Por Jesús Ferrer Criado.
Cuando le dije que era maestro, que acababa de dar mi primer año de clase y que después de un largo internado me apetecía muchísimo salir y ver con mis ojos lo que decían los libros y el NODO, el hombre sonrió como si conociera mi historia.
—Yo fui, un tiempo, profesor de instituto en Málaga, pero lo dejé. La enseñanza puede ser un paraíso o un infierno. La palabra “Claustro de Profesores” ya te lo avisa. Un sitio cerrado, una olla a presión.
Un autostopista no debe discutir abiertamente con su benefactor y, aunque mi punto de vista no era tan dramático, ni mucho menos, me callé prudentemente. Él siguió:
—Mis padres, los dos, eran maestros y amaban la profesión, pero siempre me advirtieron contra ella y contra lo desagradecida que puede ser; así que me prohibieron que estudiara Magisterio. Estudié Filosofía y Letras pero, mira por donde, acabé en la enseñanza también.
Guardó silencio mientras movía la cabeza con un gesto de desagrado.
Tras unos instantes tensos, yo intervine para que no decayera la conversación.
—Pero debe de ser muy distinto enseñar a niños chicos que a zagalones de pantalón largo.
—Los niños sí son distintos. Los mayores, o sea los profesores, no. Las mismas ruindades, los mismos egoísmos, las mismas puerilidades…, y todo eso en un claustro cerrado, en un cónclave.
La conversación se animaba, se iba haciendo personal y prometía un desarrollo muy interesante. A mi interlocutor —«Llámame José Manuel», me había dicho poco antes—, se le veían ganas de hablar, casi de confesarse, pero estábamos entrando en Sevilla. A la hora que llegamos, pasadas las nueve, la ciudad empezaba a ser habitable en términos de temperatura y, mientras cerraban los negocios, se animaban las tabernas. Era el verano andaluz.
Tras pasar los primeros semáforos de la ciudad, José Manuel se volvió a mí y me espetó de golpe:
—¿Te espera alguien aquí? ¿Tienes ya un sitio para dormir?
—No. Pensaba buscar una pensión para esta noche y mañana coger el autobús para Osuna.
—Pues déjalo. Somos dos colegas que nos hemos encontrado, que nos entendemos y sería una pena desperdiciar una buena conversación. Así que ahora vamos a mi casa, que vivo solo, dejamos las cosas, salimos a tomarnos unas cervezas y, si no eres muy escrupuloso, porque aquello está manga por hombro, te quedas a dormir en mi casa, que hay sitio de sobra…, por desgracia.
No era la primera vez que me hacían un ofrecimiento semejante y siempre había sido una experiencia interesante. Estas sorpresas eran lo bonito del autostop.
—Pues por mí, encantado y agradecido, pero no sé si mi economía estará a la altura de la ocasión. Recuerda que estoy al final de mi trayecto.
—Lo sé, hombre, lo sé. Hoy pago yo y, otro día que nos veamos, te toca a ti.
Vivía por el centro, cerca de la catedral. Una de esas calles blancas y estrechas tan bonitas y tan incómodas para los coches, pero él se sabía el camino y aparcó sin problemas. Dejamos las cosas, sus maletas y mi macuto, en el salón de su piso y salimos a recorrer las tascas del barrio.
Era su barrio, se conocía los sitios, me preguntaba qué tapa me apetecía probar y me llevaba a la taberna donde mejor la preparaban. Saludaba al entrar y a él lo saludaban por su nombre, como si fuera de la familia. Por lo visto, era un buen parroquiano.
Primero fueron unas cañitas, luego unos finos y, al poco, los que estábamos poco finos éramos nosotros. Hubo que volver a casa, si no queríamos mancillar nuestro buen nombre y el dudoso prestigio de bebedores elegantes. Realmente, hablo por él; porque mi prestigio, en ese campo, era inexistente.
Ya en casa, abrió un balcón para que entrara algo de aire fresco y me invitó a ponerme cómodo.
—Siéntate, que nos vamos a tomar unos whiskitos que nos van a sentar de muerte.
—Yo no sé ya si puedo beber más. Estoy un poco mareado —protesté yo, tímidamente—.
—Pero, tío, si no te emborrachas ahora, con veinte años, ¿cuándo te vas a emborrachar?
Trajo dos vasos grandes con hielo y casi los llenó de whisky, Johnny Walker me parece. Se repanchigó en un sillón del tresillo y me invitó a hacer lo mismo en el otro.
—¿Has visto esas dos maletas grandes que traigo? Son trajes de primera comunión. Por si no lo sabes, aquí, don José Manuel Rodríguez, Licenciado en Historia, es representante de trajes de primera comunión para Extremadura y Andalucía Occidental y a mucha honra.