Las décadas, 19

19-04-2010.

Mágina, 19
Diciendo «Buenos días a todos y siéntense, por favor», el padre Nieto abrió su cuadernillo de pastas verdes, se acercó a la pizarra y escribió en ella el siguiente texto:
Obra elegida: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades.
Preguntas:

1) Síntesis de la problemática en torno a autoría y primera edición de La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades.
2) El poder del dinero: «Arrímate a los buenos y serás uno de ellos» es el consejo que le dan a Lázaro-niño. Coméntelo desde una perspectiva socioeconómica y moral.
3) Se dice que La vida del Lazarillo es la primera novela en castellano. Pero, ¿qué se entendía por “novela” en el siglo XVI?
4) La vida del Lazarillo es la narración fundadora de un género novelesco genuinamente español; de qué género se trata y señale tres características principales.
Después, dando unas palmadas para sacudirse la tiza de las manos, les dijo:
—Espero que estas preguntas satisfagan las espectativas de ustedes. Cada una de ellas vale dos puntos y medio. Pueden empezar.
La sorpresa fue total, porque la mayoría de los alumnos esperaba que sólo hubiera preguntas objetivas. Pero a pesar de ello, también la mayoría tuvo la posibilidad de ofrecer respuestas acertadas, porque fueron cuatro preguntas que el propio padre Nieto había explicado con especial atención y sobre las que había tratado en sus últimas clases, pues ‑les decía‑ «Lazarillo de Tormes es una de las obras cumbres de la narrativa clásica en lengua castellana».
Todos recordaban que durante el examen escrito de Semana Santa, el de la «Operación Minerva», el padre Nieto se quedó tranquilamente sentado detrás de su mesa, leyendo una novela, y no hizo el menor gesto de vigilancia hacia sus alumnos, porque estaba convencido ‑pero de eso, ellos no sabían entonces nada‑ de que ya conocían las respuestas a las preguntas objetivas. En estos exámenes de junio, en cambio, el profesor Nieto no paraba de recorrer de un lado para otro las hileras de alumnos que, sentados en las sillas con brazo de escritorio e inclinados sobre las cuartillas, redactaban las respuestas. A veces se detenía, miraba atentamente por detrás del hombro y, tras una breve pausa, seguía su inspección.
—Oye, ¿qué pasa? ¿Por qué no escribes? —te musitó en el oído, al verte con los brazos cruzados y el bolígrafo colocado encima de las cuartillas—. Me consta que sabes responder a esas preguntas. ¿Por qué no lo haces?
—¿No dijo usted —le respondiste también a media voz— que, si se confesaba el responsable del engaño, ese caería en los exámenes, sin remisión? Para qué sirve, entonces, que responda a las preguntas, si de antemano sé que voy a suspender…
—Ven un momento conmigo al pasillo —te murmuró, poniéndote la mano en el hombro y señalando con la cabeza hacia la puerta—. Vamos a hablar unos segundos, sin que molestemos a los demás.
Llegados al pasillo, el ex legionario padre Nieto se cruzó de brazos frente a ti y con una mirada seria y familiar, como de hermano mayor, te dijo:
—Oye: no te tomes tan a pecho lo que entonces dije. Fue en un momento de acaloramiento… Necesitaba confirmación a mis sospechas. Pero también os comprendo: lo vuestro fue una forma de rechazo, de rebeldía; probablemente, en parecidas circunstancias, yo hubiese reaccionado como vosotros, como tú…; y también hubiese intentado sabotear el examen. Me habéis hecho recordar mis años de… En fin: que te pongas a hacer tu examen, porque estoy seguro de que lo harás bien y porque lo contrario es un acto de irresponsabilidad con respecto a ti a y tu familia. No olvides las posibles consecuencias…
—Yo no hago más que respetar la palabra dada —respondiste, sin atreverte a mantener la mirada del jesuita, pero con cierta firmeza rayana en tozudez—. Lo de aquel día fue una especie de contrato y los contratos están para cumplirlos. Es una actitud moral que usted y don J. María Burgos nos han inculcado… Además, prefiero no hacer el examen, para no crearle a usted más problemas. Porque, ¿no tendría usted mala conciencia de suspenderme, si mis respuestas fuesen buenas?
—Está bien —cortó—; debo volver a la sala. En cuanto a ti, si mantienes tu postura, prefiero que recojas tus cosas y te vayas. Como profesor te digo que estás cometiendo una estupidez, pero como ex… apruebo tu coraje y honradez. Y ya nos veremos en septiembre. Aunque en septiembre…
