Prosa poética, 5

03-11-2009.
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Cita en la Puerta del Sol *
Era otra cita de fin de año la que tenía que celebrarse por imperativos del calendario. Como otras veces, la Puerta del Sol estaba dominada por una Luna grande que palidecía los lunares de aquella gente.

Como aquella luna Catalina que se levanta cuando se acuesta Lorenzo, según cantábamos cuando aún éramos niños.
Poli llegó a contar más de cien mil personas, una a una, hasta que le empezaron a faltar dedos de la mano. Había llegado a Madrid para ver cómo cogía aquella gente la Luna de la Puerta del Sol.
Otros años estuvo a punto, pero siempre se le metía la sidra por las narices, o se le indigestaba el mantecao, o le produjeron ardores los primeros vinos del terreno.
Y entonces se metía en la cama al atardecer; o se tomaba, frente al espejo, el bocata de mortadela; o se bebía la lluvia por la cuesta de San Blas.
Muchas páginas de Navidad así lo confirmaban, porque él lo había dicho con monólogos, elegías, cantigas, y baladas.
Se había traído de Lisboa una bola de cristal que le servía de oráculo y unas paletas de bronce para mecer las lumbres del brasero.
Y allí estaba él, contando manos en la madrileñísima Puerta del Sol, después de haber tirado el cupón lotero, de comer aquel arroz de inocentones y besarse en sus señoritas hijas.
No tenía mucho tiempo para llegar a tiempo. Aquella cita le exigiría poner en hora su reloj atrasado y ‑probablemente‑ adelantar el cuentakilómetros.
Porque, aunque todavía no se ha dicho, en la Puerta del Sol estaban preparando un reloj de red, una campana de bronce y una copa medio llena.
—Mejor lo dejamos para esta noche —le había dicho Santa Claus, cuando se encontraron en aquella esquina de la calle Illescas…—, iy llévate el saco de las palabras vencidas!
Nuestro Poli cogió la mochila vieja y metió a destajo aquel encargo de arcaísmos:
(ética gaviota cantárida belleza
         luz      gemido esdrújula      grandeza
beso manzana ménade cabeza
atril carimbo luciérnaga tristeza)
Calle abajo Mayor y a trompicones, Arenal con su arroyo de botellas, y después Alcalá, bajo las pisadas de aquella noche última del latir del año, para montar la guardia en el arrinconado rincón de la calle Carretas.
Con toda la sidra apestada en los nuevos estómagos y con el racimo de uvas en el roto capirucho de papel de plata, la cita de la Puerta del Sol se hacia espera, griterío, pisotón y nervios.
La mejor manera de encontrar a Santa Claus, pensó, es contar uno a uno.
Esto le obligó a detenerse en cada cara, a pedir un minuto de reposo, a preguntarse quién era cada uno, a desear Merry Christmas a cada paso y a saludar con reojo y con rutina.
Hasta tuvo que pegarse un par de carrerillas, porque parecía que aquella cara, aquel cuerpo o aquella risa orientaban el pie de Santa Claus.
Queda escrito ya que Poli llegó a contar más de cien mil personas y que ya no tenía dedos en las manos ni uvas rotas. Hasta le había desaparecido el olor a mosto sidratado.
¿Y la mochila con las viejas palabras derrotadas? Imposible pensar que alguien, en aquella plaza de cencerros, se hubiese molestado en recoger el ingenuo regalo de fin de año.
Pero…, ¿dónde estarían aquellas palabras ya vencidas en aquella noche del barullo y en aquel lugar de cita, en donde una Luna inalcanzable le ponía reflejo a aquella intensa agonía de la Puerta del Sol?
Probablemente no te lo creas, amigo lector, pero aquella mochila apareció mil años después, tal cual, en el gran reloj de las doce campanadas.
Desde entonces, cuentan las crónicas que, en la noche última de cada año, y en lugar del ronco tambor de cada hora, suena un pitido electrónico que parece querer decir algo parecido a esto:
Ishwim plost   pasta
Yupüüish       blue    casta
Corrupt         Juan   basthaaaaaaaa!
Poli puede verse, eso siguen diciendo las crónicas, contando caras y multiplicando manos desde que, convertido en estatua de sal, alguien se encarga de darle cuerda en la galáctica Puerta del Sol.
Nadie ha logrado dar una explicación convincente del porqué de tamaña metamorfosis; pero la gente cree que algo malo puede ocurrir un día de estos.
Tal vez sea por eso por lo que siguieron mordiendo las uvas y embuchando sidras…, como les dijeron que hacían ‑hace ya mil años‑ sus antepasados del siglo XX.

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