Las décadas, 09

23-02-2010.
Mágina, 9
Nota del arquitecto-transcriptor:
Hasta hoy, o mejor dicho, hasta el presente capítulo, no he considerado ni oportuno ni adecuado reaparecer. Si lo hago ahora es porque, cuando hace algunos meses leí el presente capítulo, noté y anoté que, en él, el autor se refería al «tejido industrial» de Villajara a finales de los años 50. Y también, que en dicho capítulo habla del entusiasmo de los jarotes por el fútbol. La aclaración que deseo hacer al respecto (y espero que sea pertinente) es que actualmente, casi medio siglo después, «el tejido industrial y empresarial» del pueblo no ha cambiado sustancialmente. Sólo apunto dos datos al respecto, pues no deseo alargarme:

1) Procede del Listado de Empresas que ofrece el buscador Google para informarse acerca de la mediocre dinámica empresarial e industrial que existe actualmente en Villajara, un pueblo con menos de diez mil habitantes. La mayoría de las empresas, además de renovarse tecnológicamente muy poco, siguen dependiendo de las actividades agrícolas y ganaderas, en particular de los productos derivados del cerdo. Hace unos cinco años, la Mancomunidad del Valle de los Pedroches (diecisiete pueblos en total) editó un bonito fascículo titulado «Los Pedroches, una tierra por descubrir». En la parte dedicada a Villajara, se lee lo siguiente: «El paisaje típico de Los Pedroches tiene su más fiel representación en la localidad jarota (jarote es el gentilicio de los habitantes de Villajara), que posee el más extenso bosque de encinar de Europa, desgarrado por el paso de trenes de alta velocidad, donde come el cerdo ibérico la nutricia bellota junto a numerosos rebaños de reses, entre inacabables cercados de piedra. Uno de los núcleos de población más importantes de la comarca de gran tradición en el arte de curar el jamón ibérico».
2) Procede del periódico que desde 1942 edita cada trimestre la Asociación Familiar Jarota: en la última página correspondiente al número del tercer trimestre de 2004, dedicada tradicionalmente a textos literarios, se puede leer un poema del que extraigo un fragmento porque, como decía A. Camus en La peste, a propósito de Orán, los datos proporcionados por un poeta pueden ser también indicativos de la «salud socioeconómica» de una población:
«Este pueblo, que ves sin coronadas
torres ni excelsamente amurallado,
es mi pueblo: de la cumbre de un collado
emerge entre un tumulto de encinadas.
No hubo fecundas plumas afamadas
que cantaran en verso arromanzado
majestades que nunca han habitado
en sus humildes casas encaladas.
Ni tuvo señorío con espadas
ni caballeros con blasón dorado;
su gran sueño no es más que un río helado
por sedientas sequías calcinadas.
Como barco sin velas ni ensenadas,
mi pueblo flota en el olvido anclado;
su futuro parece un asustado
pordiosero que esquiva las miradas.
Contémplalo dormir en la posada
del tiempo: no parece desgraciado
ni tampoco feliz, aposentado
entre el borde del todo y de la nada».
Por mi cuenta añado (y porque no aparece en Wikipedia) que «la caza o montería» se ha convertido en una importante empresa cuya fuente de ingresos es considerable. Se practica en cotos (desde 500 ha, hasta más de 5000 ha) que, en su mayoría, son fincas privadas. Desde siempre existió ‑y existe‑ en Villajara un gran entusiasmo tanto por la caza mayor como por la menor.
Finalmente y por contraste: lo que sí en Villajara ha dado un enorme salto cualitativo y cuantitativo es lo concerniente al fútbol. Del equipo canterano de los años 50 que militaba en cuarta regional y que conoció nuestro protagonista, el Villajara del siglo XXI ha ascendido a Segunda B y cuenta incluso con jugadores brasileños. Como las empresas, el equipo está endeudado; pero es el orgullo y estandarte de Villajara. Y cedo aquí la palabra al narrador de Décadas.
Antes de continuar con la triste historia de nuestro protagonista y para la comprensión adecuada de algo que le va a ocurrir dos días después de su primer «desengaño» amoroso, es conveniente que el lector esté al corriente de un aspecto que, si ya había despuntado durante los años de la preguerra, en estos años 50 estaba revolucionando el modo de vivir de los habitantes de Villajara y, seguramente, el de todo el país: el fútbol. En aquellos años se era ya de tal o cual equipo, como se era católico o protestante, creyente o ateo (dejemos la política), moreno o rubio, gordo o flaco, alto o bajo. ¿Quién ‑qué jarote‑ no tenía pegadas su atención y su oreja a la Telefunken cada domingo por la tarde para escuchar los comentarios descriptivos de Matías Prat! Porque «Es como si estuviésemes en el Chamartín», decía algún madridista. Pues bien, como se verá enseguida, nuestro protagonista deberá tomar una decisión corneliana a propósito del fútbol. Veamos.
