevilla, para que no aparquen los coches en Semana Santa; dos: cuando jugamos a “la guerra de los cojines”, cómo sabe zaparse de ellos cuando se los lanzo y expresar alegremente el verbo exacto: «los he “esquivao”…»; y tres: para comérselo estaba cuando iba contándonos, ce por be, la ponencia infantil que tuvo que dar el otro día ante sus compañeros  y Juande -su maestro- sobre el tema del calamar, pues sabe explicotearse muy bien, diciéndonos que el dibujo que presentó se lo había pintado su hermano Abel y que lo habían coloreado al alimón; y cuyo texto -elaborado y repasado varias veces por su madre antes de la disertación- nos hicieron imaginar el momento perfecto que protagonizó en su aula, añadiendo todo tipo de detalles, con sumo desparpajo: que tiene unos brazos largos que son los tentáculos, que vive en aguas templadas o frías, que tiene tinta para defenderse de sus enemigos, etc.

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