La foto

Por Jesús Ferrer Criado.

La otra noche, cuando saqué la bolsa de la basura, me llamó la atención una foto con marco y todo que había en el suelo, junto al contenedor. Era una foto de boda, una foto de estudio del más conocido de los fotógrafos almerienses de hace cincuenta o sesenta años. En ese estudio, me hice yo la foto de mi primera comunión y allí se la hicieron mis hermanos. Naturalmente está en blanco y negro.

El novio va vestido de militar del aire y lleva en la manga el galón de cabo primero. Se trata de un hombre apuesto, alto, de menos de treinta años. Lleva guerrera con solapas, camisa blanca y corbata negra. Está de medio perfil, mostrando a la cámara su lado izquierdo. Con el brazo, sujeta la gorra contra el cuerpo y lleva en la mano un par de guantes de algodón blancos. Es una pose muy militar y, aunque no sonríe abiertamente, su expresión es agradable, simpática, con un puntito de picardía.

El traje del novio, que suponemos azul, da en la foto un gris oscuro que se funde casi con el fondo, un cortinón sin más detalles. En cambio, la alfombra tiene unos rameados amplios que responden al gusto de la época y que ahora llamaríamos vintage o kitch.

Las tres cuartas partes de la imagen, las ocupa el traje de la novia, blanco con larga cola y un aparatoso velo de tul que le desciende por la espalda, cae al suelo y sigue sobre la cola del vestido hacia la izquierda, hasta salirse de la foto.

La novia es algo más bajita que su pareja y no destacaría por su belleza. Se trata de una cara “corriente” y su gesto es menos amable que el del novio. Tiene la boca apretada y hay cierta seriedad en su pose.

La chica, morena y con la cara redondita, está pegada al novio, pero más próxima a nosotros, ofreciéndonos su lado derecho, aunque ambos novios están mirando a la cámara casi de frente. El brazo derecho de la muchacha aparece cubierto con una manga de encaje que incluso tapa parte de la mano y cae pegado al cuerpo completamente vertical. No vemos ni el brazo ni la mano del otro lado, pero sí un ramo de flores blancas que parecen de tela y que ella sostiene a la altura de su vientre, contiguo a los guantes del novio.

Es una foto de lo más clásica. Una de las miles que se hacían entonces, pienso en los años sesenta o setenta, en todas las ciudades de España. Esta foto no era “el inicio de una gran amistad” sino el “introibo ad altare Dei” de una familia tradicional, cristiana, modesta, pero digna y quizás numerosa.

Podemos imaginar, sin riesgo de equivocarnos mucho, los avatares, las alegrías, las dificultades de una familia de clase media baja, porque más de media España está más o menos retratada en esa foto.

Yo he visto fotos así, sobre el aparador, en las casas de mis amigos, o sobre la mesita de noche o colgadas en la pared o sobre una leja de una librería o incluso sobre un piano.

Pero es la primera vez que la veo en la basura.

Escuché en la televisión a un médico forense decir que su misión era averiguar qué había pasado en el cuarto de hora anterior al fallecimiento del individuo que tenía delante.

Ese prurito detectivesco, forense, que nos inquieta ante sucesos que nos llaman la atención es el que me movió a recoger la foto del suelo y describírosla.

Me pregunto: ¿Por qué y cómo ha llegado esa foto, entera y con marco, a la basura, sin que nadie la haya roto o la haya ocultado dentro de una bolsa? ¿Qué le sucedió a la foto en el cuarto de hora anterior a su ignominioso vertido? ¿Dónde, en el aparador de qué casa de mi vecindad, tenía su domicilio?

La mayoría de nosotros conservamos con cariño, con interés o al menos con curiosidad, fotos de nuestros padres y abuelos; máxime, una foto tan importante. ¿Por qué está foto ha sido agraviada de esa manera y de forma tan pública? ¿Qué delito han cometido, ambos dos, esos jóvenes para ser desahuciados de su pequeño rincón, donde casi no ocupaban sitio, para verse ahora junto a los malolientes restos de no se sabe qué bazofia?

Es posible que esa pareja viva todavía, pero más probablemente no.  Supongo que, todo este tiempo, esa foto ha estado en familia, pero quizás alguien, un hijo, una nuera, un nieto, haya decidido que estorbaba, que ya estaba muy pasada, y la haya sustituido por un póster de los Rolling Stones. Los tiempos cambian, pero algunos cambios son difíciles de comprender.

Veo, en este episodio, alguna relación con la iconoclasia actual de un sector de la sociedad española, que niega sus orígenes y su historia, no encontrando mejor método de manifestar su repulsa o su odio hacia ciertos personajes relevantes que borrar su nombre del callejero, de la toponimia y, desde luego, destruyendo estatuas o monumentos que los recuerden.

No parecen gestos especialmente valerosos, pero es lo que hay. Puede ocurrir, con el tiempo, que para conocer nuestra historia no nos valgan nuestros textos, de los que habrán sido borradas décadas completas, y haya que recurrir a los extranjeros. Cuando el maniqueísmo y el fanatismo se dan la mano, surgen estos absurdos.

Desconocemos qué fechorías cometieron los personajes de nuestra foto para merecer ese triste final. Quizás se trate, simplemente, de que han muerto y ya no pueden defenderse. En cualquier caso, mi repulsa va contra quien haya dispuesto ese final para una pareja de enamorados que planean su futuro y dejan constancia de ello en un documento fotográfico que merece todo mi respeto.

Desde donde quiera que estén, el joven militar y su flamante esposa, abuelos ya, mirarán hacia abajo con tristeza y quizás comenten entre ellos:

—Mira, Charo, lo que han hecho con la foto. Si tanto les estorbaba, podrían haberla quemado o haberla roto en cachitos. Hubiera sido menos humillante.

—Sí, cariño. Era una buena foto y, si hubiera sido posible, me la hubiera traído aquí. ¡Estás tan guapo!

—Era el uniforme, mujer. La que estabas preciosa eras tú.

jmferc43@gmail.com

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