20-06-2010.
60/70, III
Friburgo está enclavado a orillas de un sinuoso río, La Sarine, afluente del Aar, que a su vez desemboca, allá por Basilea, en el Rhin. A pesar de poseer un importante pasado medieval y renacentista, la ciudad no tiene castillo señorial, pero sí imponentes torreones y murallas que la circundan, además de una hermosa catedral.
Lo que hace que Friburgo sea una de las ciudades más bellas de la Suiza de expresión francesa es que está construida sobre una atalaya, siguiendo el curso de una tortuosa y profunda garganta que forma La Sarine; de ahí que se la haya comparado con Toledo o Cuenca. En la parte alta de la ciudad, elevada a unos cincuenta metros sobre la ribera y presidida por su hermosa catedral renacentista, se extienden los barrios burgueses; mientras que en la parte baja de la atalaya, al borde del río, se esparce el barrio popular y pintoresco llamado la Basseville.
Como cualquier pequeña ciudad universitaria suiza, la vitalidad de Friburgo, que por aquellos años superaba un poco los treinta mil habitantes, dependía en buena medida de su Universidad, con algo menos de dos mil estudiantes. Cantón católico por excelencia, las facultades de Derecho, de Teología y de Filosofía y Letras eran conocidas en todo el país por sus planteamientos conservadores, particularmente desde el punto de vista religioso e ideológico. Ello explicaba el hecho de que estudiantes, procedentes de cantones sin universidad, eligieran la de Friburgo por el mero hecho de ser católica. Buena parte del profesorado de Filosofía y de Teología estaba integrado por frailes dominicos y agustinos de importante prestigio intelectual. Existían varias residencias para estudiantes seminaristas y, en la ciudad, abundaban los colegios no mixtos, regentados por diferentes órdenes religiosas, cuyos dirigentes y enseñantes se habían formado en la misma universidad. Y no era extraño cruzarse por la calle con personas de ambos sexos, cuya vestimenta denotaba su pertenencia religiosa.
Abierta a las novedades de la investigación en ciencias económicas e “inteligencia artificial”, la Universidad disponía de un reputado Instituto de Automación que agrupaba a una veintena de investigadores suizos y extranjeros.
Otra de las particularidades de Friburgo, ciudad, cantón y universidad, es su bilingüismo: aunque la mayoría se exprese en suizo-francés, la parte baja de la ciudad, la gente de la Basseville, así como las zonas fronterizas con cantones alemánicos lo hacen en este dialecto. Para los extranjeros residentes en Friburgo (y los extranjeros de entonces eran los tres centenares de estudiantes, la mayoría europeos, y un centenar de trabajadores emigrantes españoles) resultaba insólito ‑por no decir asombroso‑ que dos calles más allá, en la misma ciudad, se hablara en otro idioma totalmente diferente e incomprensible no sólo para ellos, los extranjeros, sino también para buena parte de la ciudadanía friburguesa. Incluso en la Universidad, idéntico cursus académico se impartía en alemán y en francés.
La fuente de riqueza de Friburgo, cantón amplio y no periférico, fueron desde siempre la agricultura, la industria ganadera y los productos derivados de la leche. Una importante fábrica de cerveza y algunas de relojería y de joyería no eran más que complementos de su aceptable prosperidad. Lo cual significa que el centenar de trabajadores españoles no había emigrado a Friburgo para ocuparse de labores en dichas industrias, y ni siquiera en la de hostelería, tradicionalmente copada por emigrantes italianos; la mayoría de los recién llegados emigrantes españoles estaban destinados a la construcción de edificios al sur de la ciudad, as¡ como de la autopista que, arrancando del nordeste suizo, desembocaría años más tarde en Ginebra, tras haber pasado por Berna y Friburgo.
Era un trabajo exigente y duro para los trabajadores españoles, no sólo en sí mismo sino además por la rudeza del largo invierno suizo, por el contante aislamiento cultural y lingüístico en que vivían y, en fin, porque la mayor parte de ellos, al proceder de zonas rurales, no estaban acostumbrados a faenas tan agotadoras. Para resistir a tanta aspereza y exclusión, sólo disponían de la fuerza que les proporcionaba la solidaridad de su enardecida juventud y la esperanza de ‑según se les oía decir‑ «Volver un día a su tierra, con dinero suficiente para instalarse y poder vivir sin pasar hambre».
