24-04-2010.
De Crises, mi padre, hasta las aves que coronan los bosquecillos de encinas del monte Gelo conocen su nombre, mi joven Cirno. Incluso gozó en vida ‑don que a pocos nobles se le concede‑ de una estela ante los muros del santuario dedicado a Palas, con inscripción del poeta Minio que creo recordar que decía algo así: «Llegar a ser de verdad un hombre bueno». Lo que no deja de ser un mal verso y una frase manida.
Porque Minio era pomposo, una berza envuelta en follaje de glorieta, que decía con la boca aquello que su corazón no sentía, como muchos de los poetas de nuestros días. Pero mi padre no entendía de esos asuntos. La lengua siempre ha de estar suelta, aunque se incomode con el verso, que no siempre el poema ha de ser laudatorio. Y si quieres halagar, hazlo con descaro, pero con tal brillantez que lo que digas parezca creíble.
Se le tuvo por prudente y justo, laborioso como abeja y ahorrador como hormiga. Era manifiesto el poco lujo que usó en sus vestidos, aunque en su corazón deseara la púrpura que diera fama a los fenicios. Procuraba dar limosna a los pobres sin parecer jamás generoso, para no verse rodeado de la incómoda presencia de los míseros, que no dejan de ser moscones en matadura de vieja caballería.
Vigilaba los graneros, las cosechas de bellotas que alimentaban sus grandes piaras de cerdos, anotaba cada jarra de vino que salía de sus bodegas y cada pan que entraba en la despensa. Nunca lució en público collar trenzado con flores de anís, ni en las fiestas de bodas ni en las de nacimientos. Incómodo se sentía si un huésped le obsequiaba con regalos sutiles como ungüentos, sales, perfumes, hierbas aromáticas o simientes de plantas exóticas para su jardín, porque no sabía qué hacer con ellos, y era Dica quien los usaba, no siempre con acertada discreción.
Cuando recorría sus viñas daba ejemplo de frugalidad a sus esclavos, tomando sólo un trozo de pan oscuro y un racimo de uvas, y apaciguaba su sed bebiendo al paso, sin detenerse, en el cuenco de sus manos, unos sorbos de agua en cualquier riachuelo.
Vivió siempre ajeno a otras tareas menos productivas, como contemplar la curva que al atardecer, sobre los arenales, describen las bandadas de aves de largas y brillantes alas o asistir a las fiestas luminosas en las cimas de los montecillos vestidos de higueras silvestres, lugares donde los dioses se complacen con la alegría de los hombres que danzan desnudos, mientras el sol derrama sobre ellos sus cántaros de oro y las muchachas sus jarros de vino rubio. Poco supo del sabor del queso cuajado, de leche de cabra, que sus pastores comían al amparo de la fogata o al cielo raso en las noches de estío. Si gozó de otras mujeres, fuera de las de su casa, fue tan discreto que, a no ser por sus hijos, se le creyera célibe.
Ocupado anduvo en diversos menesteres para acrecentar su hacienda: en controlar el tráfico de las naves que hacían las rutas de Cartago o de Mileto, en acudir al ágora y observar la estrategia de sus competidores para adelantarse a ellos en las maniobras, en instigar a los débiles propietarios para que le vendieran a buen precio sus tierras, en hacerse ver ante el consejo de ancianos que debatían la introducción de un nuevo tipo de arado, o apalabrar la compra de caballos escitas, famosos por su potencia y docilidad. Igual ajustaba con los cosecheros el precio del vino o del aceite, que encabezaba una pública protesta por el aumento de los impuestos de las mercaderías de peaje.
Se hacía llamar prudente ante sus amigos. Incluso cuando hablaba, sus escasas palabras y contados discursos tenían el tono de un anciano prematuro. Una sola vez le oí hablar con tino y cierta gallardía. Fue con motivo de que un grupo de amigos había acudido a su casa a ofrecerle el cargo de éforo. En verdad debo decirte, amigo Cirno, que no comprendí bien sus palabras, no sólo porque yo aún era niño, sino por no entender su falta de ambición. Dijo:
—Feliz aquel que, sereno y sin llanto, trenza hasta el fin sus días.
Luego supe que no eran suyas tales palabras. Eran de Alcmán de Esparta, del que más tarde encontré entre sus escritos algunos fragmentos de su Partenio. Pero yo no lo sabía entonces y sentí cierto orgullo al oírlo hablar de ese modo.
Crises, mi padre, no era un hombre rústico, aunque sí torpe, a pesar de su cuerpo fuerte y su rostro no exento de graciosas líneas algo endurecidas por la seriedad, y unos ojos demasiado grandes. Podía pasar por un tesalio o por un noble frigio; y mirándole sus ojos bordeados de espesas cejas rebeldes y abundantes pestañas largas y algo combas, no andaría muy desacertado quien lo confundiera con uno de aquellos aqueos que fundaron la ciudad de Crotona y vencieran a la opulenta y hedonista Síbaris. Montaba a caballo con maestría pero no con donaire.
Cuando alguna mañana salía de la caballeriza para visitar sus viñas o sus cuadros de olivos, a mí llegó a perecerme, quizás porque los niños son dados a las exageraciones y yo aún me dormía amamantado por mi madre, un gigante centauro al que le faltaba más o menos un palmo para alcanzar la estatura de cinco codos reales.
Al regreso de sus caminatas mi madre, silenciosa y ágil, siempre le ofrecía agua para las manos y con un paño empapado le cercaba la frente como un turbante de los que usan los guerreros del desierto. Me parecía notar que sus manos se retardaban en su ritmo, y una cierta ternura hacía temblar sus oscuros y delgados dedos de africana. Mi padre la miraba a los ojos y de esa manera le agradecía, también en silencio, su entrega.
Su espada con empuñadura de marfil descansaba junto a su lecho, sobre dos almohadones de raso y lino, tal vez porque siempre temía la llegada de un enemigo nocturno. En cierta ocasión en la que debía inspeccionar, como magistrado de muelle, un cargamento de telas de Éfeso, deteriorado por la tormenta que inundó parte de la bodega del navío durante la travesía del archipiélago, mi madre me llevó al aposento a escondidas de Dica, y colocó en mis manos aquella espada de empuñadura labrada. Su peso me abajó los brazos y ella me ayudó a sostenerla. Rezó luego unas oraciones en su lengua y me besó en la frente. Yo no entendía el rito, pero intuí que me transmitía el poder y la herencia de Crises. Aquella noche sorbí de sus pechos oscuros con la afición que lo hacen los cervatillos.
Siempre he supuesto que engendrar y criar a un hijo es más fácil que darle un ánimo noble. Mi madre se dejó llevar más por el instinto animal de hembra solitaria que por la razón lógica de lo que la sangre instituye. Todas sus advertencias iban encaminadas a prevenirme de los peligros que me podían sobrevenir, permaneciendo en aquella casa, junto a mis otros hermanos. Y por ello debía estar atento a cualquier movimiento sospechoso que pudiera venir de ellos o de Dica. «Ni la sangre está siempre acorde con la sangre», me advertía. Yo mamaba de sus pechos y me olvidaba de sus palabras. Nunca me preocupé de la espada de Crises, mi padre.