26-02-2010.
Muy octubre ya, los cursos que marcaron ruta y estilo en Miralar celebraron el XXV aniversario de promoción. Se anunció la asistencia de Burguillos… ¡Cómo hubiera gozado, recuperando imágenes y abrazándose con cada uno! El acontecimiento fue en Cristo Rey. Les envió un discursito sentido y vibrante. Llamadas, visitas cordiales, remembranzas… Tanto elogio y tanta gratitud le hurgaron a Burguillos tan hondo, que hubo de escuchar remordimientos y fracasos.
Sumábanse a este sentimiento agridulce, el clima prenavideño, las nieblas cerradas, remeonas ‘que desprenden gotas’, del Val de Olid. Y Burguillos recordaba las nieblas de su niñez. Le gustaban. Le hacían más íntima la vida familiar. Eran un jugoso reclamo en torno al hogar de tueros ‘leños gruesos’ al rojo vivo, refulgentes. En cambio, las de hogaño le rebullían brotes de asma, intervalos de respiración corta y premiosa que le llevaban a recordar una crueldad infantil. Su padre, en la caza del palomar, le reservaba algún pichón blanco o variopinto. Muy niño todavía, Burguillos los mimaba. Le conocían, le buscaban y comían de su mano. Aquél… acaso fuera más esquivo. Dejó de interesarle. Y, para deshacerse de él, intentó ahogarle. Contemplaba, sin estremecerse, los estertores de su asfixia. Y, cuando ya aflojaba su tensión, dejó de oprimirle la pechuga y se rehizo.
Malhumorado, una noche, con el cielo y la tierra, a cuenta de su disnea ‘dificultad de respirar’, Burguillos se sentía en las manos de Dios un poco como aquel pobre palomino en las suyas. Siempre Dios al retortero. Ni en sus silencios conseguía liberarse de él. «¿Por qué, señor? ‑le interpelaba‑. ¿Por qué tanto te me ocultas y abandonas desvalido en esta tiniebla? Dime dónde, y descalzo…».
Puntuales, como las rosas en primavera, llegaron la Navidad y el año 2000. Como siempre, el vino mejor de esas fiestas fueron las cartas y llamadas de sus andaluces y de sus muchachos de Miralar. Ya años que, siempre por estas fechas, le remozaba la llamada de algún amigo extraviado. Era para él como recuperar tesoros perdidos… Ese año… se le habían extraviado en el trasiego de oposiciones, traslados y destinos… Burguillos les recordaba nostálgico, porque eran oro fino y él les quería de verdad. En días, desde La Giralda, como agua de mayo, le llegaron vibrantes las voces de Paco Haro y Manolo Ballesta.
Con la vida arrugada, estrenó Burguillos el año. Gota a gota, moría su hermana Cándida. Celliscas ‘temporales de agua y nieve’ y cencelladas ‘escarchas’ le retenían en casa. Leyendo y escribiendo cartas y reflexiones llenaba el tiempo. Menesteres entretenidos, placenteros son.
En febrero, los setenta y seis años. Bien viva llevaba la conciencia de su situación vital y religiosa. Se consolaba con el buen funcionamiento de sus neuronas. Y pensaba que aún había savia, caminos y horizontes…
El día nueve se le fue su querida hermana Cándida. La recordaba adolescente y joven. Guapa, animosa y trabajadora.
A pesar del aparcamiento de la jubilación y de su soledad, Burguillos seguía vitalista, entregado a sus aficiones. Nunca escuchó tan a gusto la campana de Gauss. El corazón del día lo reservaba para sus lecturas. Con qué fruición compraba libros de pedagogía y psicología, preferentemente. Cien años le gustaría vivir con la cabeza clara y el ánimo fresco y abierto para poder catar tantas novedades…
Otro día, aquel cantabrón comillano… Con qué prevención le recibió Burguillos en Miralar. Grande, guapote. Se le hacía hosco, prepotente. Su visita madugrona y espontánea derribó sus reservas. Necesitaba abrir el alma. Y Burguillos se sintió enriquecido con su transparencia y se hizo una gran amistad entre ambos. M. Prieto Lamadrid, desde Querétaro, cada poco le anegaba en recuerdos, gratitud y cariño sangrantes.
Ésta, y otras fidelidades, con tantos años y mares por medio, más que halagos le originaban pesares y remordimientos… Porque Burguillos, que siempre supo de qué fibra eran sus castellanos, iba tomando conciencia de no haberse desvivido en darles una formación completa, ambiciosa, mantenida.
Y es que Miralar y sus condicionantes hicieron de él una buena ama de casa. Aquellas cuatro horas de clase, la guerra de cada día, las actividades y la desconsideración, le relajaron. El saberse tuerto en un tierra de ciegos, le hizo practicón como los médicos del Seguro de Enfermedad.
Aunque mucho, pública y privadamente, platicó a sus chicos, ¡cuánto de pan y de luz le quedó sin repartirles! Pudo haberles dejado leer en el historial de sus cicatrices cuán sublime y efímera es la existencia. Y qué vulnerable, si no se la encara en serio. Debió haberles contado que la existencia es la entrada para el Gran Teatro del Mundo: ¡la vida! Teatro en cuyo reparto todos tenemos nuestro papel. Arribamos a ella con el DNI en la yema de los dedos, y nuestro ADN en todo nuestro cuerpo. Únicos, infalsificables. Distinto y personal es también el “para qué” venimos a la vida. A cada quien le corresponde representar su particularidad, su rol. Poco importa que la profesión o pasos de la vida, amor, matrimonio, hijos, sean comunes. Lo grande y diferencial es el estilo, el entusiasmo, la sangre que en el oficio y en el día a día se eche en ellos.
Alguna vez les animó a preguntarse: ¿a qué he venido yo?; ¿con qué responsabilidad he de justificar mi vida?; ¿qué necesidad social he de satisfacer? Y les hablaba del santo orgullo de morir, sabiendo que se ha cumplido aquello para lo que a cada uno le llamaron en la vida… Entonces, cuando Burguillos se quedaba sin tiempo ni tierra para sembrar, se afligía. Y lloraba todo lo que pudo haber hecho y no hizo. ¡Cuántos líderes sociales y aun misioneros de vanguardia…!
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