Viajantes, 03

Por Jesús Ferrer Criado.

Era evidente que el alcohol nos había afectado a los dos, pero mi silencio encubría mejor mi estado. Él se bebió su vaso casi al tirón y se puso otro. Viendo que yo remoloneaba con el mío, se levantó y trajo de la cocina un plato de cacahuetes salados.

—Pica de esto, que te gustará; pero no dejes que se derrita el hielo.

Me ofreció el enésimo cigarrillo de la noche y se lanzó a hablar casi como si estuviera solo.

—Te preguntarás cómo he llegado a esto. Ya te lo he dicho: el maldito claustro. Saqué las oposiciones a Secundaria y me destinaron a un instituto de Málaga capital. Yo tenía veinticinco años. Los dos primeros años fueron fenomenales. Me llevaba con mis colegas como hermanos. Llegó una compañera de Francés, preciosa, nos hicimos novios y, en menos de un año, nos casamos. Otro año bonito, enamorados. Por desgracia, el hijo que esperábamos se malogró y enturbió algo las cosas. Mi mujer cambió de carácter y nos enfriamos un poco. Eso es natural y, al cabo del tiempo, las cosas se restablecen; pero en mi caso no fue así.

José Manuel se puso otro whisky, encendió otro cigarro y siguió hablando con la cabeza “gacha”, mirando para el suelo:

—En mitad de esa etapa de frialdad, llegó una muchacha sustituyendo a un viejo profesor de Matemáticas, que había caído enfermo. Era una muchacha guapa y, sobre todo, muy coqueta. Empezó a hacerme ojitos, a insinuarse, a lanzarme indirectas y yo me las creí. Nos vimos a solas algunas veces; pero, al final, todo se sabe. Empezaron las risitas de los compañeros y las lágrimas de mi mujer y yo, como un idiota, tonteando con la sustituta. Me creía Rodolfo Valentino. Mi mujer terminó por hartarse. Por lo pronto, se fue a vivir con una compañera soltera y me quedé solo. En el siguiente concurso de traslados, pidió otro destino y se lo dieron. No había divorcio, pero había el “ahí te quedas”. Ni siquiera tuve el valor de contarles la verdad a mis padres.

Mi amigo, que estaba al borde de las lágrimas, repetía: «Me quedé solo, solo».

A un muchacho de mi edad, que un hombre hecho y derecho le haga una escena así, le viene muy alto. Yo no sabía qué hacer. Intentaba aparentar interés, mientras le daba pequeños sorbos a mi whisky; y él, claramente afectado por el alcohol, sollozaba realmente hundido; pero, si él se había portado espléndidamente conmigo, y ahora necesitaba desahogarse, era mi turno de corresponder, al menos escuchándole con afecto y atención.

—Empecé a beber y a descuidar mi trabajo. Los compañeros me hicieron el vacío. Apenas me hablaban y, para completar la situación, la sustituta, que ya no se manifestaba tan cariñosa ni tan atenta, me soltó en un claustro, delante de todos, que me despreciaba, que me había comportado como un mamarracho y que mi mujer había hecho bien, abandonándome. Me fui para ella, la llamé de todo y, loco de rabia como estaba, le di un bofetón que enmudeció al claustro. Salí de allí inmediatamente y me refugié en mi casa, preguntándome qué me había pasado.

Guardó un minuto de silencio, mientras encendía otro cigarrillo. Continuó:

—Me formaron expediente, por falta grave. La muchacha, ofendida, se lució exagerando el daño. Pidió una indemnización por daños morales, que tuve que pagar; hizo declaraciones en la prensa y, en definitiva, me hundió. Aunque yo podría haber recurrido, no lo hice. Pedí la excedencia y, después de unos meses dando vueltas, acepté este trabajo.

—O sea que piensas volver algún día al instituto.

—No sé si me dejarán; pero ¿sabes lo peor? Lo peor de todo es que descubrí el odio. Yo no sabía lo que era hasta que no me pasó eso. Cada vez que leía los insultos y las falsedades de aquella muchacha en la prensa, sólo pensaba en matarla, en quitarla de en medio. Que no se riera de mí, después de destrozar mi vida. En menos de seis meses, lo había destrozado todo.

jmferc43@gmail.com

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