Prosa poética, 14

22-04-2010.
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Lunes
Nelson le temía a los días de la luna como a una vara verde. Después del aburrimiento y de la fárraga del fin de semana, los lunes se le presentaban como ese rostro de monstruo invencible. O de fantasma épico.

El lunes madrugaba contra todos los pronósticos y, sobre todo, contra sí mismo. Desde que el despertador, siempre cabal e incansable, le despuntaba el primer sarapo hasta que se tiraba al coleto la guindilla con aquel aguardiente de garrafa no entraba en verea.
Otro lunes para rayos, se mortificaba el hombre, mientras la ducha le ponía todos los vellos de punta. Y luego aquel espejo con las ojeras tan marcadas y aquellas encías de amocafre.
El lunes es un síntoma de pereza, cansancio, hastío e indiferencia. Mala prensa tiene el pobre. Y eso de verse maldecido por unos y otros debe sentarle fatal.
De ahí que él nos quiera devolver diente por ojo.
—¿Cómo el día dedicado a la luna, con lo romanticona que es ella, nos ofrece un día tan prosaico? —preguntaba siempre en la tertulia—.
—iAy, luna lunera, cascabelera!
—¿Cascabeles, dice usted?
Caminaba con pesadez y casi al filo de la hora. Llegaría con retraso, como todos los lunes y se encontraría sin saber cómo meterle mamo al expediente, al andamio, al azadón o a la cesta de la compra. «¡Si no hubiera lunes…!», pensaba el muy capullo.
No se daba cuenta de que no era el lunes, sino él. Porque el lunes era otro día de la semana, es decir, distinto porque él era distinto.
Los lunes se le ponía cara de sombrilla y talante de mala uva. No es que se le pusiera, es que se le agrandaba. iY cualquiera, oye! Para oír, oía a Serrat y siempre soltaba un exabrupto cuando sonaba aquello de «que el mundo es de peaje y experimental y no hay otro tiempo más que el que nos ha tocao». «¡Pues vaya remedio!», decía.
Es un decir que decía, porque lo que hacía en realidad era emitir un graznido de no me veas.
«Con cada lunes roto,
ofrecía al espejo su memoria,
y el cristal inocente devolvía
un enjambre de abejas que zumbaban
en su oblicua cabeza».
Efectivamente, llegaba tarde todos los lunes de todas las semanas de todos los años. Me refiero al trabajo, claro. iY cómo llegaba!
Si era jefe, militarizaba a todo el personal con tres silabeos; si peón, le sacaba al ladrillo tal sobeo que lo acristalaba; y si iba a clase, por ejemplo (he dicho «si iba»), les colocaba a los alumnos todos los ejercicios de la página 92, de una tacada.
Algo tenía el lunes de bueno: los cotilleos del fútbol y las declaraciones de los peloteros. Estudio riguroso. Pero, si su equipo perdía encima… ¡La‑vin!
«Los lunes son para descansar y para engrasar la maquinilla», solía repetir. Y se reía ‑por primera vez se reía‑ ,al comprobar que todavía tenía ideas profundas y originales.
Después, en la hora sagrada de las copichuelas, repasaba con los amiguetes el escenario nacional. No pasaba ni una y para todo tenía su flaco y su flequillo.
Es que los lunes, ya se sabe, ¡oiga!, que «el cuerpo está flaco y la carne es débil». Otra máxima.
Hay en cada uno de nosotros una pequeña frustración, una buena porción de colmillo picado y bastante vacío en las cabezas.
Pero nuestro personaje se lo achacaba al lunes, sin saber admitir siquiera que los lunes son sólo su reflejo. Por eso, aquel espejo cómplice, ahora por la noche, cuando el hombre se le encaraba, insistía:
Se te olvidó el recuerdo
la dulzura aquella
y aquel mirar de gato.
Y le devolvía su rostro, tiritando entre el flaco pijama del cansancio.
A mí me gusta el lunes, mire usted. Porque te pone en marcha, te zarandea y te empuja. Y cada lunes es un movimiento hacia algo, algún sitio de alguna forma.
Y porque me ayuda a levantarme temprano ‑o me obliga‑, y me dice que aún hay semanas por delante, y me da un tirón de la manta o un tirón de orejas, y me perdona algunas cosillas y se calla otras.
Y porque él no tiene culpa de nuestra pereza, ni de nuestra abulia, ni de nuestra crisis. Porque es un inocentón con todo lo grandullón que es o que parece.
Nuestro personaje terminaba el lunes como lo había empezado, bajo de tensión y alto en nicotina. Y hasta le echaba en cara que tuviese 24 horas.
¿Por qué le echará la culpa nuestro personaje al lunes?
Y a usted, lector, ¿por qué le pasa lo mismo?

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