Durante el verano, la ausencia de estudiantes universitarios más el éxodo de los friburgueses a las playas de moda de los países del Sur hacían que el dinamismo social de la ciudad, ya de por sí bastante discreto, se tradujera, para los friburgueses que esperaban su turno de partida, en excursiones a los frondosos y cercanos bosques; en cambio, para los emigrantes españoles, las vacaciones veraniegas transcurrían casi exclusivamente dedicadas a ligar en los pocos lugares de asueto de que disponía la ciudad: los bares instalados en pequeñas terrazas, la piscina municipal, un mini-golf y dos dancings nocturnos.
Para algunos de ellos, el verano friburgués era el momento adecuado para satisfacer aquella sexualidad callada y reprimida que, sin confesarlo, quizás fuera la parte oscura de la motivación para emigrar. Durante el verano, pensaban, se podía hacer realidad el mito de seducir a aquellas chicas rubias, paradisíacas e inaccesibles que, con el pelo lacio, la mirada azul, la piel blanquísima, amplias gafas de sol y cigarrillo entre los dedos, se paseaban en biquini de manera indolente por las playas del Mediterráneo. «Ahora ‑creían‑ las tenemos a mano»; sin embargo, algunos comprobaban, no sin cierta sorpresa, que el irresistible atractivo del macho latino no iba más allá de algunos besuqueos en el corredor de acceso al piso o de un intento fallido de magreo en el dintel oscuro de la puerta de entrada a la casa, en donde vivía la chica.
De ello hablaban a carcajada limpia en la terraza del bar Plaza: unos, abultando con gestos fanfarrones las experiencias de la pasada noche; otros, intentado deslumbrar a los demás con un proyecto para el fin de semana en el que piscina, mini-golf, cena, dancing y, luego, «Lo que ya os podéis imaginar», serían los episodios del programa. El organizador de estos planes solía ser un asturiano alto y fuerte, llamado Juan, pero que respondía al mote de “Perola”. Cuando llegaba a la terraza, pedía con autoridad una cerveza a la camarera, contaba un par de anécdotas de “sal gorda”, explicaba en grandes líneas “el plan de cachondeo” para el fin de semana e, inmediatamente, sacaba una libretilla en donde anotaba a los candidatos ‑«Más de tres imposible», decía‑ que deseaban participar en la “juerga”. Hacía tres años que “Perola” había llegado a Friburgo y se contaba que ya había preñado a más de una friburguesa. Trabajaba en una empresa de construcción y era una especie de capataz coordinador de los obreros españoles, a quienes transmitía las órdenes de los aparejadores.
Entre los obligados veraneantes, por falta de recursos económicos, había también un grupo de universitarios españoles y mexicanos que solían coincidir por las tardes en la terraza del bar Plaza con algunos emigrantes españoles. Era el mes de agosto y todos disfrutaban de la pausa veraniega. Salvo Mikel Lasa y Antonio Pacheco, los otros estudiantes pertenecían a una orden religiosa de origen mexicano, llamada Espíritu Santo, que tenía en la riojana Calahorra un seminario, desde el cual, los estudiantes más aventajados pasaban un año en Roma antes de completar sus estudios de teología en Friburgo. Allí, en la terraza del Plaza, le dijo Mikel Lasa a Antonio Pacheco que anunciara lo antes posible su dimisión al señor Schmid, el patrón de la Maison du Peuple, porque le había procurado un trabajo que le ocuparía sólo dos horas cada mañana y con un salario algo superior al que le pagaban en la Maison du Peuple. Y en esa misma terraza conocieron a Javier Tobajas, un seminarista riojano, con el que congeniaron inmediatamente. Bajaba por la calle Georges Python con un grupo de compañeros, todos vestidos con sotana negra. Al llegar a la altura del Plaza, los oyeron hablar en español y, con una sonrisa inigualable, Javier Tobajas les preguntó si podían sentarse con ellos a tomar una cerveza. Desde ese momento, supieron que Javier sería un nuevo amigo. Una amistad que sólo duraría tres años.