Recuerdos de la SAFA – 58: La vuelta tras la expulsión.

(A finales de agosto del pasado año publiqué en esta web el artículo nº 57 de los Recuerdos de la SAFA, que versaba sobre la expulsión de todo nuestro curso de Magisterio por negarnos a realizar un examen sorpresa con el P. Calles. Transcurrido un tiempo, retomo la narración con la vuelta al Colegio para terminar los estudios)

El primer jueves de octubre de 1969 llegué a la SAFA de amanecida. Había salido el día anterior muy temprano de mi pueblo con el primer (y único) autobús que nos conectaba con Sevilla para coger el tren rápido que iba a Barcelona. Lo de rápido era, obviamente, una expresión cargada de sorna: normalmente tardaba unas ocho horas en el trayecto hasta Linares-Baeza. Pero ese año, que iba a ser mi último curso en la SAFA (si salía bien, titulaba; si salía mal, debía abandonar los estudios porque no había opción de repetir) no estaban los hados por favorecerme. El tren, que venía de Cádiz, acumuló un retraso de casi una hora esparciendo el nerviosismo y la incomodidad a todos los pasajeros que esperábamos en el andén 3 de la estación de San Bernardo. Los que veníamos de la cuenca minera nos juntamos con los de Montellano, todos preocupados porque el retraso nos podía hacer perder la conexión en Linares-Baeza para llegar a Úbeda a la hora de la cena. Poco sabíamos lo que nos esperaba.

Sevilla. Estación de San Bernardo o de Cádiz. Años 60

El tren llegó, tirado por una locomotora diésel con una pinta infame (y eso que el franquismo se enorgullecía de haber cambiado las antiguas locomotoras de vapor en vez de haber optado, como en toda Europa, por la electrificación de la red) y nos apresuramos en acceder a los vagones de segunda (ya no había de tercera, de cabina corrida con asientos de listones de madera), colocar nuestras maletas en los portaequipajes sobre nuestras cabezas y juntarnos en grupos más o menos compactos.

Tren Rápido con locomotora diésel. 1968

El tiempo pasaba y el tren no arrancaba. Mi amigo Pepe Infante se asomó a la puerta del vagón y le preguntó al factor de RENFE (un tipo barrigón, con un uniforme que conoció tiempos mejores y un quepis azul rematado en rojo) qué pasaba. La respuesta fue antológica, de lo que se llevaba entonces: “Niño, tú cállate”. Tal cual.

Por fin arrancó y cuando habíamos dejado atrás Sevilla observamos que el tren iba anormalmente lento. De hecho, llegamos a Córdoba con casi tres horas de retraso. Ya dábamos por perdido el enlace a Úbeda. Aquí subieron algunos compañeros, ya desesperados por el retraso y que no pudieron cambiar su opción porque los billetes los tenían comprados desde principios de septiembre, como todos solíamos hacer.

Cuando llegamos a Linares-Baeza bien entrada la noche, nos juntamos en el andén con nuestras maletas para ver qué podíamos hacer. La conclusión era evidente: nada. Hasta la madrugada no había forma de moverse de allí.

El tranvía de La Loma. 1960

El antiguo tranvía de la Loma que tantas veces habíamos usado en la ida o en la vuelta había cerrado en 1966. La única opción era un autobús que venía de Linares e iba hasta Siles con parada en Úbeda. Así que nos acomodamos lo mejor que pudimos y esperamos.

Antes del alba apareció un vetusto y traqueteante vehículo que pedía a gritos la jubilación pararse en la explanada de la estación. El revisor se sorprendió al ver la marea de jovenzuelos cargados de maletas que se precipitaron a comprarle el billete y subir los bultos a la baca con modales mejorables.

SAFA. Explanada nocturna.

Cuando llegamos a la SAFA nos encontramos las puertas cerradas. Tratamos de hacernos ver por la portería, porque la ventana estaba iluminada con el flexo que Tito siempre tenía encendido para leer, pero de él no había ni rastro. Como siempre, el ingenio de Andrés lo arregló: se fue al patinillo de los pisos de los maestros, saltó la valla como tantas veces, entró en el porche de la pista de baloncesto y subió por la escalera hasta el patio de columnas, donde se encontró con Tito, que con sus legañas de sueño le espetó: “Andrés, tú qué haces aquí?

