11-08-2012.
Esta es la tabarra del verano que nos daba en su momento Georgie Dann, lo cual y como se comprenderá también es cosa de escritura costumbrista. ¡Más costumbre que teníamos de, llegado el verano, aguantar las canciones petardas del amigo! Y que fueron unas cuantas.
Nos cantaba acompañado de unas chicas que bailaban (en los programas de la televisión, claro) dando unos bandazos de acá para allá, a modo de autómata desgarbado, lo del chiringuito, la barbacoa, el negro que debía tener lo suyo (si quieren saber lo que puede tener un negro, entren en internet en la sección xxx y lo verán, que es gratis) y otras más. Eran las llamadas “canciones del verano”, que yo me enteré de ello cuando los Fórmula V y otros cantaban lo de Eva María que se fue a la playa, pero que ya antes con esa letraza de “chiriviriví… poropopó” lo habían dado por sentado desde Andalucía.
Cuando Manolo Escobar cantaba “Mi carro”, no se estilaba lo de la canción del verano y por eso no se mereció tal título. Y el “¡Que viva España!” trasciende la provisionalidad o estacionalidad de las del verano para convertirse ‑se ha convertido‑ en el himno nacional apócrifo, pero cantado, sí, cantado desde el norte al sur y del este al oeste del mundo mundial por los españoles que en tales puntos se hallan. Cosa de encontrarse en ambiente y ¡ahí va!
Bueno, pero yo pretendía escribir sobre los chiringuitos de playa. Eso sí que es un invento nacional (tal que ahora, nuestro insigne gobierno los va a institucionalizar a poco que se ponga la cosa a tiro).
Los chiringuitos de antaño, y los que a este que escribe le encantan, pero que no entra por impedimentos matriarcales, eran como la España aquella, algo ruinosos y provisionales, sencillos y precarios. Con unas lonas, la barra metálica, los frigoríficos o neveras (hielo en barras) y las cocinas de gas butano detrás, se apañaban unos restaurantes de campamento de refugiados que daba gusto. Como, en general, estos antros recibían materia de sus mismas pescas o de gentes cercanas y de sus mismas huertas o ídem, pues cierto es que tenían ese sabor a auténtico que se gastaba, y gustaba, a sencillo, que ya hoy se pierde en los recuerdos neblinosos de senectos como yo. Y moscas, moscas a raudales, moscas carnívoras que se empleaban a fondo en los cuerpos algo descubiertos de los comensales o clientes, más… si estos estaban untados de niveas o ¡aceite y vinagre! (cual ensaladillas) contra las quemaduras solares.
Que te apañaban una paella para cuántos… que dejaban el estómago preparado para no comer en una semana. Luego se pagaba a tocateja, sin mediar tarjetas de plástico, en billetes de pesetas contantes y sonantes y se terminaba, si se tenía valor, tomando café de puchero, que era el mejor laxante para ir aligerando el cuerpo tras la comilona. Desde luego, pescado siempre a mano (y las especialidades da cada costa sobre el tema, que fuesen sardinas en espeto o mariscos atigrados).
Esos chiringuitos empezaron a querer tener carta de perpetuidad y los espabilados los obraron, esto es, los hicieron de obra inmueble. Algunos aumentaban sus proporciones de forma contundente y los ayuntamientos empezaron a ver que de ahí podían sacar tajada. Exigieron que se adecentasen los chiringuitos, que ya no era cosa del mantón y el cañizo, y que además ¡hasta pusiesen servicios de WC! Claro, estos, más que en chiringuitos de playa, devinieron en restaurantes de playa, que no es lo mismo ni tiene parecencia.
Así que hasta se montan mesas con manteles, servilletas de tela, ventiladores con “microclima” o aires acondicionados. Se te aparece el camarero o la camarera con uniforme, si no el mismísimo maitre estirado del hotel de al lado, te ponen carta, y no te indican nunca, nunca, que puedes beber vino peleón (llamado “de la casa” en los antiguos tinglados)… Y uno sabe que va a salir bastante más que escaldado de la visita al supuesto merendero de playa, por los precios mayormente.
Por ello, me decanto por los de antaño. Porque el jefe (que te trataba como si te hubiese conocido de toda la vida y siempre aguantaba que se le calificase de “jefe”, aunque no se te ocurra decirle “maestro” al de Cádiz) te traía la botella de vino y la gaseosa, te decía que tenía esto y aquello (dos o tres cosas a lo sumo), pero que lo mejor era la paella para ese mediodía. Te soltaba el pan y, si tu mujer o acompañante estaba de buen ver, hasta le pasaba la mano por el lomo, como al descuido… Y te pasabas un buen rato viendo cómo llevaban platos de un sitio para otro y a tu mesa nunca acudían. Total, que terminabas bien entrada la tarde y, si te ibas encima para el coche, sin aire acondicionado y al sol, ya no sabías ni donde estabas ni a donde ibas… Eso sí que era peligroso.
Si alargabas el día te podías bañar, contemplando las dos horas de digestión reglamentarias bajo la sombrilla o la lona‑manta. Volvías a la casa (fuese la propia o alquilada) colorado como un salmonete y todavía con el arroz en la garganta. Pa sudar la noche.
Y es que, entonces, éramos más sufríos.