Pobre o rico

Por Fernando Sánchez Resa.

Cualquier ser humano, según le venga en suerte, vendrá a este mundo en un lugar determinado, formando parte -o no- de una familia (o como se le quiera llamar) concreta y dentro de una época establecida. Esos tres factores, entre otros, lo van a condicionar sobremanera para que pueda gozar de una larga colección de ventajas y privilegios en esta vida terrenal; o, por el contrario, padecerá de todos los inconvenientes u obstáculos que este binomio riqueza-pobreza conlleva irremisiblemente, con sus múltiples y variadas gradaciones intermedias.

Aunque siempre podemos referirnos a los dos ámbitos en los que extiende su manto, lo material y lo espiritual, que están intrínsecamente unidos, teniendo en cuenta que hemos de partir de una premisa: todo ser humano tiene derecho a preservar sus diferencias y su identidad para sentirse yo. No obstante, el análisis, en lo referente a lo espiritual, lo vamos a dejar para otra ocasión, no sin antes apuntar un dicho popular que circula por mi tierra: “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”.

Se ha escrito y dicho tanto sobre este eterno tema que (al igual que la prostitución) nos viene dado desde los más remotos tiempos anteriores a nuestra era, cristiana. Y que todavía no hemos resuelto, a pesar de que existan (o deban existir) una conciencia universal, diferentes tipos de gobiernos y un equilibrio de civilizaciones; pero siempre late la pregunta “¿Qué debería hacer yo?” en el fuero interno de cada cual. Aunque dudo que lo podamos resolver, pues los humanos somos monedas de cambio que poseemos dos caras: la magnánima y solidaria; y, su reverso, con el egoísmo más exacerbado impreso a fuego lento en nuestra alma. Muchos ilustres y sesudos filósofos lo han estudiado, tratando de llegar a sus propias conclusiones. Yo voy a apuntar las mías, propias en estos momentos convulsos, que nos está tocando vivir con el candente tema de las migraciones y sus variables, agravado con el trasfondo de países ricos y pobres.

A nivel mundial, nuestro occidente rico representa la cara dulce de la moneda de la vida cotidiana. Es, como contraste, el paraíso terrenal para la otra cruz amarga: los habitantes del tercer mundo del oriente y sur, que son pobres y están padeciendo el infierno diario de sus propias existencias.

Debemos aprender a ser pobres resignados, no solo materialmente, sino en el espíritu, con esa filosofía de la vida que nuestros padres y abuelos supieron llevar a buen término; y no seguir creyendo que nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos somos ricos porque sí y tenemos todo el derecho del mundo a exhibirlo, disfrutarlo y malgastarlo; o volver a encontrar la inflexible valentía de ser ricos. No hay planeta que lo aguante durante muchos años; ya nos lo llevan advirtiendo científicos y ecologistas desde hace demasiado tiempo. La caridad, denominada cristiana, se revelará impotente…

Son crueles estos tiempos que corren en los que el mundo civilizado y rico tiene unos modos de vida consumistas, devastadores y permanentes, con medios de comunicación potentes y servidores del mejor postor económico, incluso más que político, que sabe distribuir gustosamente a las mafias de todo tipo que nos rodean, para hacernos creer que nuestra existencia es el ombligo del mundo sin hacer nada para merecerlo.

Todo lo que se hereda termina por venderse o malgastarse. Lo hemos visto en nuestra España a lo largo del pasado siglo. El abuelo creaba una empresa; después la heredaba el hijo, que la seguía administrando y manteniendo hasta que, finalmente, llegaba el nieto que la vendía o liquidaba. Y eso mismo es lo que estamos viviendo diariamente a nivel político en nuestro país, pues palpamos cómo pretenden desmembrarse territorios, genuinamente españoles, que tantos años y esfuerzo costó unir… Una curiosidad palpable: siempre es el rico el que quiere autodeterminación (“Poderoso caballero es don dinero”, decía nuestro agudo Quevedo). La región rica es la que quiere segregarse; las más pobres no tienen derecho ni querencia a ello. Según podemos comprobar a lo largo de la historia, los débiles se eclipsan y luego desaparecen, mientras que los fuertes se multiplican y triunfan. Ése parece ser nuestro código genético darwiniano.

Según el Foro de Davos 2018, el 1% de la población mundial ya acumula más riqueza que el 99% restante. ¡Es una vergüenza difícil de justificar! El reparto equilibrado y equitativo de riqueza-pobreza, que predicaba el cristianismo primigenio (y que la propia Biblia daba su sello particular con la parábola en la que se repartían desigualmente los talentos personales, dándose disparidad de criterios para su administración, cuidado y mejora) ya no es el acertado camino para hacerlo a escala mundial y nacional, pues reporta una serie de complicaciones harto difícil de solucionar, a pesar de que sabemos que no se debe seguir pensando en que los otros empiecen a solucionarlo, como refería el chiste en el que se iban a repartir las motos de todos, respondiendo uno de ellos: «Oye, que moto tengo…». Hemos de darnos cuenta de que Europa y la sociedad rica occidental somos una isla en medio del océano de siete mil seiscientos millones de seres humanos. Debemos ser conscientes de que ya hay entre nosotros una vanguardia de pobres que quiere quedarse y que no admite nuestro establishment, modo de vida, tradiciones…, hasta que se produzca, como en un juego de billar, gracias a una serie de causas que se catapulten unas a otras, la invasión definitiva a nuestro occidente vacío de alma, pero ávido de dinero y bienestar.

Mal camino llevamos cuando educamos como hijos de ricos a nuestras siguientes generaciones, sin serlo; y no les explicamos y demostramos que esta riqueza que poseemos no ha venido del cielo ni del limbo, sino de alguien y por algo (y que “el dinero no lo echan los árboles”, como nos decían en nuestra infancia). Nuestro occidente minoritario empieza a percibir la marea formidable de gente que se le avecina, pues parece una premonición que la invasión de los pobres a los ricos está más cerca que lejos, por más que nos edulcoren su simbología, cual antídoto de la apocalipsis que se avecina.

Si no hay una solidaridad personal, nacional e internacional, bien entendida, que no provoque efecto llamada, en la que se apoyen y financien las mejoras de vida y el reparto equitativo de los bienes terrenales físicos y de todo tipo, no habremos avanzado ni entendido nada.

Total, nuestra civilización tiene el mismo reto, entre otros, que han tenido las anteriores (egipcia, griega, romana…): redistribuir riqueza y pobreza para que ambas estén equilibradas y sean producto del esfuerzo personal y colectivo de cada persona, nación o población y que nuestro planeta nos dure y sea patrimonio de las generaciones futuras. Si no es así, es que no hemos entendido nada por mucha exacerbación religiosa, aumento de ONGS y angelismo en nuestras conciencias… Si nos negamos a encarar la realidad, el desenlace se producirá, seguramente en dos o tres generaciones. Basta pensar en las terribles previsiones demográficas que se avecinan para los próximos años o décadas.

Enarbolar una ilusoria bandera de solidaridad interna y tranquilizadora ya no nos sirve de mucho, mientras sigamos viviendo como pequeños burgueses sordos y ciegos que no quieren enterarse de nada, arguyendo siempre la misma cantinela: «Que paguen los ricos», sin enterarnos de que los ricos somos nosotros.

Sevilla, 3 de agosto de 2018.

fernandosanchezresa@hotmail.com

Deja una respuesta