Volvieron a la sala. El padre Nieto reinició su recorrido, mientras tú recogías las cuartillas y el bolígrafo. Unos segundos después, salías al pasillo al tiempo que tus compañeros tornaban la cabeza y se miraban con perpleja resignación. Andabas despacio, como contando tus pasos, con el aspecto entre apenado y arrepentido. Quizás fuera porque pensabas hasta qué punto había valido la pena montar todo ese tinglado, si hubieses sabido que todo terminaría en este humillante desenlace. De acuerdo: se había conseguido que el cura Nieto rectificara. Y eso ya era un buen logro. Pero, ¿dónde estaba la solidaridad? ¿Es que ninguno de tus compañeros se sentía culpable, en cierta medida, de haber participado en la artimaña del examen?; ¿qué compañero reaccionó al ver que salías del aula y que el suspenso se confirmaba?; ¿qué hubiera pasado si todos, al mismo tiempo que tú, hubieran renunciado a hacer el examen? Lo que más te dolió es que ellos habían aceptado, con la mayor docilidad, que tú te convirtieras en el chivo expiatorio. Y, con cierta ironía, pensaste que dicha actitud obedecía a que, seguramente, ninguno de ellos había copiado en el examen, como decía no haberlo hecho Paco Redondo, el “Maestro”…
Cabizbajo, abrías la puerta de entrada al edificio, cuando te cruzaste con don J. María Burgos, tu antiguo profesor de Literatura, quien, extrañado de verte tan pronto fuera, te preguntó:
—¿Ya has terminado el examen de Literatura? —y consultando su reloj, añadió—. Apenas quince minutos después, ¿no parece un poco pronto? ¿Ha sucedido algo?
No era fácil esconderle a don J. María nuestros estados de ánimo. Desde que llegó al colegio, hacía cuatro años, una de sus tareas, quizás la que dejó en nosotros mayor huella, consistió en convertirse en el receptor de las ilusiones y tristezas, desánimos y alegrías de aquellos muchachos tan necesitados de afecto, confianza, comprensión y autoestima. Él logró convencerles de que el presente y el porvenir lo elegían y construían ellos mismos, tanto individual como colectivamente. Él estaba ahí para ayudarles y orientarles, si lo deseaban. Como era de esperar, tal actitud fue percibida como una intromisión inaceptable en lo que los padres jesuitas, y en particular el padre espiritual de turno, consideraban su territorio privativo y una misión sólo a ellos reservada. Una actitud que, a la larga, generaría conflictos insalvables.
En pocas frases, le resumiste a don J. María la historia de la «Operación Minerva». A lo que él, con un gesto entre enfado y decepción, respondió:
—¡Vaya, hombre! Antes de montar esa indigna añagaza, ya podíais haberme consultado acerca de la cuestión de los exámenes con el padre Nieto; para algo soy el director de la Segunda División y fui vuestro profesor de Literatura.
Persuadido de que esa fértil confianza mutua que había logrado establecer con sus alumnos funcionaba sin fallo, y convencido de que ningún secreto de cierta envergadura podía circular entre ellos sin que él, por lo menos, husmeara las premisas, a fin de evitar las posibles consecuencias dolorosas, el no haber barruntado absolutamente nada de la trama en cuestión lo dejó, cuando menos, desconcertado y un tanto dolido. Algo pareció resquebrajarse en su pensamiento y mirada. Pero no lo manifestó. Antes bien, poniéndote una mano en el hombro y con la otra dándote una suave palmada en la mejilla, añadió como si de un hijo se tratara:
—¡Qué lástima! Este año que marchas bien en Matemáticas, pegas el resbalón en Literatura. Nada menos que en Literatura. Tú, que siempre has destacado en ella. Tu familia no estará contenta ni lo va a entender. Tendrás que explicárselo —y señalando hacia las acacias, añadió—. Anda y ve a darte un paseo; y si me necesitas, ya sabes dónde me puedes encontrar.
Quince días después, hacia mediodía, Felipe, el cartero de tu barrio, el Regajito, llamaba a la puerta y, empujándola, gritaba: «¡El cartero!». Como siempre, la tía Angelita, con su pasito corto y rápido fue a recoger la correspondencia y, mirando hacia el patio, gritaba a su vez:
—Han llegado dos cartas: una de Francia, de la prima María Gracia; y la otra, de Mágina. Será la de las notas, porque el remite dice «Escuelas de la Sagrada Familia».

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