No todo era paz en el jardín, 3

04-11-2009.
En julio, una vez más, acudió a Majadahonda. Participó en los Ejercicios Espirituales de los Operarios por si le caía encima una chispa de fervor y entusiasmo. No acabó de subyugarle nada.

Por entonces, dado el desbarajuste económico del gobierno del PSOE, se rumoreó el riesgo de que convirtiera la deuda pública en deuda obligatoria… Por esto y porque algo turbio barruntaba, Burguillos se dio una vuelta por La Mancha. En Madrid visitó a su pobre hermana Cándida. Atosigada, vivía de males, ingresos y medicinas. A Ciudad Real llegó, resuelto a jugárselo todo a una carta.
Allá, mollares como nunca, le esperaban Lola y una hacienda que le tenía prendado hacía años. ¡Qué bien llevó el trato! Casi le escocía la conciencia por haber logrado un precio tan reducido. Sobre Los Ojosdel Guadiana. Entre Villarrubia de los Ojos yManzanares. A un paseo de Daimiel.
Todo a punto. Lola encantada. Y Burguillos, resuelto como una fiera. Ya le habían entregado las llaves. Y Lola y él acudían a curiosearlo todo. Burguillos, como siempre, miraba, escuchaba cada palmo del terreno, cada rincón, cada edificio de aquel poblado. Porque tantas construcciones, entre lo nuevo y lo viejo, hacían un pueblo. Disfrutaba, destinando edificios y terrenos: «Aquí, el campo de tenis. Los boxes para los caballos de los niños, acá. Ahí, el tiro al plato. La discoteca de los niños…». A Lola la mordió un alacrán. Y se aguó la fiesta.
Tantas visitas, tantos castillos y fechas siempre en el aire, acabaron por descolocar a la sufrida Lola, que no era de sí muy consistente. Burguillos siempre pensó en bienes deslindados y ser propietario incondicional de su campo. Como ella lo era de su patrimonio urbano. Pero, sin advertirlo, extendía esa independencia a la futura vida marital. Burguillos soñaba realidades, sin contar con la sensibilidad excluyente, acaparadora, del corazón femenino. Se asía con furia a estos planes no sólo por la felicidad de sus niños. También por asegurárselos. Que, aunque les amaba como si fueran sangre de su sangre, le parecía desde hacía ya tiempo que todo su afán con los nietos era ilusión y viento: que los celos, como las zarzas, arraigan en cualquier corazón mal drenado.
Habría de pesarle toda su vida. Con Lola y sin ella, y aun huérfano de sus niños, debió hacerse con El Rodero. Hoy hubiera sido su fuerte, su consuelo y su paraíso. Que ni colegios ni ciudades le acallaron nunca a Burguillos el grito de la tierra. Y es que, hijo del campo, deseó siempre ser como el grillo: heraldo de la primavera; y, como la perdiz: señorear el monte y el llano. Desde niño, acaso por instinto telúrico, aristofánico, Burguillos adivinó la vida pródiga que la madre tierra había concedido a los humanos: higos tiernos y secos, nueces, mirto, apetitosas olivas y el dulce vino. Y tupidas coronas de violetas bordeando la boca de los pozos.
Cerrando los ojos y el corazón a todo escepticismo, volvió a su casa. Apuraba la sesentena. Y, de nuevo, con más pasión que razón se aferró a la idea de que su destino estaba en la formación de estas criaturas. Que Jesusín, con diez años, galleaba en todo. Y corría el riesgo de que lo dejasen adocenarse. Porque seguir su ritmo de aprendizaje, su afán de saber, exigía grandes esfuerzos.
A quienes han hecho su vida entre augures e intérpretes de la voluntad divina, les cuesta poco descifrarla y acoplarla a sus deseos e ideales. Se pagaba Burguillos de su deshilachado vivir. Y trataba de convencerse de que todo había sido un ensayo. Tantas experiencias educativas y fervores humanistas, su sensibilidad, su afición al arte, su pasión por la Naturaleza y la vida, su entusiasmo, disposiciones, economía… todo confluía providencialmente en la gran obra de su vida: la formación redonda, ambiciosa, de aquellos pequeños que Dios le había puesto en el camino. Y, desangrado de todo, todo lo echó en la arena. Sin miedo al riesgo, todo, todo, hasta el último aliento, el último chavo hubiera gastado él, gozoso en este empeño.
Ni siquiera, tras el posterior abandono de sus niños, con tantas ausencias y silencios grabados a fuego en el alma, le parece que desentenderse hubiera sido lo mejor. Hubiera sido cómodo, sí; pero le hubieran quemado siempre la deslealtad y la frustración. Hubiera sido renunciar a sus proyectos más brillantes, que esplendían tanto porque eran sueños de oro, fundidos en la realidad y el querer.

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