Tras las aclaraciones nos abrió la puerta pero nos dijo que todavía no podíamos subir a los dormitorios porque aún no se había tocado el timbre de diana. Y nos aclaró que aún estábamos en plena Feria de San Miguel. Esto nos descolocó pues normalmente el principio de curso se hacía coincidir con el final de la Feria por razones obvias, pero este año se había alargado hasta el jueves. Al final nos enteramos de que hubo un error en las cartas enviadas a los de Magisterio. Pues sí que empezábamos bien el último año…

Con un cierto recochineo nos sopló que el cura Calles, nuestra némesis, estaba entusiasmado con el concierto que la banda municipal de música ofrecería mañana a las doce en la plaza del General Saro, interpretando su pieza favorita: “La Gran Vía” de Chueca y Valverde.

Cuando sonó el timbre nos precipitamos hacia los dormitorios. Miramos las listas expuestas en el pasillo y vimos que a mi curso nos mandaban a la planta baja del primer ala, a unas camaretas nuevas, de cuatro camas (esperábamos habitaciones individuales o como mucho dobles, lo normal para los cursos mayores, pero estaba claro que ese año nos las iban a hacer pagar caras).

SAFA. Nuevas habitaciones del internado. 1969

Me tocó la segunda de la izquierda, junto a tres compañeros con los que nunca había compartido habitación, cosa que no me importó porque tenía claro que tras la peripecia del curso pasado yo venía a aprobar y largarme. El cuarto resultó ser un frigorífico, donde jamás entró un rayo de sol y donde los balonazos y los gritos de la cancha de baloncesto hacían imposible que nos concentráramos en empollar como locos si queríamos aprobar el último curso de la carrera y la terrible Reválida SAFA.

Como nos habíamos quedado sin cena, nos lanzamos al comedor a trasegar el pan con aceite que nos pusieron y dos tazas de algo parecido al café. Nos llevamos otros dos trozos de pan (esta vez sin esconderlo en la ropa como antes, en plan “qué pasa, me lo llevo, tengo hambre”) porque todos traíamos alguna pitanza de casa. Como teóricamente no debíamos estar aún aquí nos fuimos a pasear por el pueblo. Y no se nos ocurrió otra cosa que, a las doce, plantarnos en la Plaza Vieja a ver el concierto. Desde detrás de la estatua del General Saro vimos al páter, sentado en primera fila con los jerarcas locales, disfrutando del programa musical. No sé si nos vio, pero por si acaso no nos quedamos a comprobarlo. Al pasar por los Portalillos nos encontramos con D. Isaac, que salía de su habitual visita a la Cafetería Libra. Nos saludó con cariño y, de buenas a primeras, se echó mano al bolsillo y nos dio dos abonos de la caseta de Feria “Por si queréis aprovecharlos, yo ni la he pisado”.

Vales de la caseta municipal. Feria de 1969

Otra cosa curiosa fue que ese día se celebraba en el campo de deportes SAFA el concurso de tiro al plato y tiro al pichón, y por ese motivo no debía haber menores revoloteando por el colegio, no fuera que se llevaran una perdigonada. Nadie nos avisó pero cuando volvimos a almorzar nos ordenaron que ni se nos ocurriera acercarnos al campo de deportes. Bastante dijeron. Con el postre en la mano (una naranja) salimos corriendo a ver qué pillábamos. Salvo muchos cartuchos quemados y los restos del descerraje de los platos, poco quedaba. Ya le tocaría a los internos más pequeños, días después, repasar toda la zona y recoger hasta el último trozo.

Cuando empezamos las clases y nos dieron el horario vimos que iba a ser un curso serio, por no decir terrorífico.

Salvo el P. Artillo, que nos había defendido, nos iban a dar clase todos los profesores que apoyaron nuestra expulsión el curso pasado. Afortunadamente nos quitaron al cura Calles, a quien habían confinado a dar Religión en Oficialía Industrial (el nivel que más odiaba). Pronto pudimos comprobar que no inspirábamos muchas simpatías a nuestros profesores, especialmente a D. Juan Fernández Fuentes, profesor de Pedagogía y de Geografía e Historia.

Con todo esto me reafirmé en mi intención de pasar el curso de la forma más liviana posible, no hacer nada más que ir aprobando las asignaturas y eludir cualquier conflicto disciplinario, porque sabía cuál sería el resultado.

