Recuerdos de un safista – 40: La excursión del finde – III: Granada
En Oficialía, no sé si por ser un poco más mayores (habíamos pasado a la Segunda División, ya no éramos los peques del colegio) o porque el nuevo cura tutor, el Padre P. de la C., era más cercano a nosotros y más proclive a ciertas concesiones, lo cierto es que pronto nos vimos inmersos en la preparación de un viaje a Granada. Al volver de las vacaciones de Navidad nos comunicó sus planes, y no dijo que debíamos ir pagando poco a poco el coste del viaje, para lo cual nos mandató al delegado y a mí para que recogiésemos las modestas aportaciones que pudiéramos ir haciendo semana a semana, hasta cubrir el coste total. El padre de un compañero externo, que tenía un autobús, nos facilitó el transporte a precio rebajado y el cura se centró en preparar las visitas. Para aprovechar el aforo del autobús invitó a varios alumnos de 3º de Oficialía a quienes él daba clase. Por eso íbamos como sardinas en lata.
Llegado el mágico día, muy de mañana, el autobús estaba parado enfrente del colegio, y nosotros (sin por ello faltar a la misa, faltaría más) subimos con entusiasmo al que iba a ser para nosotros el primer viaje escolar merecedor de tal nombre.
Aunque el viaje era de más de tres horas (dado el estado de las carreteras y la asfixia del autobús en los puertos del Zegrí y sobre todo el del Carretero, en que casi tenemos que bajarnos a empujar), se nos pasó volando entre canciones (¡Increíble lo que cantábamos! Valga la muestra:
“Margarita se llama mi amor
Margarita Rodríguez Garcés
Una chica, chica, chica, pum,
del calibre 183”
(Me pregunto si eso del enorme calibre vendría dado por su origen en Regimientos de recios artilleros…)
«Margarita el pañuelo sacó
cuando el tren hizo píí, tracatrá
y una lágrima rodó, rodó, rodó
por su rostro angelical”
Con su estrofa final patriotera:
“Y rápida serás / en la contestación,
para que llegue bien, / pon esta dirección:
Colegio la SAFA, / Paseo del León,
Si preguntas a cualquiera / te dirá que es el mejor”
Pero desde luego, el cantar insuperable es este prodigio zoológico:
Un elefante / se balanceaba / en una tela de araña.
Como veía / que resistía / llamaron a otro elefante
Y así dos, tres, cuatro elefantes… Antológico, ¿no?
Ya entrados en ambiente, aparecía la vena etílica:
“El vino que tiene Asunción,
no es blanco, ni es tinto, ni tiene color.
¡Asunción!, ¡Asunción!
echa media de vino al porrón.”(bis)
Ya puestos, surgía inevitablemente la típica versión machirulo del internado masculino:
“El niño que tiene Asunción,
ni fuma, ni bebe, ni juega al balón.
¡Asunción!, ¡Asunción!
Ese niño será marinero
¡Asunción!, ¡Asunción!
Ese niño será maricón”
Y, claro, en la citada cuesta del Puerto del Carretero, mientras el autobús echaba humo por todos sus poros y el conductor juraba en arameo, nosotros lo arreglábamos:
“Para ser conductor de primera/ Acelera, acelera…”
Al fin llegamos a Granada, que para muchos era la primera gran ciudad que visitábamos. Entramos por una avenida donde se erguía enorme un hospital con el nombre “Ruiz de Alda” en grandes letras en su fachada blanca y atravesamos un amplio bulevar con anchas aceras y muchos árboles centenarios que daban sombra a ambos lados. Pasamos por una plaza enmarcada por dos grandes edificios oficiales (muchos años después, al de la izquierda, la Escuela Normal de Magisterio, iríamos a hacer la Reválida de Magisterio del Estado, con una importante incidencia en mi vida… Pero eso es otra historia) entre los cuales abocamos a la Gran Vía, una calle señorial con edificios dieciochescos y modernistas, que terminaba en un sólido grupo escultórico representando a la Reina Isabel la Católica con Cristóbal Colón arrodillado, que circunvalamos para llegar a Plaza Nueva, donde se detuvo el autobús.
