Recuerdos de la SAFA – 59: Despedida y cierre

Recuerdos de la SAFA – 59: Despedida y cierre.

Ese año, último de nuestra estancia en la SAFA, al ser los mayores del colegio (ya no nos llamábamos “la primera división” como antes pero nos sentíamos como el último mohicano de la SAFA, representantes de un perfil de alumnado que nunca volvería a darse) teníamos libertad de entrar y salir. Y a fe que lo disfruté: cuando el horario de clases (y el clima) lo permitía me daba una escapada por Úbeda con mis amigos Andrés, José María, Quini o Juan, y a veces no volvíamos ni a la cena porque ya no era obligatorio.

Ante el Hospital de Santiago, endomingados para el paseo.

De hecho, creamos una relación de amistad cómplice con Tito, el portero, que no solo nos abría la puerta a horas intempestivas sino que a veces nos quedábamos un rato con él en la portería charlando de lo divino y de lo humano (más de lo segundo que de lo primero, sobre todo Andrés, un gaditano con unas ganas de cachondeo infinitas). También influyó, no cabe duda, el hecho de que salía con una chica ubetense y aunque ella tenía una hora tope para volver a casa (recordemos a Serrat y su “Poco antes de que den las diez”) yo me quedaba más tiempo con los amigotes dando vueltas por el pueblo, sin descartar una última visita a los billares.

Mis nulas ganas de participar en todo lo que no fuesen clases y exámenes me llevó a nuevos conflictos, parecidos al ocasionado por la obra de teatro. El curso anterior había participado en la “gala” de Navidad que todos los años se hacía en el patio de columnas, declamando un poema de García Lorca, concretamente el famoso

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.

Al Rector le gustó y le dijo al H. Casares, nuestro tutor, que quería que yo volviese a declamar este año otro parecido. Yo me negué aduciendo que tenía mucho que estudiar. De nuevo se impuso la razón de Estado: yo actuaría por bemoles. Lo único que podría elegir era el poema, eso sí, de García Lorca, que le gustaba al Rector. Y puestos a tragar, con todo el recochineo elegí el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”

Fiesta de Navidad en el patio de columnas

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

Al poco, la gente estaba de las cinco de la tarde hasta el moño, el Rector me miraba con ojos poco amigables y el Prefecto, ni te digo. Pero como las cosas que se pueden empeorar siempre empeoran, al final, fuera de programa, subimos mi compañero Simón y yo a hacer un dúo sarcástico que se basaba en comparar la vida en la SAFA con títulos de películas famosas. Al principio la cosa iba suave:

Dúo cómico con Simón

– ¿El café del desayuno?
– Las aguas bajan turbias.
– ¿El dormitorio?
– Estación Polar Zebra

Risas indulgentes…

– ¿La administración?
– Alí Babá y los 40 ladrones.

El administrador, allí presente, bufó, se levantó y se largó por la puerta lateral.

– ¿El Padre Prefecto?
– El gran dictador.

El acabóse. El afectado saltó como un resorte de su asiento en la primera fila y dijo: “¡Hasta aquí hemos llegado!” (o algo así, no recuerdo bien las palabras textuales, pero la orden fue evidente). Se acercó a nosotros y nos exigió la entrega del papelajo que teníamos a modo de guion. Simón y yo nos miramos y nos dijimos: “Ya estamos listos…”

Al día siguiente nos fuimos de vacaciones de Navidad con el canguelo en el cuerpo. Ambos éramos de Nerva y cuando nos veíamos por el pueblo nos preguntábamos: “¿Tú has recibido alguna carta?” (obviamente, de expulsión). “Yo no, ¿y tú?”

Volvimos en enero, y nadie nos dijo nada. Alguien nos dijo que el Rector había parado la expulsión que le propusieron. Deo gratias!.

Exámenes finales. Agenda SAFA.

Con más pena que gloria llegamos a finales de abril, a los exámenes finales. Algunos compañeros no los superaron, quedándose en tierra con lo que esto significaba. Los que aprobamos nos encerramos en los cuartos a empollar como locos porque ahora teníamos la Reválida de la SAFA, que tenía fama de su dureza hasta el extremo de que quien la pasaba tenía el pasaporte para pasar la del Estado en la Escuela Normal de Granada a la que estábamos adscritos.

Recuerdo aquellos días como si hubiese aterrizado en un mundo extraño: no teníamos clases, ni horarios, ni misas, pero nos sentíamos más sujetos al estudio que nunca. Horas y horas apalancados ante los libros y los resúmenes en papel reaprovechado, paseos por los pasillos para despejar la mente, caminatas por los campos de deporte recitando los temas de memoria, sentadas con los compañeros para solventar dudas (¡las malditas Matemáticas!) o preguntarnos la clasificación de los artrópodos o el relieve de América.

Antiguo calentador de agua

Curiosamente, el pecado nefando que en años anteriores nos podía llevar a la expulsión fulminante pasó a ser un hábito tolerado: ahí nos tienes a todos fumando como carreteros (eso sí, sin salir de nuestro entorno) y bebiendo café concentrado (vamos, el Nescafé de siempre) en el vaso de duralex donde metíamos un artilugio eléctrico para calentar el agua. Antes usábamos un chisme de plástico, redondo, de color blanco, que tardaba bastante en calentar el agua y se fundía con cierta frecuencia lo que dañaba nuestros escuálidos bolsillos. El año anterior apareció un compañero con un chisme metálico, mucho más grande, que decía que calentaba el agua en un plisplás, lo cual era cierto, pero no menos cierto era que más de una vez se llevó por delante los plomos del cuarto.