En los años correspondientes a los últimos de la década de los cincuenta, que son en los que se desarrolla esta parte de la narración, Villajara ofrecía un pobre tejido industrial. La media docena de pequeñas empresas, si es que así podían llamarse, se dedicaban a la construcción (un maestro albañil ‑excepcionalmente un aparejador‑ y media docena de peones); había un matadero municipal al que preceptivamente acudían los ganaderos para sacrificar sus reses y poder luego distribuir los productos cárnicos en pequeños comercios y en mercado; dos fábricas de harina (como sabe el lector, el padre de Juanita, la “Atontá”, y vecino del protagonista, es propietario de una de ellas) que servían a las múltiples panaderías y a alguna confitería; una modesta fábrica de aceite y otra raquítica fábrica de gaseosas y sifones, cuya existencia no superó la década a la que nos referimos. Por otra parte, no todo el pueblo podía disfrutar del tendido de agua corriente. Por eso, en algunos barrios del exterior de Villajara se veía aún ir a la fuente a mujeres con los anaranjados cántaros en la cabeza o arrimados a las caderas. Por lo demás, la actividad económica del pueblo giraba en torno a las prestaciones de que suele disponer un poblachón andaluz de entonces, servido por camiones de distribuidores llamados «Cosarios». Lo que sí proliferaban en Villajara eran las tabernas («Una casa sí y otra no», decían las malas lenguas), de las que algunas ya empezaban a llamarse bares. En ellas, el pueblo (naturalmente, los hombres) iba adquiriendo poco a poco cierta cohesión, una indudable identidad, un cierto reconocerse los unos en los otros, aunque solo fuera por el hecho de protestarle al propietario‑camarero, diciéndole casi con las mismas palabras: «Oye, el manchego que nos sirves está cada vez peor»; o «Mira tú: ¿es que se te han acabao ya las avellanas o es que las estás ahorrando? Como sigas así me cambio de parroquia»; o «Arrima una aceitunilla, hombre, que no te vas a arruinar por eso». Verdaderamente y salvo algunas excepciones, la tensión de los los años cuarenta y cincuenta se iba alejando. Ahora que, lo que de verdad aglutinaba los “quereres” de todos los jarotes sin excepción, hecho casi comparable con el de la veneración de la patrona, era el equipo de fútbol; sobre todo, cuando el adversario era Pozoblanco que, por ser el pueblo vecino de Villajara, era el llamado a ser el «enemigo natural» de los jarotes. Jamás un jarote utilizó el gentilicio pozoalbense para designar a los habitantes de Pozoblanco, porque desde tiempos inmemoriales las crónicas jarotas los denominaron «Tarugos», en el sentido figurado que ofrece la cuarta acepción del diccionario de la RAE: ‘Persona de rudo entendimiento’. Además, los jarotes nunca iban a Pozoblanco; iban a Taruguería. Imagine, pues, el lector cómo se desarrollaría un encuentro de fútbol entre tarugos y jarotes, si ya ciertas crónicas afirmaban que entre ellos existía un enconado contencioso, incluso con respecto al traslado de la patrona de la ermita al pueblo que le tocaba. Y es que la Virgen se le apareció a un pastor justo en el límite entre uno y otro término municipal, de tal manera que hubieron de repartirse los meses de estancia de la patrona en cada pueblo: cuatro con los jarotes, cuatro con los tarugos y cuatro en la ermita rodeada de encinas. Pero el problema no estaba en el día del mes sino en la hora, minutos e incluso segundos de cuándo había que devolver la patrona al otro. Y, a menudo, la disputa se zanjaba con escopetas.
Hecho este largo paréntesis aclarativo y totalmente antinovelesco, volvamos a nuestro protagonista, al cual dejamos con la espalda apoyada en la pared de la caseta, mientras su anamorada bailaba gozosamente un tango del genial Gardel, cuyas palabras, repetidas por el vocalista de la caseta, golpeaban de modo inmisericorde los oídos y el corazón del acongojado joven.

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