03-04-2010.
Una sala con setenta u ochenta muchachos adolescentes, que hacíamos gimnasia a diario, que jugábamos a fútbol y a balonmano, que practicábamos atletismo y que sólo nos duchábamos una vez por semana, seguramente olía a todo menos a tabaco. Este hecho, que hubiera hecho palidecer a un pastor alemán de aeropuerto, entrenado en la detección de droga, no arredraba lo más mínimo a nuestro querido inspector.
Al contrario, igual que el toro de lidia se crece ante la dificultad, él hacía como que paseaba por el pasillo entre nuestros pupitres, disimulando, mirando por las ventanas y de pronto, lo sorprendías ¡aspirándote el cogote! Entonces, lo mirabas extrañado como diciéndole «¿Pero qué hace usted, hombre de Dios?». Él, dibujando una sonrisa astuta y maliciosa, contestaba:
—¿A qué hueles?
Si hubiéramos usado colonia, alguno le hubiera contestado:
—A “Eau d’eté”, don Antonio —que en andaluz se pronuncia “hodeté”, con la hache aspirada, por supuesto—.
En defensa de nuestros derechos de fumadores, como de tantas otras cosas, destacó y se distinguió de manera singular José María Ruiz Vargas. Un día, supongo que harto ya de sentir las narices del inspector en su gollete, al finalizar el estudio montó en cólera, se dirigió en voz alta a don Antonio y, sabiendo que contaba con nuestro beneplácito y apoyo, lanzó un magnífico discurso, exigiendo, desde aquel preciso instante, la potestad irrenunciable de fumar como una de las principales prerrogativas a las que un alumno de nuestra edad tenía derecho. Basaba su petición en que fumar era una costumbre tan saludable, aceptada y extendida, que hasta los condenados a la silla eléctrica, en el último momento lo pedían y les era permitido. Los heridos de muerte en plena guerra ¿qué era lo que entre sollozos requerían?: fumar. ¿Que hacían amorosamente los buenos hijos ante el lecho de muerte de sus padres? Pues ponerles con auténtica devoción un cigarrillo entre los labios para que pudieran fumar. Y ¡vaya cara de alivio y de satisfacción que ponían los moribundos al aspirar el humo! Como diciendo: «¡Gracias, hijo mío; morir así da gusto!». Además, ¿quienes eran los actores que acababan casándose siempre con la más guapa? Pues los que fumaban. Cómo si no, Clark Gable o Humphrey Bogart, con lo feos que eran, hubieran terminado siempre casándose con la más buena. Buena como esposa y madre, se entiende.
Como colofón y punto álgido del mitin, Jose Mari, en un arranque de rabia, harto de sentir su cerviz constantemente olisqueada y demostrando auténticas dotes de actor, levantando la voz e incluso los brazos, espetó:
—¡Además, mi padre me deja fumar!
Silencio. No era verdad, pero el efecto fue el mismo que si lo hubiera sido. La frase cruzó el aire del estudio como un latigazo y consiguió el efecto deseado.
Aquello en el fondo era una llamada a la desobediencia civil y a la revuelta callejera. Había quedado muy claro. A partir de entonces, o bien don Antonio era capaz de rebatir los argumentos expuestos con otros más convincentes y de peso, o bien debería permitirnos fumar. Lo primero era imposible por “razones obvias”; lo segundo también era imposible: no tenía autoridad para concederlo.
Oí contar en cierta ocasión cómo se realizaba, en caso de duda, el proceso de selección de algunos profesores en la Safa.
Parece ser que la “prueba reina” consistía en la aplicación de un test proyectivo muy breve, pero de gran eficacia según la tradición popular. Se mostraba al examinando una serie de objetos sencillos, normales y corrientes que había de ordenar de más a menos, de acuerdo con el agrado que estos objetos despertaran en él. Los objetos solían guardarse en un armario cerrado con llave en el gabinete psicotécnico. Don Lisardo Torres era el jefe del gabinete y el encargado de guardar la llave del armario celosamente. Estos sencillos materiales consistían en un bote, un pito, un lápiz y una tiza. Téngase en cuenta que aún no se había inventado elteléfono móvil. Hoy sería insustituible.
Don Antonio hubo de someterse a la prueba y aceptó el hecho sin replicar, disciplinada y pacientemente.
A propósito del desarrollo de la prueba, alguien me comentó que fue tal la pasión y el entusiasmo que experimentó al sentir la tiza entre sus dedos que, cuando el examinador procedió a preguntarle sobre sus motivaciones e intereses, contestó en pleno arrebato sin soltar la tiza:
—Mi intención es rayar y rayar paredes y paredes, sin descanso, una tras otra, día tras día, raya que te raya, hasta que se acabe la tiza, o hasta que me acabe yo.
Lógicamente don Lisardo, ante tal comportamiento, recomendó darle un pito y alejarlo de las tizas. La dirección tuvo en cuenta la sugerencia y fue contratado sólo como inspector. Y es que las cosas allí no se hacían a la ligera y siempre tenían un fundamento y una razón de ser.
Compartió las tareas de inspección con el padre Antonio Calles, profesor de Literatura. Joven, alto, de casi dos metros, y muy inteligente. Me dijo no hace mucho Ángel Henares que era catalán. No conocía yo este detalle, porque entonces esto de las nacionalidades no se miraba tanto. En fin, una persona que, aunque no estuvo demasiado tiempo con nosotros, se esforzó siempre en cumplir de la mejor forma sus tareas educativas y al que, incluso, le gustaba salir a pasear por la ciudad en nuestra compañía, como un estudiante más. Recuerdo que era muy amigo de Julio Antonio Jiménez Peris, de Pedro Castaños, de José Cutiño, de Antonio Montes, de Del Río y de aquel grupo tan especial.