Las décadas, 17

04-04-2010.

Mágina, 17
Antonio Lanzat abrió la ventana y se sentó de espaldas a ella con objeto de poder escudriñar el más mínimo ceño o mueca en la cara de Aquilino Muñoz. Era Aquilino un muchacho de aspecto rudo, achaparrado, el pelo negro, espeso e hirsuto, las cejas gruesas y muy arqueadas, las manos ásperas como dipuestas para labores campesinas. Los ojos, a pesar de su intensa negrura, desprendían de su mirada una especie de candidez tunante. Era el retrato de un Sancho Panza joven.

Lanzat le ofreció un celta que, al ser inmediatamente rechazado por Aquilino, se lo colocó él en una comisura, sacó ceremoniosamente un fósforo de una cajetilla, lo raspó contra el lomo de la misma e, imitando a no se acordaba qué personaje de la película Casablanca, lo encendió mientras le parpadeaban las pestañas. Acto seguido, puso los labios como en forma de canuto para que se deslizara por ellos un delgado torrente de humo azulado, al tiempo que, con gesto de autoridad, apagaba la cerilla, dándole pequeñas y enérgicas sacudidas con la mano derecha.
—Mira, Aquilino, no estoy aquí para hablar contigo de fútbol, aunque lo que te voy a decir y a preguntar tenga alguna relación con él. Sé que el padre Nieto le ha pedido a nuestro entrenador Domínguez que te incluya en la selección de la Safa para que juegues el domingo en tu pueblo. Yo, como capitán del equipo de Profesionales, quisiera saber si tú se lo pediste al padre Nieto o si fue el padre Nieto quien te lo propuso. Y si así fue, a cambio de qué.
Tras una corta pausa y traduciendo que Aquilino empezaba a ponerse algo nervioso, porque fruncía el ceño y tableteaba sobre la mesa con la yema de los dedos, el Coíno decidió ir al grano, como hacía cuando intentaba escapársele por la banda el extremo derecha: cerraba entonces los ojos y se lanzaba con las dos piernas al aire diciéndose: «El balón pasará, pero tú no». Era el momento de echarse un farol, de jugárselo el todo por el todo.
—Oye, Aquilino, no quiero darle más rodeos al asunto: sé que tú le dijiste al cura Nieto que mis antiguos compañeros de Magisterio le habían copiado en los exámenes. Que hayas hecho o no de espía del cura, me da igual. Lo que queremos saber, ellos y yo, es quién ha sido el bocazas que te lo ha dicho. ¡Así que suelta la lengua!
Ante tan agresivo e inesperado asedio, Aquilino se sentía como acorralado. No entendía nada de lo que le estaba diciendo y reprochando Antonio Lanzat. Porque ni el cura Nieto le había encargado nada, ni durante la Semana Santa había hablado con nadie del asunto, sencillamente porque él no sabía nada al respecto. Si supo que los de Quinto de Magisterio habían copiado en el examen de Literatura fue porque, a la vuelta de vacaciones, ya se rumoreaba por todo el colegio. Quiso reaccionar vigorosamente, diciéndole al Coíno que se equivocaba; que con qué derecho lo acusaba; pero fue en ese preciso momento cuando en su cerebro surgió una idea, como una ráfaga de luz tan rápida como cuando en el ping-pong se alzaba para dar un mate fulgurante como un latigazo: «Tengo que sacar partido —pensó— de esta confusión». Tosió fuerte, porque le llegaba de lleno el humo del cigarrillo, vio que sus compañeros de ping-pong estaban embebidos en el juego, se removió un par de veces en la silla y, poniendo los codos sobre la mesa y una mano a la altura de la boca como para que no se le vieran las palabras, le dijo al Coíno:
—¿Y yo qué gano con decirte quién ha sido el bocazas?
Como esa era, exactamente, la pregunta que esperaba y deseaba oír, el Coíno le respondió con toda serenidad:
—Pues la garantía de que jugarás con el equipo de la Safa cuando vayamos a tu pueblo. Yo me encargo de alabar tus cualidades futbolísticas, que son muchas, a Domínguez.
Aquilino no podía saber, claro, que ya lo había recomendado a Domínguez y que éste había aceptado la propuesta.Y, para tranquilizarlo, añadió.
—Tú, nada tienes que perder en este asunto; en cambio, puedes ganarte el puesto en la selección de la Safa.
—¿Me lo prometes? —dijo con avidez Aquilino—.
—Prometido.
