El internado, 1

17-06-2010.
Finalizado el periodo de la Escuela de Maestros se creyó oportuno continuar con la labor del internado, pero aplicado a la Enseñanza Primaria.
El padre Villoslada mantenía una honda preocupación por los niños más necesitados y consiguió de su gran amigo, don Blas Pérez, Ministro de la Gobernación, el envío de niños para el internado. En el curso 1949-50 se acogió a un grupo de 75, de distintas poblaciones cercanas y algunos de la localidad, con una baja economía familiar.

En nota consultada en el archivo de Safa, hemos podido leer que los primeros alumnos «llegaron procedentes de un albergue de Vera, pueblo de Almería, en pésimas condiciones higiénicas, morales y físicas, ya que casi todos padecen de tracoma, por lo que tuvieron que ser atendidos y reconocidos por distintos médicos». Posteriormente ‑deducimos‑, serían llevados, la mayoría de ellos, al lugar de procedencia.

Al frente del internado y de todo el centro quedó el padre Fernando Pérez Romero, antiguo padre espiritual del Seminario de Maestros. Aquí quedó hasta el año 1961. Debemos recordar también a los padres Manos Albas, Pardo, Fernández Marín y Lacave.
La crisis económica de 1958 motivó la supresión del internado de Villanueva. Se pensó que los perjuicios serían mínimos, ya que los alumnos internos podrían ingresar en el colegio de Úbeda. Las plazas de las escuelas se ofrecieron a los alumnos de la localidad, admitiéndose a 120, completándose un Grupo Escolar de ocho secciones.
En el curso 61-62 el padre Pérez se trasladó a Úbeda, quedándose como director el padre Sánchez.
«El padre Sánchez quedó en este centro hasta finales de 1967, en que pasó enfermo al noviciado de Córdoba. Era un hombre singular. Prudente, imaginativo, piadoso, sencillo, que disfrutaba con los pequeños y esparcía a su alrededor un grato clima de confianza y afecto». (Libro del padre Bermudo).
De los alumnos del internado debemos recordar sus salidas a Villanueva en perfecta formación de dos en dos, con sus trajes de pana negros, o todo blanco en verano, que causaban cierta envidia entre los alumnos externos. Más aún, si estas salidas eran a la plaza de toros, donde hubo un torero, Luis Lucena, que siempre les brindaba un toro; o al campo de fútbol, donde jugaban algunos partidos. Su perfecto entrenamiento hacía que, en los enfrentamientos con los alumnos de la calle Morales, siempre los goleasen. Estos partidos se celebraban especialmente el día de San Fernando, 30 de mayo, día del padre Pérez. En uno de estos encuentros el resultado fue de 6-0 a favor del internado.
Luego, en los actos finales de curso, coincidían, en los diferentes juegos y tablas de gimnasia, el coro de los internos, dirigido por don Rogelio, y el de los externos o grupo de armónicas, preparados por el músico don Francisco Navarro.
Después llegaban los nombramientos de dignidades: Príncipe, Regulador o Edil de cada una de las clases. El padre Pérez iba nombrando solemnemente, a los alumnos, formando dos grupos diferentes que, en torno a una mesa, eran inmortalizados por las cámaras de foto LUX, Roldán, Manolo, o algunos de los excelentes profesionales de la fotografía.
Dionisio Rodríguez Mejías, en su libro Historias y retratos, nos describe la vida de aquellos años.
José Moreno Cortés en sus recuerdos, que titula “Luces y sombras en el internado”, escribe:
Otoño de 1952
Con los comienzos del mes de octubre empezaba el primero de mis doce años de internado, ya que, a los tres primeros vividos en Villanueva, siguieron otros nueve en Úbeda.
Intentar recordar de una forma ordenada y secuenciada en el tiempo y el espacio situaciones, vivencias, personas, es difícil. Después de más de cincuenta años, la memoria sólo puede ofrecerte a modo de flashes, ráfagas de momentos y perfiles borrosos de personas y nombres de aquella gran familia de la que formé parte durante los tres últimos de mi niñez, desde los nueve a los doce años, sin poder ponerles una fecha concreta y un lugar determinado.
Mis padres me presentaron al padre Pérez en el patio de columnas del colegio, del que recuerdo un piano en su ángulo superior derecho. El director del colegio, a pesar de su corpulencia, inspiraba confianza y cierto aire paternal, a través de su rostro bonachón y sus ojillos brillantes, tras las gafas. No era fácil ingresar en el internado de los jesuitas. Era necesaria una buena recomendación como aval, además de demostrar cierta capacidad intelectual y la expresión manifiesta de que te gustaba y te ibas a dedicar al estudio en cuerpo y alma, a la vez que evitarías cualquier conducta conflictiva. En mi caso, la influencia procedía del doctor Palanca, una persona de reconocido prestigio en el pueblo, y mi preparación escolar se la debía a mi buen maestro don Ricardo.
Acostumbrado a mi modesta vivienda, el colegio me parecía un palacio. El jardín era como un frondoso bosque, con infinidad de árboles, arbustos y plantas, ideal para jugar a indios y vaqueros o policías y ladrones. Recuerdo especialmente un madroño que había cerca de la entrada al patio de recreo.
El jardín quedaba dividido en dos partes por un cenador, por el que paseábamos con nuestros familiares, cuando nos visitaban los domingos. Todas las estancias se me antojaban limpias y luminosas: el comedor, el dormitorio con todas las camas iguales y ordenadas en dos filas, el patio, la sala de estudio, que se convertía en salón de actos y de juegos para los días festivos y cuando el mal tiempo nos impedía jugar al aire libre. Al subir o bajar en fila, para ir al comedor o el dormitorio, me entretenía contando los escalones de las escaleras. Por el patio de columnas se accedía a la capilla, después de atravesar, desde el jardín, otro cenáculo con una fuente en el centro y perchas en las paredes, donde colgábamos los babis marcados con nuestro número personal (creo que el mío era el 47).
Con el tiempo, cada rincón del colegio se fue colocando dentro de mí, haciéndome sentir que era mi casa. De igual manera, guardo agradables recuerdos de las personas que fueron ocupando el lugar de mis padres y familiares y, aunque sólo cite algún nombre, quiero agradecerles a todos desde aquí sus atenciones y cuidados. Fuensanta, María, Luis el “Jardinero”, nos consolaron, curaron, animaron a comérnoslo todo, nos gastaban bromas y animaban en los momentos bajos. De los profesores y compañeros tendré ocasión de referirme un poco más adelante.

Deja una respuesta