Una vez más, amigo Dionisio, tu genial ironía y desparpajo han brillado con luz propia. Leyéndote, a Enrique se le deben haber caído a un tiempo lágrimas y risas de muchos colores y sabores: desde el agridulce cocolimón de tu afectuosa sorna, al animoso güisquisito con soda de tus “pinchitos” lingüísticos.
Permíteme que me sume a tus «¡Felicidades, Enrique!» para también desearle, de rebote ‑pero con franqueza y amistad‑, una jubilación larga y «gloriosa».