Prólogo, 1

07-09-2009.
Os contaba, en una de mis anteriores cartas navideñas, que suelo pasar mis vacaciones de verano en un pueblecito, poco mayor que una aldea, de unos trescientos habitantes, en la provincia de Palencia.

Bustillo de la Vega, junto al río Carrión y a la sombra de los Picos de Europa, es un pueblo acogedor, sencillo y humilde como sus gentes. A consecuencia de la emigración de la juventud hacia las ciudades, los habitantes son personas mayores, ancianos casi. En Bustillo se tiene la impresión de que el reloj no corre y el tiempo, en consecuencia, se ha estancado. Hace ya varios años, se construyó un nuevo cementerio y aún no ha podido inaugurarse. ¡Allí no se muere nadie! Los naturales hacen bromas sobre quién tendrá el honor de estrenar la nueva instalación municipal, seguramente para ahuyentar el miedo propio.
Cada año encuentro las mismas personas, con alguna arruga más sobre sus rostros y algún diente menos en sus bocas. Gozan de un humor excelente. Tal es así que, cuando saludan a los que vienen de fuera, antes de escuchar la pregunta de cortesía obligada: «¿Cómo estás?». Ya responden: «Bien, ¿y tú?».
Al salir este verano de la preceptiva Misa dominical, coincidí con una viejecita que se asombra de cómo va creciendo mi hija, año tras año.
—¿Adónde va a llegar? ¡Ya está tan alta como tú! —me dice siempre, intentando halagarme y mostrar su afecto hacia nosotros. Yo, para corresponder a su atención, buscando un tema de conversación y extrañado de no haber visto en Misa al cura habitual, le pregunté:
—¿Está enfermo Pablo? No lo he visto en la iglesia. ¿Lo han destinado, quizás, a otra parroquia?
—No, hijo, no. ¡Qué va! ¿No te has enterado? Ahora es “pareja de hecho”.
—¿Cómo dice?
—Pues eso: que se casó la pasada Navidad.
—¡Anda, leche! —no pude evitarlo—. Y ¿dónde fue la boda?
—En el juzgado.
—Increíble. Y ¿por qué no solicitó licencia del obispado para casarse “como Dios manda”? —seguí preguntando.
—Lo hizo. Fue a ver al obispo; pero como tenía que esperar algo más de un año, pues se casó por lo civil.
—Entonces, señora, la pareja constituida no es “de hecho”, sino “de derecho”. Y ¿a qué se dedica ahora? Supongo que dará clases de Música, Latín o Filosofía —continué preguntando, sólo por satisfacer mi curiosidad.
—No hijo, no. Aquí los chicos o trabajan en el campo con sus padres o van a estudiar a las ciudades. Ha montado una granja con su mujer y los martes vende los pollos y los huevos en el mercado.
—Eso está bien. A partir de ahora vivirá de la pluma —dije en plan de broma.
—Y de los huevos hijo; y de los huevos —sentenció la viejecita.
Y a propósito de curas. Leo un encabezamiento de La Vanguardia de Barcelona, según el cual, «Sesenta y seis curas de las comarcas gerundenses rechazan la ideología de la Iglesia, tachándola de integrista e involucionista». ¡Toma ya!
Ante hechos semejantes, me quedo sin adjetivos. Sólo se me ocurre pensar que esto es la leche en polvo, la carabina de Ambrosio y el sufrido conejillo de la popular Bernarda. A partir de sucesos como los que acabo de comentar, ¿puede extrañarnos la siguiente noticia, tomada también de los diarios, que en mi ingenuidad casi infantil logró sorprenderme poderosamente?
Decía textualmente: «Una señora de Lugo denuncia al sacerdote que ofició el sepelio de su compañero, en el Juzgado de la localidad». Lógico, elemental y ganado a pulso. Se ha perdido el respeto a la autoridad y el rebaño se rebela contra sus pastores. Pero sigamos con la gallega y el compañero.
Debo advertir, para mejor entendimiento del comunicado, que la palabra compañero no debe entenderse en el sentido que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo. No. No se trata de un compañero de partido, equipo, clase, o trabajo. No. Eso podría confundirse con amigo, camarada, compadre, adlátere, cofrade o simplemente “paisa”, que fue lo que en principio pensaba yo. De ahí que, al leer la reseña, no pudiera por menos que exclamar en voz casi imperceptible: «¡Vaya pieza! Denunciar al cura después del entierro de un colega».
¿Qué habría hecho el clérigo, para incitar a la piadosa y devota a solicitar el amparo de la justicia, ante la supuesta agresión del tonsurado? Seguí leyendo. Unas líneas más y al final conseguí entender al reportero lucense. Resulta que la palabra compañero estaba tomada en el más etimológico de los sentidos. El finado era efectivamente compañero de la distinguida parroquiana, porque la acompañaba. Pero no como compañeros de partida de mus o dominó, pongo por ejemplo, sino permanentemente, de día y de noche, en laborables y festivos, en la playa y en la montaña, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad. En fin, como sin duda ya habréis colegido, discurrido y supuesto, era la manceba del occiso. O dicho por las claras: la que se encamaba y trajinaba en vida con la pobre víctima. Pero eso sí, sin pasar por la Vicaría.
Lógicamente, el ungido, ante tal situación de flagrante yerro mantenido, conminó a los fieles asistentes a rezar ferviente y piadosamente por el alma del muerto, no ya uno o dos padrenuestros, como es lo habitual, sino algo de mayor calado como novenas, peregrinaciones, sacrificios, penitencias, ayunos, flagelaciones y limosnas generosas, ya que, a su entender, el allí presente tenía el futuro bastante crudo, después de la vida licenciosa y de desenfreno que el pollo en cuestión se había concedido.
Tal exceso, en la solicitud de acciones reparadoras, debió molestar tanto a la referida compañera que, sin pensarlo dos veces, se fue al Juzgado de Guardia con un cabreo de dos pares de melones (y no de lo otro), a denunciar al oficiante.
No soy yo quién para enjuiciar al cura de Bustillo, a los sacerdotes de Gerona o al bravo compañero de la señora de Lugo. Dios me libre. Tampoco lo pretendo. Sólo Aquel que encendió la pasión y el deseo en el corazón de los hombres ‑con tal fuerza y violencia que no admitiera esperas, trabas, ni aplazamientos‑ sabrá hacerlo en su infinita bondad. Él llenará de luz y gracia el alma de todos ellos.

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