Por Manuel Jurado López.
ABRIL
La primavera,
la muerte, una mujer encinta
mirando el horizonte
por si vuelves de nuevo,
como vuelven los náufragos,
las lágrimas o los viejos deseos.
La primavera,
una isla distante,
una mujer con flores,
un niño –junto al luto-
que no sabe leer el epitafio.
SOBREMESA
Los huesos de cerezas en el plato,
tus ojos soñolientos,
mis lentes sobre el hule pegajoso,
unas moscas cansinas,
tus hombros bronceados y desnudos,
mis manos perezosas,
el rumor de las olas, enervante.
Unos vasos con vino. Tenedores.
Tus labios entreabiertos,
mentirosos; mi mirada indefensa.
Un silencio con filo
de cuchillo.
PUÑALADAS
Eran ojos hostiles, pero hermosos,
con la pupila exacta, penetrante
y acerada de las aves rapaces.
Soberbio, le sostuve la mirada.
Sus ojos iban rectos a rajar
el agua turbia de mi sueño. Ojos
con lunares de plata y azabache.
Dentro había peces y palabras sueltas.
Estaban en un rostro macilento,
con ojeras y sombras sucesivas.
Yo no quise evitar que me mirara
y, por siempre, quedé hecho su esclavo.
Caminaré tras ellos hasta el reino
de las alturas negras de metales.