Llegados a la temible cita de mayo, el miércoles 27 empezamos con el ejercicio escrito. Se habla mucho de la soledad del portero ante el penalti, pero la de verte ante un rimero de folios en blanco, un bolígrafo BIC y una serie de temas de las asignaturas cursadas no se queda atrás. El tiempo parecía volar y la muñeca nos dolía de escribir mucho y con premura. Cada vez que oías “¡dejad de escribir!” te entraba una angustia al darte cuenta de las cosas de las que no te acordabas o de aquellas que aun sabiéndolas, no te había dado tiempo a escribirlas.

Aula SAFA

El examen oral tenía mayor componente de tensión: entrabas en el aula grande que daba al patio, te plantabas ante una mesa con cinco profesores y te iban preguntando cada uno de lo suyo. O no, porque D. Juan Fernández Fuentes me ametralló con preguntas variopintas de Geografía e Historia, Pedagogía, Psicología y Paidología, cambiando de una a otra y de la otra a la una de tal forma que aún no había terminado de contestar sobre el reinado de los Reyes Católicos cuando me preguntaba por el modelo educativo de Piaget. No se quedó atrás D. Lisardo, que me espetó cuatro preguntas seguidas de Filosofía, sin respirar, incluyendo el terrible silogismo de costumbre. Sin embargo me sorprendió la actitud de quien era el más temido por mí, D. Francisco Moya, “El Perito”, que sólo ­me hizo una pregunta, bien sencilla, de Matemáticas. Quizás fuese porque en Tercero ya no teníamos esa asignatura o porque le conturbó el asedio a que me habían sometido sus colegas, pero lo cierto es que me pasó la mano quien yo temía como a una vara verde. No a todo el mundo le fue así de mal: a varios compañeros que provenían de Tercero los vimos salir con una sonrisa de oreja a oreja y a nuestra pregunta de cómo les había ido, respondían “bien, muy bien, me han preguntado las provincias de Castilla la Vieja y la clasificación de los insectos”. Ante nuestra incredulidad (“y ya está, eso fue todo?”) se encogían de hombros y se iban al patio de columnas con los colegas.

SAFA. Pasillo aulas de Magisterio

El último examen era el práctico, en que teníamos que desarrollar una unidad didáctica. Yo no me compliqué la vida y preparé una sobre los polígonos, con modelos recortados en cartulina de colores. No entusiasmé al tribunal, se notó mucho. El que cortó oreja y rabo fue Hipólito, un chaval de Úbeda que se incorporó desde Bachillerato (y que nos aguantó innumerables bromas pesadas con una entereza digna del Campeador) que dedicó su exposición a las aves, presentándose con láminas de colores, pájaros disecados y hasta un nido con huevos recién puestos. No faltó más que eclosionaran y salieran los pollitos por la mesa del tribunal. Le dieron un merecidísimo 10. Lo que nos preguntábamos era si expondría el mismo tema en la Reválida del Estado, quince días después, porque los pollos no podían esperar tanto…

El martes 9 salieron las notas. Obtuve notas muy altas, que me sorprendieron hasta a mí mismo, vista la dureza del examen oral.

Cuatro compañeros más se quedaron en el camino.

Internado. Habitaciones nuevas planta baja

Los que vivían cerca se pudieron ir a sus casas unos días. A los que vivíamos lejos nos permitieron quedarnos esos días pues no nos podíamos permitir tantos gastos de viaje y además era mejor mantener la tensión de estudios repasando temas para afrontar el nuevo reto con garantías. Fueron unos días que compensaron el sinvivir de ese último curso: horario flexible, tiempo para estudiar, relajarse practicando deporte, escapadas al pueblo, incluso ir al cine sin estar pendiente de la hora de terminación de la película.

A primera hora del último viernes de junio, con mi vieja maleta hecha y todos mis enseres dentro de ella, me detuve en la explanada esperando a mis demás compañeros. Paseé mi vista alrededor, deteniéndome en la fachada de la iglesia donde el Cristo redentor seguía mirando hacia abajo con sus brazos abiertos. La elevé hasta el chapitel piramidal de la torre y la detuve en la fachada del edificio central, en cuyo interior tantas y tantas vivencias habían construido mi juventud. Deslizando la mirada a la derecha el nuevo salón de actos no era un gran referente salvo por la anécdota de la representación de la obra de Casona. Al su lado el edificio de aulas de Preaprendizaje y Oficialía me recordó los durísimos años del inicio del internado, la disciplina cuartelera, la nostalgia de la familia, el miedo al dos en conducta, la amistad con niños que desconocidos, el susurro de las sotanas, los silbatos, las filas, el frío glacial…

SAFA. Panorámica de la explanada

Mi paisano José Luis me sacó de mi abstracción. “Venga, paisano, que perdemos el autobús a Granada”. Agarré mi vieja maleta, salí por la puerta metálica y no volví la vista atrás.

Tardé 25 años en volver para reunirme con mis compañeros.

Hoy no pasa ni un año en que no venga al menos una vez a la SAFA.

Autor: José Luis Rodríguez Sánchez

Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio de la SAFA de Úbeda (AAMSU)

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