Bajamos con algarabía y con los ojos muy abiertos a una plaza enorme dominada por un edificio renacentista frente a nosotros y varias terrazas de bares que los camareros se afanaban en ordenar. El Padre P. nos reunió a todos en la plaza, nos explicó brevemente dónde estábamos, nos dijo que el río Darro pasaba bajo nuestros pies, lo que nos hizo automáticamente mirar al suelo, y nos señaló el camino, una cuesta empinada, que pasaba por una puerta monumental (de las Granadas, o de Carlos V el Emperador, nos dijo el cura, mientras nos deteníamos un minuto a hacernos una foto)
La subida, aunque empinada, no se nos hizo difícil, pues veníamos sobrados de energía y el paseo era muy agradable, entre bosques de olmos y álamos, hasta llegar a una fuente, que el cura nos dijo se llamaba el Pilar de Carlos V, y nos explicó someramente el escudo nobiliario que la adornaba. Yo me fijé en los distintos símbolos heráldicos y me dije “yo tengo que aprender de esto…”
Nos detuvimos un momento ante una enorme puerta abierta en un torreón de la muralla rojiza, que tenía una mano en lo más alto, y el Padre P. de la C. nos dijo: “Esta es la Puerta de la Justicia, que daba acceso a la ciudadela de la Alhambra. La leyenda dice que si algún día esa mano baja y coge la llave que está en la puerta de dentro, los árabes volverán a conquistar España…”. Nos miramos unos a otros, y yo pensé “Esta visita me va a gustar”
Subimos por un callejón que zigzagueaba entre dos muros y nos imaginábamos la de flechas y pedruscos que le arrojarían a los primeros soldados que intentasen la toma de la fortaleza, hasta dar a una gran explanada ajardinada, donde se veían unas altas torres a la izquierda, que el cura nos dijo que eran la Alcazaba o recinto de la guarnición militar, y nos condujo a través de una puerta decorada, que nos dijo “Esta es la Puerta del Vino”. Nos quedamos un poco sorprendidos, pues creíamos que los musulmanes no bebían vino. Advirtiendo nuestra sorpresa, el cura nos aclaró que se llamaba así porque es donde se permitía la venta, fuera del recinto palaciego, aunque nos dio a entender que los nazaríes no eran muy estrictos en eso (como en otras cosas).
Nos plantamos ante un enorme edificio que no tenía nada de árabe, sino que nos recordaba los palacios de Úbeda. Y efectivamente “este es el Palacio de Carlos V, el Emperador, que quedó tan satisfecho de su estancia en la Alhambra que ordenó construirse un palacio dentro de ella. Vamos a entrar y veréis algo que os va a sorprender” dijo el cura. Entramos y nos quedamos boquiabiertos al ver un enorme patio circular. Un compañero de Jódar dijo “¡Anda, una plaza de toros!” lo que causó una enorme carcajada al cura.
Salimos del recinto y por fin entramos al Palacio de la Alhambra, propiamente dicho. Nada más entrar, vimos una estancia con una galería elevada, “esto es el Mexuar, donde se administraba la justicia. Luego fue redecorada con estas pinturas que veis y se convirtió en capilla” Qué raro, nos dijimos. El cura nos apremió “vamos, que tenemos que entrar en los Palacios”. Pasamos un patio con una fachada muy decorada “Esto es el Cuarto Dorado. Era el recibidor de los Reyes. Si eras admitido ante el Rey, entrabas por la puerta de la izquierda. Si no, te sacaban por la de la derecha y es posible que de ahí fueses a las mazmorras”. Ante tal aviso, entramos muy modositos por la de la izquierda y accedimos a un patio maravilloso, con un enorme estanque en el centro y dos macizos de arrayanes a los lados.
El cura nos hizo pasar a una habitación que había a la izquierda, y nos maravillamos al ver su decoración y su increíble techo: “Este es el Salón de Embajadores, donde el Rey les recibía y les agasajaba en el patio que habéis visto. El techo que veis es enteramente de madera de marquetería, y representa los siete cielos del Islam. Fijaos la decoración de las paredes: no hay un solo centímetro sin decorar. Y no veréis representaciones de humanos ni de animales, que están prohibidos por el Corán: solo vegetales estilizados, que se llaman atauriques, mucha decoración geométrica, mirad las estrellas de seis y ocho puntas entrelazadas, y sobre todo las bandas con decoración epigráfica, o sea, de palabras labradas. Suelen ser suras del Corán o poemas, escritos en alfabeto cúfico, que es el más decorativo.”
Y en un arranque, se acercó a una pared, señaló una frase: وَ لاَ غـَـلِـبٌ إلاَ اللـَّه y nos leyó: “Wa lā gāliba illā–llāhu”, que significa “Sólo dios es vencedor”. Nos quedamos flipados, ¡un cura que lee y habla árabe!
Aún no repuestos de la sorpresa, nos llevó con una sonrisita, a una puerta estrecha que se abrió al recinto que conocíamos de haberlo visto en fotos: el Patio de los Leones. Aquí sí que todos nos dijimos “Esto sí que es la Alhambra que nos esperábamos”.
Nos acercamos a la fuente, no sin que el cura nos advirtiese de no tocarla. Nos explicó que ésta era la zona privada del Palacio, que aquí sólo entraba el Rey y su familia, y que estaba dedicado al placer. Nos contó muchas anécdotas, como los de la mancha rojiza en el suelo de la Sala de los Abencerrajes, que la leyenda la atribuye a la sangre derramada al degollar a los miembros de esta poderosa familia por orden del Rey, o la de la Sala de Dos Hermanas, que aunque se hayan inventado leyendas sobre dos hermanas esclavizadas, su nombre hace referencia a las dos losas gemelas de mármol de Elvira del centro de la sala. Nos acercamos a un balcón que daba a un jardín increíble, y nos dijo “Este es el Mirador de Lindaraja, que da al jardín homónimo, todo esto es la zona reservada a las mujeres de la familia real, o sea, al harén”. No pudimos evitar algunas miradas pícaras y unos guiños al oír tal término.