Pero esta vocación de pasar desapercibido pronto chocó con la dura realidad: el P. Rector volvió a pedirme que le ayudara en sus misas y el P. Casares me eligió para intérprete principal de la obra de teatro. A lo primero accedí (claro, a ver quién es el guapo que se enfrenta al Rector, que, por otro lado, se había portado bien conmigo) con condiciones: sería monaguillo en los días no festivos y vestido de calle, sin túnicas blancas ni crucifijo. A lo segundo me negué, aduciendo que tenía mucho que estudiar. Y tal nimiedad se convirtió en un conflicto: el nuevo edificio del Salón de Actos se iba a inaugurar ese curso, y querían hacerlo con diversos actos (recitales de poesía, actuaciones de la tuna, etc.) rematando el programa con una obra de teatro por todo lo alto, con decorados, luminotecnia y hasta actrices… La obra elegida (no sé por quién) fue “La barca sin pescador” de Alejandro Casona. Por eso mi negativa cayó como una bomba en el comité organizador. Rápidamente actuó el martillo de la autoridad: se me llamó al despacho del Director y se me explicó con claridad diáfana que no era algo que pudiera rechazar: haría el papel y punto. Es imaginable el entusiasmo con el que abordé la tarea. El que pagó el pato fue el director de ensayos, mi compañero José Antonio Abarca, a quien dejé tirado un montón de veces en los ensayos, teniendo que hacer él mi papel de Ricardo Jordán. Solamente asistí a los ensayos generales con todo el elenco y sin libreto, aunque a decir verdad practiqué el texto con mi amigo y compañero de habitación, Antonio Sánchez, que tenía el papel de Caballero Negro (para lo que se dejó una frondosa perilla, que era la envidia de todos nosotros, medio barbilampiños). No me perdí los ensayos con participación femenina, dado que en esta ocasión se rompió la vieja norma de representar las obras sólo con actores masculinos. En el primer acto surgió el conflicto: Ricardo ha de besar amorosamente a su amante Enriqueta. El cura lo resolvió con eficiencia jesuítica: un casto roce de labios en la mejilla.

En las clases cada día veíamos cómo se había deteriorado el ambiente de la Escuela hacia nosotros, con un profesorado reticente por no decir predispuesto en contra, aunque con un ligero matiz: se veía la mano bondadosa del Hermano Tamargo, que consiguió cierta benevolencia hacia los compañeros que venían de tercero de Oficialía de los que había sido tutor varios años, mientras los que procedíamos de segundo de Oficialía estábamos huérfanos.

En ese ambiente la respuesta del grupo fue atrincherarnos unos con otros y eludir toda fuente de conflicto. La primera prueba fue encontrarnos cara a cara con el cura Calles, causante de nuestra expulsión. El hecho de estar exiliado en Oficialía, sin dar ninguna clase a los cursos de Magisterio le enfureció aún más, de lo cual nos culpaba a nosotros. Le dio por patrullar nuestro pasillo de aulas en el edificio central, quizás buscando motivo para reprender a los que pillase fuera del aula en los cambios de clase. Ello motivó un movimiento unánime: verlo aparecer por un extremo del pasillo y meternos todos en el aula de forma ostensible y alborotada era un solo acto. Tan evidente fue la movida, que los grupos de primero y segundo de Magisterio (que, no nos olvidemos, acogían alumnas por vez primera, lo cual era un polo de atracción para el mentado cura) se lo tomaron a guasa y al verlo nos decían, entre bromas: “¡que viene, que viene!”

Equipo de baloncesto SAFA. El autor, de pie con el nº 11

En lo único en que seguimos igual de activos fue en las actividades deportivas, algo muy enraizado en nosotros desde pequeños y que nos servía de válvula de escape para las tensiones diarias. En el equipo SAFA de fútbol siguieron brillando media docena de nuestros compañeros y en el de baloncesto seguí cumpliendo con los entrenamientos y los partidos, aunque esto me generaba un problema: participábamos en una liga provincial por lo que tenía que dedicar un domingo sí y otro no a los desplazamientos a canchas ajenas, lo que me reducía el disfrute del finde y los paseos con la novia…

Autor: José Luis Rodríguez Sánchez

Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio de la SAFA de Úbeda (AAMSU)

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