Por Mariano Valcárcel González.
Insistir en que antaño, ya algo atrás, las cosas no eran así, tal y como ahora las vemos, las sentimos o las valoramos, es mero ejercicio de repetición que, y sin embargo, conviene reiterar porque, a lo que se ve, la memoria es flaca y la gana de aprender (si no se puede memorizar, porque no se hubo vivido) del entonces es inmensamente mínima. De acuerdo, que las guerras del Abuelo Cebolleta o las aventuras del Capitán Tan pueden ser tostonazos mil y una veces repetidos; pero están ahí, pese a quienes pese.
Si me pongo a juzgar a mi padre, válgame el ejemplo, lo deberé hacer desde la óptica de lo que para él era lo normal, natural, justo. Y habrán cosas que gusten más y otras que gusten menos (ahora), pero que para sus tiempos estaban fuera de cuestionamiento.
La letra entraba con sangre, más o menos. La educación y la vergüenza también. Palos había y no se escandalizaba nadie; injusticias y abusos, prepotencia y mala leche, odios y frustraciones que se pagaban con los más débiles, también. Que se midiese y ponderase lo anterior ya dependía del sentido común, de la humanidad de las personas, de su catadura moral, de su fanatismo… Se pegaban bofetadas amplias y sonoras, se atizaban zurriagazos con pestuga, goma del butano o correa, se daban coscorrones, cachetes de apaño, zapatillazos en el trasero (especialidad de las madres), tirones de orejas o de patillas (en verdad dolorosos) y otras formas y variantes de aplicar castigos corporales. Corporales eran también los castigos de encierro, posiciones de rodillas o soportando algún objeto pesado, mantenerse mojado tras un derrame a destiempo… Hacer que uno se comiese la comida que no quería, fría, tras prolongar el ayuno, también era cosa física.
Propinar castigos más o menos dosificados era lo común en cuanto se vulneraban las normas o se desobedecía un mandato. Hasta por no llegar a tiempo a rezar un rosario (en casa de familias muy practicantes) podía merecer la poco cristiana tanda de correazos. Estropear una página del cuaderno o no saberse la tabla de multiplicar acarreaba los palmetazos correspondientes. Contestarle mal al padre atraía la bofetada inmediata.
Cosas que pasaban y que con estos tiempos se empezaron a considerar malas prácticas, barbaridades o, claramente, delitos. Y, como siempre, nos fuimos de un extremo a otro, cortando (o intentándolo) de raíz esas prácticas, sin más matices o consideraciones. Algunas voces se levantaron ante tamaño dislate (tanto como lo anterior) considerando que, a veces, un castigo a tiempo y justamente dosificado es muy necesario y conveniente para cortar conductas que pueden ir a mayores.
Oigo con cierto estupor que en estos últimos años de crisis y de desencanto ha aumentado la llamada violencia doméstica (en todas sus variantes, que no solo atañe a los matrimonios sino también a sus hijos y a los ancianos); que la violencia contra los hijos ha ido en aumento; que la violencia contra los abuelos también.
Creo que todo ello tiene su explicación lógica; explicación, que digo, no excusa.
Y es que ahora se ha vuelto al hogar. A la convivencia en la misma casa y a las mismas horas. Es que ahora el paro obliga a padres, madres e hijos a convivir bajo el mismo techo muchas más horas que antes. Y, encima, con la terrible carga de la desesperación, la constatación de la ruina que se viene encima, la escasez de recursos que ya no salen de ninguna parte (y que, antes, tantos habían y se disfrutaban). El retrato propio de lo que nunca se pensó; a lo que nunca se creía llegar.
Antes, cada cual se largaba al trabajo (horas y horas, si no casi todo el día fuera), al colegio (donde hasta se comía al mediodía) y los mayores eran colocados en una residencia y todos por su lado, sin mucho contacto salvo para pedir recursos, regalos, caprichos… La delegación de educar a los cachorros recaía totalmente en los profesionales de la enseñanza, que obligados estaban a ello, pero sin ejercer demasiada presión (mejor ninguna) en las criaturas. Los castigos eran cosa del pasado dictatorial (y para unas horas escasas que se veían en la vivienda no iban los padres a empezar a complicarse la vida). Así se pasaron años en lo que parecía que todo marchaba sin demasiadas obligaciones ni complicaciones.
Pero, ¡ay!, todo se quebró y la realidad apareció en toda su crudeza. Que los hijos eran suyos y estaba allí para quedarse; que los mayores cobraban unas pagas que ahora eran necesarias para comer todos y, por lo tanto, habría que aguantarlos, con sus achaques, manías y enfermedades. Que las esposas o compañeras podían fiscalizarlo a uno a todas horas, reprocharle su fracaso, negarle dinero para mantener sus costumbres (aunque fuesen mínimas); que, en fin, se volvía a aquellos años en que las familias vivían completas bajo el mismo techo, pero no ya bajo la autoridad del padre, discutida. Por eso, las situaciones puede que se estén volviendo insoportables y el recurso a la violencia indiscriminada e injusta sea forma de desahogo cruel. Ahora les zurran.
Y que no se sabe ya aplicar bien lo que el deber obliga, porque su práctica se había olvidado.