Pero el cura nos dijo “Mirad al techo” y nos quedamos con la boca abierta: un sinfín de cupulillas y columnas colgantes, un avispero increíble, que formaban una cúpula sobre una estrella de ocho puntas. “Mocárabes” –dijo- “eso se llaman mocárabes”.
El cura, viendo la hora que era, nos dijo que había más cosas que ver, aunque no tan importantes, y que si queríamos las visitábamos, aunque la hora de comer se nos había echado encima. Aunque algunos deseábamos ver más cosas (entre otras, los baños y alguno mostró interés por las mazmorras), la mayoría prefirió comer. Así que enfilamos la salida a través de unos jardines con un estanque y un mirador a la ciudad. “Esto es el Palacio del Partal, y aquello que veis al otro lado del río es el barrio del Albaicín, muy típico. Los dos leones que sirven de fuentes para el estanque provienen del Maristán, por eso esta zona recibe este nombre. Y os aclaro que el Maristán era el manicomio…”
Ya no nos pareció tan buen lugar para sentarnos a comer, así que nos desplazamos unos metros a unos jardines muy tranquilos, que tenían una fuente para beber. Abrimos nuestras bolsas del habitual papel de estraza y atacamos los bocadillos con fruición. El cura nos insistió en que no dejáramos ni rastro de nuestra manduca, y estuvo especialmente vigilante de que no dejáramos ni una miga de pan ni una mondadura de naranja.
La bajada, cuesta abajo por el bosque que ya filtraba las luces declinantes del día, nos permitió jugar a deslizarnos por el sendero terrizo, con más de un culazo por parte de los más osados. Al llegar a la plaza, el autobús no estaba, pero sí el chófer, que nos dijo que esperásemos, que iba a recogerlo. Le dijimos que de eso nada, que íbamos con él y así aprovechábamos para ver algo de la ciudad. Así que bajamos hacia la plaza donde habíamos visto la escultura de Isabel la Católica y Colón, seguimos por una calle con muchas tiendas hasta llegar a un amplio cruce de calles con bastante tráfico, donde estaba el edificio de Correos, y enfrente un enorme hotel con pinta de ser lujoso. “Esto es Puerta Real” nos dijo el Padre P. “Es el centro de Granada. El autobús está muy cerca, en la Carrera de la Virgen”. Eso de que la Virgen corriera nos dejó un poco preocupados, pero nos callamos, porque no era cosa de incordiar con preguntas. Pasamos ante una enorme fuente que echaba grandes chorros de agua, donde alguno no puedo resistirse a la tentación de salpicar al vecino, y llegamos al autobús, aparcado bajo una alameda.
Acomodados, emprendimos el camino de vuelta. Sería por el cansancio, sería por el bajón, sería por las pocas ganas de volver al colegio, lo cierto es que cantamos bastante menos y con mucho menos entusiasmo vocal que en la venida. Los entusiastas de siempre empezaban la canción, pero el coro se apagaba a la segunda estrofa. Cuando volvimos a cruzar los puertos de montaña, nadie cantaba, y medio autobús iba dormido.
(Continuará…)
NB: La descripción de las imágenes aparece pasando el cursor sobre ellas.
¡Qué buenos eran los PP jesuitas, qué buenos eran que os llevaban de excursión! [tralará] Felicidades, José Luis; en mis tiempos solo podíamos soñar con una excursión al Tranco en la caja del camión. Se nota que los jesuitas y España se fueron civilizando entre tanto.
El maristán o almaraztén no era el manicomio como os dijo el cura, sino el hospital. Se organizaba según unas reglas precisas que estableció Ibn Sina (Avicena) en Ispahan (se narra acertadamente en El Médico de Noah Gordon). El maristán del Hodarro estaba cerca de la Carrera del Darro (coger calle Bañuelo -al lado de los baños árabes- torcer a la derecha por la calle Portería de la Concepción y allí, a través de una ventanilla enrejada, se puede ver la desolación de las ruinas del maristán). Viví en Granada los seis años de mi carrera.
Gracias por tu relato de recuerdos tan refrescantes.
¡Ah! no sé si aquel cura sabía árabe o se sabía algunas letanías grabadas en los estucos de Ibn Zamrak, que siempre escribía lo mismo.
De los once a los veinticuatro años viví en Granada y conocí sus emociones de Alhambra, barrios altos y vega, al mismo tiempo que las personales que van de la segunda infancia a la primera juventud. ¡Qué asco de hormonas y cuentos románticos, con la miseria y violencia que aún se sentían! ¡Qué de niño se te ve la cara, y qué bien de luz y contraste la penúltima foto!