Antonio Lanzat notó que a Aquilino le empezaban a brillar los ojos y que poco a poco en su boca iba dibujándose una sonrisa algo extraña, que parecía estar a medio camino entre la satisfacción y la revancha.
—De acuerdo —concedió Aquilino—; pero de entrada ya te puedo decir que el padre Nieto no tiene nada que ver en este asunto del chivatazo —y, respirando profundamente para que no se le notara que mentía, añadió—. Él no me pidió absolutamente nada; he sido yo quien, voluntariamente, se lo he dicho; y, si se lo dije, es porque a mí me lo contó mi paisano Paco Redondo Moreno el domingo de Resurrección por la tarde, en el bar El Volante.
Y Aquilino le refirió, de manera un tanto desmadejada, que nunca se llevó bien con Paco Redondo, porque desde siempre lo había tratado con desprecio.
—Será —decía bajando la cabeza— porque mi madre y yo vivimos de las hortalizas que ella vende en el mercado y de que, por las tardes, trabaja como sirvienta. Ella quiere que aprenda un oficio en la Safa, para que luego me pueda colocar en una buena empresa.
Y ante la mirada inquisitiva de Lanzat, Aquilino le dijo que era huérfano, porque su padre murió poco después de la guerra. Luego siguió contando que Paco Redondo lo llamaba, despectivamente, “Aguilucho”. De eso hará ya unos tres años, pero se acuerda como si fuera ayer. Estaban con unos amigos en el bar El Volante cuando le dijo:
—Oye, Aquilino, desde hoy te vamos a llamar “Aguilucho”; ¿y sabes por qué? Hombre, pues, si tuvieras un poco de cultura, sabrías que tu nombre procede de la palabra latina aquila que en español significa águila; pero, como eres bajito y narizón, te cae mejor aguilucho.
Los otros se rieron a carcajadas y, desde entonces, así lo llaman en Villanueva.
—A punto hemos estado más de una vez de llegar a las manos. La última que me ha hecho —seguía contando— ha sido este domingo de Resurrección, por la tarde, en el bar “El Volante”. Cuando entré, él estaba con unos amigos tomando cerveza; me vio y me llamó a voces, diciendo:
—Oye, “Aguilucho”, enroscatornillos, te invito a tomar una cerveza; pero primero lávate las manos, que te huelen a grasa.
De verdad que no sabía dónde meterme; pero se levantó de la mesa, vino hacia mí, me puso un brazo en el hombro y me dijo que no me enfadara, que eso eran bromas sin importancia y que me sentara con ellos a tomar algo. Me senté, pero para mis adentros me estaba yo diciendo: «¡Una vez, te lo aseguro, que me las va a pagar todas juntas!». Luego, empezó a vanagloriarse de lo bien que había hecho los exámenes y decía:
—¡Ah, se me olvidada, “Aguilucho”!: no te puedes imaginar la que le hemos montado a tu inspector, el padre Nieto, en el examen de Literatura; es que el cura ex legionario ni la ha visto ni olido.
Y le contó cómo habían conseguido copiarle las famosas preguntas objetivas. «Aunque, naturalmente ‑terminó‑, yo no he necesitado copiar nada».
—Ni que decir tiene, amigo Coíno, que, cuando volvimos de vacaciones, me faltó tiempo para contárselo al padre Nieto. Fue aquella misma tarde del martes, antes de la comida. Él volvía, precisamente, de dar su primera clase a los de Quinto de Magisterio.
—¡Así que ha sido Paco Redondo, el “Maestro”! ¿Pero te das cuenta, Aquilino, de la jugada que le has hecho a él y a sus compañeros de curso?
—Lo siento, de verdad, por sus compañeros; pero por él, lo volvería a hacer cien veces —y, levantándose, añadió con una mueca indescifrable—. Tú, es que no conoces al señor “Maestro” en la salsa de su pueblo.
Simultáneamente y a unos treinta metros de la sala de juegos, sentado en la silla del cuarto de su compañero de Villajara, Paco Redondo, el “Maestro”, negaba rotundamente haberle contado nada a nadie y menos aún a Aquilino, el “Aguilucho”. Afirmaba, además, que él no tenía nada que ver con el tema de los exámenes, porque no necesitó copiar; y que ni vio ni estuvo «con ese desgraciao tontiloco de Aquilino» durante la Semana Santa. Y, diciendo «Parece mentira que puedas dudar de mí», alzó altivo el mentón, se levantó de la silla indignado y cerró con un solemne portazo, dejándote sentado en tu cama, perplejo y sin reacción.

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