Por Manuel Almagro Chinchilla.
Quesada – San Miguel, 19,4 km.
Al día siguiente, 2 de julio, salimos de Quesada 8 peregrinos; un número que ya permanecería casi inalterable la mayor parte de la peregrinación. Tomamos la carretera A‑315; a un kilómetro cogimos un carril de tierra que sale a la izquierda y que toca el polígono industrial de Quesada. A cinco kilómetros pasamos por la aldea de Toya muy temprano, recién amanecido, con las brevas ya maduras y frescas de unas higueras muy bien vigiladas por los toyanos, cuyos gestos manifestaban una clara desconfianza que no invitaba, precisamente, a probar tan exquisito y autóctono fruto; nos quedamos con las ganas, para que luego se cacaree de la hospitalidad serrana, aunque en todo hay excepciones.
A la salida de la aldea, nos detuvimos un rato en la ermita de san Marcos, para seguir después por el camino hasta Hornos de Peal; una pedanía, al igual que la de Toya, de Peal de Becerro. Ambas son depositarias de un interesante legado ibérico. La primera posee una cámara sepulcral y la segunda un hipogeo.
Continuamos por carriles de tierra, rozando el cortijo de El Potril, pasamos por la ermita de Santiago y llegamos a la orilla del Guadalquivir, margen izquierda aguas abajo, a un vado por el que debíamos cruzar el río frente al poblado de San Miguel, a cinco kilómetros del Puente de la Cerrada, una colonia agraria levantada en los tiempos de Franco por el Instituto Nacional de Colonización. Contra todo pronóstico, el río venía enormemente crecido y con fuerte corriente, debido a la apertura de las compuertas de los embalses del Puente de la Cerrada y El Tranco. El obstáculo se presentaba difícil y prácticamente insalvable. Cuando ya estábamos decididos a dar la vuelta por el Puente de la Cerrada, seis kilómetros aguas arriba, tres componentes del grupo se lanzan al agua y milagrosamente logran sortear la corriente alcanzando la otra orilla, con riesgo de sus vidas y de la peregrinación en sí. Fue uno de los momentos cruciales en el que se puso en juego la continuación de la empresa. El resto del grupo cruzó por el Puente de la Cerrada.
Llegamos a San Miguel, pedanía de Úbeda, siendo muy bien atendidos por su alcaldesa pedánea, Pepa, por encargo del alcalde de Úbeda, Juan Pizarro. La edila municipal nos alojó en la iglesia, semiabandonada, e hizo posible que, aunque en precario, nos aseáramos con agua corriente. El espacioso y destartalado templo, carente de imágenes, paliaba un sofocante calor que nos obligó a estar enclaustrados hasta el atardecer. Hicimos la comida, consistente en una ensalada de garbanzos con abundante guarnición de verduras y hortalizas como tomate, pimiento, pepino, zanahoria, nabo, cebolla, ajo, aceite, sal y vinagre, gracias al avituallamiento altruista recibido del hipermercado Continente de Úbeda, un favor que siempre agradecimos al director Pedro Pérez. A partir de entonces, este menú quedó estandarizado como norma la mayor parte del camino, aunque en los finales de etapa urbanos hacíamos una extraordinaria excepción. Por la noche, tomamos frutas y fiambres, y seguidamente nos acomodamos para pasar la noche.